Mark Peña

Nací en un pequeño pueblo al norte de Burgos llamado Villamediana de Lomas, en España. Como quería ser misionero, decidí entrar al noviciado para convertirme en un sacerdote católico.

Comencé el noviciado el 24 de julio de 1949. Después de un año y un día tuvimos que jurar a Dios, frente a la Santa Comunidad, de que observaríamos, durante un año, los votos de pobreza, castidad y obediencia. Con esta ceremonia nos iniciamos como miembros de la Congregación de los Misioneros Consagrados de María Inmaculada. Después de esto nos mudamos a Madrid, al seminario mayor que los Consagrados tienen en Pozuelo de Alarcón, donde estudiamos dos años de filosofía y cuatro de teología para ser sacerdotes.

Mi primera misa y fuegos artificiales

Mi primera misa se llevó a cabo en la iglesia de las Religiosas de San José de Cluny en Pozuelo de Alarcón al día siguiente, domingo 18 de marzo de 1956. Sentí una gran emoción interna y un sentimiento sublime por esta primera misa y recuerdo el nerviosismo que sentía de que no realizaría bien alguno de los ritos y ceremonias. Pero ahora casi debo gritar a viva voz que este “Gran Acto de Adoración” en la Iglesia Católica Romana es solamente una especie de comedia diaria—una comedia seria, sí, pero comedia al fin. En los términos de John Knox, un ex sacerdote católico romano quien, luego de su conversión a Jesucristo llegó a ser el gran líder de la iglesia presbiteriana [en Escocia], “La misa es una blasfemia”.

La primera misa con la familia en mi tierra natal fue algo humanamente grande para un pequeño pueblo como el mío. Todo el mundo vivió dos días de intensa emoción y fiesta durante el 8 y el 9 de julio de 1956. Había fuegos artificiales, música, arreglos florales, juegos y alegría. Era el primer sacerdote de ese pueblo y por eso, era motivo de gran orgullo para todas las familias.

Trabajé como profesor de literatura española y música en el quinto año, y de latín y francés en el cuarto, pero lo que me gustaba más era la preparación del sermón del domingo para la misa de las once de la mañana. en nuestra iglesia.

Co-pastor

Como el patriarca provincial sabía de mis deseos de ser misionero, me asignó, junto con otro sacerdote de los Consagrados, como co-pastor de una parroquia pobre y miserable en la ciudad de Badajoz. El 14 de noviembre de 1958 llegué a la parroquia de Nuestra Señora de la Asunción en Badajoz, que se componía de un populacho de gran miseria espiritual y material. Había nueve mil almas. Durante tres años trabajé en esta parroquia, para alegría y satisfacción de la gente. A decir verdad, estaban orgullosos de mí, y yo los quería y buscaba ganarlos por todos los medios.

Pero sentía cada vez más una carga por mis pecados y me daba cuenta de que no había ninguna seguridad de perdón por medio de las confesiones y otras prácticas católicas. Me sentía definitivamente perdido. La misa perdió significado. Decidí que debía dejar el sacerdocio e ir al mundo a conseguir un empleo secular y “disfrutar de la vida”.

Los evangélicos, ¿bichos raros?

Sentía cada vez mayor insatisfacción en la misa y el vacío espiritual de la Iglesia Católica Romana. Me puse en contacto con un pastor protestante en Madrid, Alberto Araujo Fernández. No lo conocía pero me habían dicho que era un hombre prudente y un cristiano devoto. El primer contacto que tuve con él fue muy sencillo y cordial. Y pensar que la gran mayoría de los católicos romanos, por lo menos en España, piensan que los protestantes evangélicos son algo así como bichos raros. El pastor me permitió explicarle mi problema, y con una sabiduría y un amor que yo no había conocido, me aconsejó y me animó a dedicar mucho tiempo a leer el Nuevo Testamento. Mantuvimos una correspondencia regular.

