Charles Berry

Como católicos practicantes, dedicábamos media hora cada domingo a asistir a la misa, pero en realidad la religión ocupaba un lugar menor en nuestra familia. De adolescente, tenía vergüenza de mis creencias católicas, y evitaba ir a la iglesia cada vez que podía. Luego ocurrió algo que cambió la dirección de mi vida.

Sufrir para llegar al cielo

Mientras cuidaba un bebé para un vecino protestante, levanté un folleto sobre el tema “El infierno y el castigo eterno”, al leerlo me convencí, como lo estoy ahora, de la terrible realidad del infierno. Decidido a que mi primer obligación era encontrar la manera de acercarme a Dios, me sumergí profundamente en las prácticas católicas. Comencé a asistir a misa y a recitar todos los días el rosario, usando el escapulario marrón y varias medallas. Se me dijo que si realmente quería saber cómo llegar al cielo, debía leer las vidas de los santos católicos y descubrir cómo lo habían logrado. Por eso decidí que la forma más segura era provocarme el sufrimiento. El dolor se convirtió en mi compañía permanente, pero tenía sumo cuidado en no traicionarme expresando lo mucho que sufría. A los 19 años entré en la orden de los Hermitas de San Agustín y durante los diecisiete años siguientes viví bajo la regla de San Agustín, donde progresé desde postulante, a novicio, profesante y finalmente sacerdote.

Durante los primeros diez años de aquellos años anteriores al Vaticano II, ni siquiera vi el interior de un monasterio regular ni tuve la oportunidad de vinculación o franca discusión con los monjes o sacerdotes regulares. Los estudiantes para el sacerdocio nunca se mezclaban con los superiores o los maestros. Eran muchas las penitencias, pero se fueron relajando un poco gradualmente a medida que avanzábamos y nos acercábamos a la ordenación. Pocos de nosotros nos quejábamos si la comida era pobre, el descanso insuficiente o la disciplina degradante e inhumana, porque sentíamos que ese era el precio que debíamos pagar para llegar a ser hombres de Dios. La obediencia a la autoridad era el punto que dominada nuestra vida. No solamente renunciábamos al derecho sobre nuestras posesiones, ambiciones y vidas privadas, renunciábamos también a nuestra mente e intelecto y a los pensamientos privados. Se nos decía que Dios nos hablaba directamente por intermedio de la palabra de nuestros superiores y que cualquier duda o titubeo para aceptar su control completo era un grave pecado contra Dios.

“Sed santos porque yo soy santo”

Mi primer asignación como sacerdote católico ordenado fue un poco diferente que lo normal. En lugar de enviarme a algún monasterio para asistir en el trabajo parroquial o enseñar, se me dio órdenes de seguir estudiando para obtener un título en química para poder enseñar en una universidad católica. El nuevo monasterio donde me enviaron estaba lujosamente amueblado con todas las comodidades, hacía gala de las mejores comidas que se podían comprar con dinero. Pero yo no había sacrificado tantos años para poder vivir finalmente en el lujo, sino más bien para convertirme en un verdadero hombre de Dios—un santo. Lo que me desilusionaba y desanimaba al entrar en los círculos del clero era encontrar qué poco importante era Dios para aquellos que se esperaba debían tener una extraordinaria santidad y amor a Dios. La parte de cada día relacionada con el trabajo para el Señor se consideraba la parte desagradable. Notaba, (no solamente allí sino en todas partes del mundo donde he estado) que los únicos clérigos que se levantaban para el servicio en la capilla eran los asignados para conducirlo, y sentían lástima de sí mismos porque les tocaba el turno. Después de pedir que se me enviara a otra parte, me alegró que me trasladaran a la casa central de la orden Agustina en los Estados Unidos. Pero en lugar de descubrir que era una fortaleza espiritual, encontré que era el lugar donde se enviaba a muchos sacerdotes cuando su vida se había vuelto tan escandalosa que podía dañar la reputación de la iglesia. Me preguntaba: ¿Dónde está la iglesia que se me había descrito, por la que había dado mi vida a causa de su pureza y belleza? ¿Será que no existe en los Estados Unidos por la contaminación del protestantismo? ¿Será que solamente existe en toda su pureza en los países católicos donde tiene plena libertad de expresión y está libre de impedimentos?

