Vincent O`Shaughnessy

“De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es, las cosas viejas pasaron, he aquí todas son hechas nuevas”. (2 Corintios 5:17).

Nací y crecí en una granja en West Limerick, Irlanda, y tengo recuerdos felices de mi infancia. El menor de siete hijos (tres hermanas y tres hermanos), tenía muchos familiares a quienes visitar o a quienes recibir en casa después de la misa del domingo. Nadie jamás faltaba a misa los domingos en aquellos días en Irlanda, a menos que estuviera gravemente enfermo. La ausencia era considerada una pecado mortal, significaba la muerte y el infierno si uno moría sin haberse confesado y recibido el perdón del sacerdote. Los sacerdotes eran muy respetados, hasta idolatrados. Decidí que yo mismo sería sacerdote.

Recuerdo de muy pequeño saltar de mi cama cada mañana y caer de rodillas para decir mis oraciones, que comenzaban con el Oficio de la Mañana que me había enseñado mi madre, junto con el Padrenuestro y el Avemaría. Todavía recuerdo el Sacrificio de la mañana así: “Oh Jesús, por medio del más puro corazón de María”, lo que para mí significaba que para llegar a Jesús, tenía que pasar por María. También tengo una imagen vívida de estar arrodillado en la cocina cada mañana para rezar el Rosario con la familia, pero más que nada recuerdo que los accesorios del Rosario eran más largos que el Rosario mismo. Había que rezar tres Avemarías por cada vecino que tuviera un problema, lo mismo que por todos los familiares difuntos.

Llegada al sacerdocio

De modo que solicité el ingreso al Colegio San Patricio, un seminario misionero en Thurles, County Tipperary. Fui aceptado y comencé los seis años de estudios para el sacerdocio, que consistían en dos años de filosofía y cuatro años de teología dogmática y teología moral, además de la Ley Canónica y otras asignaturas. No tuvimos ningún estudio serio de la Palabra de Dios, sólo una noción académica superficial de la Biblia, pero nada con profundidad ni sentido. A veces me lamento de que nadie jamás me dijo que estudiara la Biblia durante esos seis largos años. De todas maneras, sin haber nacido de nuevo, probablemente no me hubiera interesado. Me hubiera faltado comprensión, ya que los ojos de mi entendimiento no habían sido abiertos a la Palabra de Dios.

Finalmente llegó el largamente esperado día de mi ordenación, el 15 de junio de 1953. Fue una ocasión memorable con una gran recepción para familiares y amigos. La celebración siguió al día siguiente, el día de la primera misa, en que la mayor parte de la parroquia apareció para la primera bendición del joven sacerdote.

Viaje a Norteamérica

Después de tres meses de vacaciones en mi tierra natal, partí por barco a Nueva York con varios otros sacerdotes recién ordenados, destinados a diferentes lugares en los Estados Unidos. Mi primera designación fue la catedral de Sacramento, California, a una cuadra del capitolio del estado. Inicié mis tareas sacerdotales con mucho celo y compromiso con la obra del ministerio; estaba decidido a hacer el mejor trabajo que pudiera y a ser el mejor sacerdote posible. Me destinaron un cuarto en el tercer piso de la rectoría de la catedral que había quedado vacante recientemente por un hombre que tenía un problema común entre los sacerdotes católicos, el alcoholismo. Tuve que hacer varios viajes hasta el contenedor de basura del patio trasero para librarme de todas las botellas vacías que encontré en los cajones y estantes del guardarropas. Me sentí dolido porque en ese tiempo yo era un abstemio total y pertenecía a una organización irlandesa llamada “Asociación Pionera para la Abstinencia Total”. (Nos identificábamos portando un pequeño prendedor rojo con forma de corazón. Cuando un irlandés veía que uno usaba ese símbolo directamente no le ofrecía bebidas alcohólicas.)

Humillado en el confesionario

Recuerdo haber pasado muchas horas en el confesionario de la catedral, no quería salir del mismo mientras hubiera gente esperando en la fila. Sin embargo, cuando terminaba el horario asignado, a los demás sacerdotes no parecía molestarles salir del confesionario. El resultado era que yo solía aparecer tarde en los horarios de comida, y los demás se mofaban de mí por mi servicio a los que llegaban fuera de hora, especialmente a los norteamericanos mejicanos. Dios me había dado un amor especial por esta gente humilde y modesta, que a su vez mostraban amor a su “padre” mientras se arrodillaban y me besaban la mano. Esta experiencia me tocó y me humilló.