En febrero de 1962, decidí dar el gran paso: dejar el sacerdocio católico romano. No podía seguir donde había sólo un frío ritualismo; como está escrito: “. . .tendrán apariencia de piedad, pero negarán la eficacia de ella” (2 Timoteo 3:5). Escribí a Araujo pidiéndole que buscara un lugar donde pudiera ocultarme, y una carta para otro pastor en Bilbao, Juan Eizaguirre, pidiéndole lo mismo, porque estaba decidido a dejar el sacerdocio a la primera oportunidad.

“Jehová, justicia nuestra” (Jeremías 23:6)

Mi superior había arreglado que fuera yo a predicar en la celebración de las apariciones de la Virgen de Fátima. Elegí esos días como el momento para dejar el sacerdocio y mi condición religiosa. Llegué a Madrid el 8 de mayo de 1962. Tomé inmediatamente el avión de las 3.30 para Holanda, para salir de España antes de que mi superior supiera de mi partida e hiciera que la policía me cerrara las fronteras de España.

En esa época no sabía nada sobre la verdadera salvación bíblica. Pero en Holanda viví con la familia de un protestante evangélico. Leían la Biblia juntos y oraban en las devociones familiares y en las comidas. Me recomendaron al doctor Hegger, un sacerdote convertido y director de una obra en Holanda destinada a ayudar a los sacerdotes que quieren dejar el sistema romano. Se llama “En el camino recto”, tomado de la cita en Hechos. El doctor Hegger conversó conmigo y respondió a muchas de las preguntas doctrinales en base a la Palabra de Dios.

Poco después volví a España vía Portugal (para seguridad) para visitar a mi madre, que estaba enferma y preocupada por mí. El Señor me permitió vivir a salvo con mi familia durante un mes, y mi madre mejoró mucho. Durante mi regreso por tren, estaba en mi camarote, leyendo la Biblia y alabando al Señor. En esa actitud de alabanza, me vinieron a la mente pasajes de las Escrituras, recalcando que Jesús es un perfecto Salvador, el único Salvador, el todo suficiente Salvador; que había realizado un sacrificio perfecto por mi pecado, que nunca debía repetirse, en la cruz del Calvario; que El era mi sustituto, el portador de mi pecado; y que él me imputaría su justicia y me perdonaría todos mis pecados si confiaba en él de todo corazón. Lo hice inmediatamente. Le di mi vida, mi alma, y lo acepté, confiando en El como mi Señor y Salvador para siempre. Las palabras de Dios se cumplieron en mi corazón y en mi vida: “De éste dan testimonio todos los profetas, que todos los que en él creyeren, recibirán perdón de pecados por su nombre” (Hechos 10:43). Mis pecados fueron perdonados; mi alma salvada, el cielo se convirtió en mi hogar, Cristo era mío y yo de él por siempre.

Mi oración por los católicos

Volví a Holanda, desde donde me puse en contacto con el Centro de Conversión de Havertown, Pennsylvania, para venir a Norteamérica y estudiar la Palabra de Dios. El Señor me permitió, después de ciertas dificultades, llegar vía Canadá en septiembre de 1963, donde comencé estudios en el Seminario Teológico Faith. Luego tomé algunos cursos especiales en la Universidad Temple, que me permitieron obtener un título en Literatura Española.

Así como el corazón de Pablo anhelaba la salvación de Israel, yo también oro por mis amados católicos, “Hermanos, ciertamente el anhelo de mi corazón, y mi oración a Dios por Israel, es para salvación. Porque yo les doy testimonio de que tienen celo de Dios, pero no conforme a ciencia. Porque ignorando la justicia de Dios, y procurando establecer la suya propia, no se han sujetado a la justicia de Dios. Porque el fin de la ley es Cristo, para  justicia de todo aquel que crece” (Romanos 10:1-4).

Mark Peña

Español de nacimiento, conoció la salvación bíblica en Holanda. Era muy apreciado por Herman Hegger y los que estaban en el ministerio llamado “La calle derecha”. Actualmente está jubilado de pastorear una iglesia en Chicago, Illinois, EE.UU.

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