Por entonces supe de una universidad católica en un país católico que necesitaba un científico para armar su programa en ciencias e ingeniería. Me ofrecí con entusiasmo y pronto llegué a ser el Director de la Escuela de Química e Ingeniería de la Universidad Católica de Cuba. No hace falta decir, allí tampoco encontré la iglesia que esperaba. Cualquier católico norteamericano que viaja a un país católico, se siente incómodo y sorprendido por lo que ve. En los Estados Unidos la Iglesia Católica Romana tiene buena conducta, hace “buena letra” por las críticas y la oposición. En un país católico, donde tiene pocos críticos y opositores, se maneja de manera muy diferente. La ignorancia, la idolatría y la superstición están en todas partes, y se hace muy poco esfuerzo, o ninguno, para cambiar esta situación. En lugar de seguir el cristianismo que se enseña en la Biblia, la gente se concentra en la adoración de las imágenes y los santos patronos locales.

“No te harás imagen, ni ninguna semejanza”

Durante muchos años, como católico, sostuve la idea de que los católicos no adoran ídolos, pero ahora veía con mis propios ojos que no había diferencia entre los católicos con sus imágenes y los paganos con las suyas. Cuando encontraba en Cuba a un genuino pagano que adoraba ídolos (una religión transplantada de Africa por sus antepasados), le preguntaba cómo podía creer que un ídolo de arcilla podía ayudarlo. Me respondía que no esperaba que el ídolo lo ayudara, solamente representaba el poder del cielo que sí podía hacerlo. Lo que me horrorizaba de esta respuesta era que repetía casi palabra por palabra la explicación que dan los católicos por honrar las imágenes de sus santos.

Las obras sin la fe

Poco a poco, me fui dedicando a mi trabajo en la universidad. Bajo mi liderazgo construimos y equipamos una larga serie de edificios para albergar las escuelas de Ingeniería Química, Ingeniería Mecánica, Arquitectura, Farmacia y Psicología. A medida que cada escuela se desarrollaba, la ponía a cargo de un decano calificado, mientras yo me convertí en asistente del Rector a cargo del área de Ciencias y miembro del Comité Ejecutivo compuesto de cuatro hombres que gobernábamos toda la Universidad. Probablemente el éxito más destacado que tuve fue la formación de una Oficina de Control de Calidad, bajo la cual las industrias aceptaban voluntariamente acordar ciertos niveles mínimos y hacían contratos con nuestros laboratorios para que controláramos continuamente sus productos para asegurar un nivel uniforme de alta calidad. La gente más poderosa y pudiente, desde el Presidente para abajo, me inundaban de honores y regalos para que fuera su amigo y apoyara sus proyectos y ambiciones. Sin embargo, en el fondo de mi corazón, sabía que por más honores que hubiera recibido, no había logrado la verdadera meta que me había propuesto. Agustín lo expresó muy bien hace siglos: “Has hecho nuestro corazón para Ti, oh Dios, y no descansaremos hasta descansar en Ti”.

Me asaltaban muchas dudas. Sabía que muchas de las cosas que predicábamos, muchas de las respuestas fáciles que dábamos a la gente, se discutían acaloradamente entre los teólogos y eran motivo de risa o desprecio de muchos de los clérigos. Me sentía avergonzado por los sacerdotes que durante siglos habían robado a la gente, ignorado a los pobres, apoyado a los ricos opresores, y vivido vidas escandalosas.

Determinado a rescatar los pocos años que me quedaban de vida, decidí que no bien obtuviera mi doctorado en Física y Química, dejaría el sacerdocio y la iglesia. Estoy seguro que todo sacerdote enfrenta esa decisión alguna vez en su vida. La iglesia promete hacernos hombres de Dios, pero tarde o temprano después de la ordenación, cada uno debe aceptar que su conciencia haga un “balance de los libros”. Es allí donde uno comprende que está peor que cuando comenzó, a pesar de usar todos los medios que la iglesia ofrece.

El costo de dejar la iglesia

Decidirse a dejarla implica ser cortado de la mayoría, si no todos, de los que lo han amado, honrado y respetado y lo que es más importante, de aquellos a quienes uno ha amado y servido. Todo sacerdote debe conocer algún compañero que intentó dejar y se sintió forzado, por una razón u otra, a volver. Yo lo sabía. Me habían contado que habían vuelto, no por amor a la iglesia, sino, entre otras razones, para poder tener “tres comidas diarias y un entierro decente”.

Por eso planifiqué mi partida cuidadosamente, pedí permiso a mis superiores para tener unas vacaciones en Europa. Luego, después de recibir mi título de doctorado, compré un automóvil usado en Miami, con la idea de perderme en algún pueblo pequeño donde nadie me conociera. No sentía nada de ese gozo por la liberación que se suponía debía sentir. Todas las personas que alguna vez había conocido quedaban ahora cortadas de mí por su vinculación con la iglesia. Era extraño y extranjero para todo el mundo, y más extraño para Dios que nunca antes.