De la catedral pasé a cubrir una vacante en otra parroquia en los suburbios donde había personal irlandés. Mi nuevo sacerdote párroco (en los Estados Unidos les llamamos “pastor”) era un semi-inválido con tres asistentes, pero pronto descubrí que el verdadero pastor activo era la hermana del monseñor, que era el ama de llaves. Ella atendía todas las llamadas a la puerta y al teléfono, y las dirigía a su hermano lo buscaran o no a él. Estaba prohibido entrar a la cocina, lo mismo que al comedor, a menos que uno fuera invitado por el ama de llaves para las comidas. En una ocasión echó a uno de los sacerdotes de “su cocina” con un cuchillo trinchador, obligándolo a tomar una silla para evitar ser herido.

Estuve en ese ambiente durante cinco años mientras el viejo pastor fue empeorando en su enfermedad. Esto me obligó a tener cada vez más responsabilidades en la atención de la parroquia y, créase o no, el ama de llaves me tomó cariño y nos llevamos bien el resto de mi tiempo allí.

La herejía del activismo

Pronto quedé atrapado en lo que yo llamo herejía de activismo, que produjo consecuencias en mi vida espiritual. Todavía pasaba tiempo en oración antes y después de la misa y leía el breviario (las oraciones oficiales del clero) diariamente. Preparaba mis sermones los sábados a partir de los bosquejos provistos por la diócesis. Disfrutaba predicar, porque se me había enseñado a apelar a las emociones del corazón. Pero no tenía preparación ni idea de cómo ministrar en el Espíritu al espíritu de la gente. Hacía que la gente se sintiera bien y con ese puntaje me consideraba exitoso.

“¿Eres salvo?”

Retrospectivamente, veo una oportunidad después de alrededor de cinco años en el sacerdocio, en que Dios trató de alcanzarme y guiarme por medio de un niño, pero yo no presté atención a lo que ese pequeño me estaba diciendo. Creo que debo haber estado esperando que llegara un funeral. Vestía todo el atuendo para la misa del funeral. No había nadie cerca salvo el pequeño negro que podría haber tenido tres o cuatro años. Caminó hacia mí y me dio una vuelta alrededor, todo el tiempo mirándome con sus grandes ojos. Finalmente habló, diciendo: “¿Quién eres? ¿Eres un predicador?” Luego dio otra vuelta alrededor mío y mirándome directamente a los ojos me preguntó: “¿Eres salvo?” No recuerdo cuál fue mi respuesta o mi reacción hacia él, tal vez de lástima o prejuicio. Ese pequeño me había hecho la pregunta más importante de la vida, y yo no tenía la menor idea de lo que estaba hablando. Obviamente, él entendía qué significaba ser salvo y Dios lo estaba usando para llamar mi atención, pero fue en vano. Si en ese momento hubiera sabido lo que descubrí doce años después, hubiera tenido que admitir honestamente a ese niño que no era salvo. Tenía 45 años cuando supe de qué me había estado hablando ese pequeño, cuando supe lo que era ser salvo, ser nacido de nuevo en Cristo.

El rol de sacerdote

Había solicitado un traslado y me encontré en las afueras de una comunidad de granjas. No pasó mucho tiempo antes de que recibiera a las Hermanas Yvonne y N. en nuestra parroquia en agosto de 1968. Desde el momento en que nos vimos, la hermana Ivonne y yo simpatizamos, como si hubiéramos sido amigos de siempre. Mantuvimos nuestra relación a un nivel profesional. Disfrutábamos conversando y compartiendo puntos de vista sobre diversos temas.

Un día, en medio de una discusión acerca de un libro, le pregunté: “Hermana , ¿cómo le parece que funciono en el ministerio del sacerdocio? Quiero que sea brutalmente honesta conmigo”. Su respuesta me dejó helado: “Padre, veo que hace todas las cosa bien, veo que dice todas las palabras correctas desde el púlpito, veo que cumple bien su ‘rol’ de sacerdote”. En otras palabras, me veía en el papel de sacerdote. Aunque ella no percibió todo el efecto de sus palabras, fue el punto crítico de mi vida. Para mí significó estar representando un papel en el escenario de la vida. Shakespeare dice “El mundo es un escenario”. Yo no quería seguir siendo un sacerdote; quería bajarme del escenario lo antes posible. Así comenzaron largos meses de agonía.

