Enrique Fernández

Nacido en Madrid, de padres devotos, en 1929, estudié en el Seminario Metropolitano de Oviedo durante 12 años. Fui ordenado el 30 de mayo de 1954. Entonces me convertí en capellán católico romano en un convento de monjas en Navelgas, un pueblo tranquilo de Asturias, España. Después de una cena temprana, generalmente visitaba al sacerdote del pueblo, un hombre mayor que era sociable y amistoso. Una noche en 1960 me mostró un folleto llamado “El Regalo” (que retoma un párrafo de los escritos autobiográficos del ex sacerdote canadiense Charles Chiniquy). Le pedí permiso para llevarlo y leerlo.

El folleto me produjo un intenso deseo de leer la Biblia. Quería saber si había una verdadera diferencia entre las Biblias protestante y católica. Reservándome mi identidad, escribí a la dirección del folleto, pidiendo una Biblia o un Nuevo Testamento.

Comencé a estudiar el Nuevo Testamento, especialmente Hechos y Hebreos. Al hacerlo, creció en mí la convicción de que la Iglesia Católica Romana se había desviado de la Biblia, que su sacerdocio había usurpado el lugar de Cristo.

El descubrimiento de la Palabra de Dios se convirtió en una emocionante aventura para mí. A medida que seguía leyendo, sentí la cortante realidad de Hebreos 4:12 de que “La palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón”.

Teología y no la Biblia

Durante mis cuatro años de estudios teológicos, nunca había leído seriamente la Biblia. En mi caso, las Sagradas Escrituras se consultaban solamente como un libro de texto en el estudio del Dogma católico. Conocía solamente aquellas partes de la Biblia que se incluían en la misa y en los textos del breviario romano.

La Iglesia Católica Romana decía que la salvación dependía de la absolución de los pecados por parte de un sacerdote, y que cualquiera que se negaba a confesar sus pecados mortales a un sacerdote, era eternamente condenado. Pero yo no podía encontrar en los Hechos ni en ningún otro libro del Nuevo Testamento alguna afirmación en ese sentido. Todos los escritores sagrados insistían en que el hombre debía ir directamente a Dios para obtener el perdón.

Por otra parte, en Hebreos leía claramente que Cristo ha sido ofrecido de una vez y para siempre por el pecador. “Entonces”, me pregunté, “¿cómo se atrevía el Concilio de Trento a declarar en 1562 que en la misa Cristo se ofrecía por medio de las manos del sacerdote en un verdadero y real sacrificio a Dios?”

La fe sola

También descubrí que la justificación era por fe, y pensé: Si no he encontrado paz para mi alma en la Iglesia Católica Romana, ¿será tal vez porque esperaba ganarla como recompensa por mis propios esfuerzos? “Mas al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia” (Romanos 4:5).

De esa manera, repentinamente entendí que Jesucristo no exigía nada de mí y renuncié a todos mis esfuerzos para ganar la salvación. Jesucristo se convirtió en mi único Señor y Salvador.

Por medio de la Misión “De Spaanse Evangelische Zending” en Holanda, me pusieron en contacto con un antiguo sacerdote católico romano español quien me dirigió a la Fundación Holandesa In de Rechte Straat (En el camino correcto). Esta organización cristiana había estado ayudando durante varios años a los sacerdotes que dejaban la Iglesia Católica Romana, estudiando los principios de los reformadores del siglo XVI y volviendo a las doctrinas de la Biblia.

El 2 de mayo de 1961 llegué a Bruselas, más tarde fui a Hilversun, Holanda. Luego envié una carta a mi arzobispo, diciéndole: “He descubierto la Palabra de Dios, y Jesucristo se me ha presentado como mi único Señor y Salvador. Roma afirma que el catolicismo está centrado en Cristo, pero en realidad le ha dado la espalda”.

Después fui a San José, Costa Rica, donde me recibí el 25 de noviembre de 1963 como licenciado en Teología en el Seminario Teológico Latinoamericano. Finalmente pasé varios meses en Guatemala en consulta con el Sínodo Luterano de Missouri antes de venir a los Estados Unidos, donde he estado predicando el Evangelio desde el primero de junio de 1964, a la gente de habla hispana.

Mi meta y mi deseo

Mi ferviente deseo es servir al Señor Jesucristo, llevar el Evangelio de la gracia a la gente y contarles las grandes cosas que el Señor ha hecho para mí. Lo que ha hecho para mí, lo puede hacer por ellos . . . y por ti.

“Salid de ella, pueblo mío, para que no seáis partícipes de sus pecados” (Apocalipsis 18:4). “Así que, arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados” (Hechos 3:19).

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