Al averiguar de alguien que me pudiera ayudar a encontrar empleo, me acerqué a un químico que había trabajado para mí en la Oficina de Control de Calidad, pero que ahora estaba viviendo en Méjico. Después de asegurarme que tendría amigos que me ayudarían allí, empaqué mis cosas y me encaminé hacia el sur del Río Grande.

Marta, una amiga, estaba viviendo con una tía de España. Ambas fueron muy amables conmigo, y a medida que se formó un círculo de amigos, poco me imaginaba lo mucho que cada uno influiría en mi vida. Con el tiempo, Marta y yo nos casamos. Entonces su tía procuró reunirse con su esposo alejado, pero poco después que él regresara, la encontramos muerta en la cama. Había muchas evidencias en contra de él, y nos vimos involucrados en uno de los casos más sensacionales de crimen en la historia de Méjico. A causa de la publicidad, mi nombre fue reconocido y varios reporteros católicos de periódicos importantes comenzaron a atacarme de sacerdote renegado. Entonces, para proteger la estabilidad de su negocio, mi empleador me despidió.

Enfrentando dificultades todo el camino, conseguimos llegar a San Diego. Después de varios meses de trabajar en Convair Astronautics, me informaron que tenían un puesto entre el personal de la casa matriz, General Dynamics. Las reuniones y entrevistas llevaron varias semanas. Naturalmente tuve que dar un informe detallado de mi vida, mi educación, y mi trabajo profesional, lo mismo que referencias. Lo hice todo con mucho detalle, omitiendo solamente el hecho de haber sido sacerdote romano. Repentinamente, uno o dos días antes de comenzar a trabajar, recibí un telegrama cancelando todos los arreglos.

Nunca tuve un informe directo de lo que produjo mi despido, pero algunos días después recibí una carta de las autoridades de la iglesia advirtiéndome que nunca tratara de obtener recomendaciones de fuentes vinculadas con la iglesia, porque siempre negarían haberme conocido. Nunca volví a encontrar una posición digna de mi preparación y mi experiencia.

El don de la salvación

Se me había enseñado toda la vida a temer y desconfiar de los pastores protestantes. Se nos decía que andaban vorazmente a la pesca de ex sacerdotes para usarlos en beneficio de sus fines perversos. En desesperación y a pesar de esas prohibiciones, decidí correr el riesgo y así descubrí que en todo el mundo, desde los días de Jesús, ha habido gente que se puede llamar con más propiedad cristianos bíblicos. No personas que simplemente creen que la Biblia es inspirada por Dios, sino que la consideran un mensaje personal de su amante Dios y la convierten en la fuerza motora de sus vidas.

Pedí prestado de un pastor un manual sobre enseñanza cristiana y encontré que todas las referencias eran textos de las Escrituras—no lógica ni tradición. Me percaté por primera vez de las sencillas afirmaciones de la Biblia sobre cómo se llega al cielo y se evita el infierno. Comprendí que a la Biblia no debemos acercarnos desde el punto de vista erudito sino desde la posición de niños que escuchan a su padre, aceptando y creyendo cada palabra, reconociendo que Dios dice en serio lo que dice y sabe cómo decir lo que quiere. Página tras página en la Biblia vi verdades por las que había tenido sed toda mi vida. La enseñanza en relación a la salvación es muy clara: “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe” (Efesios 2:8‐9).

Marta y yo lo conversamos y estuvimos de acuerdo en que yo había hecho más que cualquier otro para obtener la salvación, pero que había una cosa que nunca había hecho —pedirla como un regalo de Dios. Decidimos pedir a Dios su regalo de gracia. Nos arrodillamos y oramos juntos por primera vez.

En un espíritu de humildad y arrepentimiento pedimos a Dios que nos salvara, no por la buenas obras que hubiéramos hecho, ni las que prometíamos hacer, sino por el bien que Jesús hizo cuando expió nuestro pecado por medio de su muerte en la cruz.

No nos dábamos cuenta del todo, pero habíamos nacido de nuevo, tan jóvenes que ni siquiera sabíamos quiénes éramos ahora en Cristo. Desde ese momento comenzamos a notar los cambios en nuestra manera de pensar. Comenzamos a amar las cosas de Dios. De una u otra manera, desde entonces el Señor nos ha mantenido ocupados testificando y predicando, ganando cientos de almas para el Señor Jesucristo y la cristiandad bíblica.

“Sino que os habéis acercado al monte de Sión, a la ciudad del Dios vivo, a Jerusalén la celestial, a la compañía de muchos millares de ángeles, a la congregación de los primogénitos que están inscriptos en los cielos, a Dios el Juez de todos, a los espíritus de los justos hechos perfectos, a Jesús el Mediador del nuevo pacto, y a la sangre rociada que habla mejor que la de Abel” (Hebreos 12:22‐24).

Traducido por Dante Rosso

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