Renuncia la Hermana Ivonne

Llegó la última clase para las Hermanas, antes de las vacaciones de Navidad, y yo había estado preguntándole a la hermana Ivonne sobre el programa de horarios del año entrante. Era la última clase de 1968 y ella todavía no me había dado el programa que yo solicitaba. Finalmente buscó a tientas en su bolso, extrajo un sobre y me lo entregó diciendo: “En realidad no debería hacer esto, pero creo que usted merece saber”. La carta del sobre estaba fechada en mayo de 1968 y dirigida a su superior de la orden, las Hermanas de la Sagrada Familia. En esa carta presentaba su renuncia a la hermandad. Sin embargo, como había hecho votos por un año, ofrecía quedarse hasta finalizar el año si su partida provocaba muchos inconvenientes. Así fue como le cambiaron el destino a Monte Shasta en lugar de un convento más grande en el área de la Bahía San Francisco como había estado previsto. Al leer esa carta, que implicaba que no volvería a mi parroquia, las lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas. Ella dijo: “¿Qué sucede?” Yo respondí: “No lo sé. Supongo que sencillamente estoy sacudido”. Los niños comenzaron a llegar para la clase y yo salí de allí, dejando a Ivonne sola para enfrentar su clase. Fue la última vez que vi a Ivonne por varias semanas. Partió al convento de Monte Shasta al día siguiente. Esa Navidad fue desolada y desalentadora, con gran cantidad de nieve que causó muchos problemas. La verdad del dicho “La ausencia alimenta el corazón” se hizo muy evidente cuando finalmente tuve que admitir ante Dios y a mí mismo que estaba enamorado de Ivonne. Pero estaba claro que ella no quería tener nada que ver con ese tipo de relación por ser yo sacerdote y por la alta estima en que tenía mi llamado. No quería ser responsable delante de Dios de que yo dejara el sacerdocio.

Piedad sin poder

Pasé por mucho sufrimiento, implorando a Dios una dirección para mi vida. ¿Debía dejar el sacerdocio? ¿No debía hacerlo? ¿Podía detener el proceso del que había hablado Ivonne? Decidí darme una oportunidad y llamé al mejor sacerdote misionero que conocía para que viniera a llevar a cabo un encuentro en un esfuerzo por traer un avivamiento espiritual a mi vida y a la parroquia. Llevamos a cabo el encuentro la primera semana de cuaresma, pero aquí vi la caracterización de lo que se supone debe ser un encuentro. El mensaje sonaba hueco, estaba vacío, carecía de pasión por Dios. Tenía cierta forma de piedad (religión) pero negaba su poder como dice Pablo en 2 Timoteo 3:5: “Tendrán apariencia de piedad, pero negarán la eficacia de ella, a éstos evita”.

Dejo el sacerdocio

Estaba decidido. Había terminado. Escribí a Ivonne para contarle sobre mi decisión final irrevocable y le pregunté si podía ir a hablar con ella y cenar juntos. Aceptó y salimos a cenar, siempre recordaré esa ocasión en el Comedor Concord, cerca de su hogar en Pleasant Hill. La convencí de que dejaría el sacerdocio aunque nuestra relación jamás continuara. Luego sentí que debía decirle: “Ivonne, tú has dejado el convento por tu propia voluntad, ¿por qué no puedo yo dejar el sacerdocio?”

Repentinamente tomó conciencia de lo que estaba haciendo conmigo y dijo: “Discúlpame, estaba equivocada en tratar de hacerte volver atrás en tu decisión. Pero si dejas, tienes que hacerlo independientemente de mí. Tienes que saber que es la voluntad de Dios”. Escribí a mi obispo y le conté de mi decisión y le pedí que solicitara una dispensa de Roma para que pudiéramos casarnos en la iglesia Católica. Finalmente ese proceso se transfirió a la archidiócesis de San Francisco. Le aseguré que había conseguido un sacerdote reemplazante por dos meses para cuando me fuera. Partí para el área de la Bahía San Francisco con mis pocas pertenencias en un pequeño acoplado unido al coche de la parroquia. Me detuve a visitar al obispo de la diócesis de Sacramento y para asegurarle que había hecho los arreglos para que el automóvil de la parroquia volviera a la diócesis. Me pidió la cédula rosa, escribió en ella y me la devolvió diciendo: “Vincent, disfrútalo. Ahora es tu coche; necesitarás ruedas”. Nunca olvidaré ese bondadoso gesto.

Ivonne y yo nos casamos

Llegué a Oakland, donde Ivonne tenía una casita en el lago Merritt. Yo me instalé allí y ella se volvió a la casa de su madre en Pleasant Hill. Este era un lugar pacífico, una especie de cobertizo donde inicié un proceso de sanidad del enorme trauma que siguió a mi decisión final. Pasé los días orando por un trabajo y llenando solicitudes. Un día un amigo del Departamento de Prueba de Alameda, un ex sacerdote dominico, me entregó una solicitud que había llegado a su escritorio desde Colusa County. Llené el formulario, lo despaché, fui para una entrevista y obtuve el puesto.

Ivonne y yo nos casamos y nos mudamos a la ciudad de Colusa. Finalmente llegó la dispensa y nuestro matrimonio fue bendecido en la iglesia católica. Ivonne consiguió un trabajo como Directora de la Confraternidad de Doctrina cristiana de la parroquia. Por favor, recuerden que éramos católicos comprometidos y así estábamos decididos a seguir. Sin embargo, cada vez que volvíamos a casa después de la misa, nos sentíamos vacíos, sedientos y hambrientos de la realidad de Dios, de alguna comida espiritual para masticar y digerir, pero parecía no hallarse en ninguna parte. Dios nos había dado trabajos, un hermoso hogar y ahora una preciosa hija, Kelly Ann. Estábamos muy contentos y llenos de gratitud hacia Dios por toda su bondad para con nosotros. Pero buscábamos una relación más profunda y más significativa con él.

Nacidos de nuevo

Un día obtuvimos un libro acerca de un sacerdote que había nacido de nuevo por el Espíritu Santo. Eso era todo nuevo para mí. El libro era un testimonio de su vida y su encuentro con Dios. No mucho después de leer ese pequeño libro, Ivonne y yo fuimos invitados a una reunión en la que una monja compartió su testimonio sobre el poder de Dios para salvar, y de cómo había nacido de nuevo. Bueno, yo sentí que el Señor había tocado mi corazón y que me estaba hablando. Cuando se hizo la invitación a pasar al frente a recibir al Señor, adivinen quiénes fueron los primeros en estar allí. ¡Correcto! Vincent e Ivonne. Oramos para que él fuera Señor en todas los aspectos de nuestra vida, e inmediatamente comenzamos a sentir la diferencia. Fue en ese momento que creo haber nacido de nuevo y tuve la seguridad de la salvación y la paz de saber que mis pecados habían sido perdonados. Nuestra vida de oración comenzó a tener mucho más sentido y realidad. La Biblia, la Palabra de Dios, comenzó a cobrar vida y a tener más significado a medida que la leíamos y la estudiábamos.

Salvos por gracia, no por obras

Comenzamos a asistir a un estudio bíblico y a profundizar más y más en la Palabra de Dios. Al hacerlo, descubrimos que muchas de las cosas que se nos habían enseñado como católicos no concordaban con la Palabra de Dios. En el análisis final, la Iglesia Católica Romana enseña un evangelio de obras (es decir, salvación por medio de los esfuerzos del hombre, esfuerzos por llevar una vida buena y hacer penitencia por los pecados, como si Jesucristo no hubiera pagado por todo eso con su sangre vertida en la cruz). Efesios 2: 8-9 deja bien en claro que la salvación es un don gratuito de Dios, que se recibe por fe, “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe”.

Sólo Jesús salva

Hemos visto la necesidad de que los católicos se separen de los errores del catolicismo, como lo hemos hecho nosotros. El Señor Jesús realmente ha bendecido nuestra vida al buscar servirle. Nunca hemos sido tan felices. El Señor nos ha bendecido con dos hermosas hijas y ha abierto muchas puertas para ministrar la Palabra de Dios y para orar por la gente.

Nuestra oración por todos los que lean este testimonio es que puedan conocer al Señor y al poder de su resurrección. ¿Por qué no buscar al señor Jesús con todo el corazón? Aceptar que él, y sólo él es el Salvador. El murió para que pudiéramos vivir— en su Palabra (1 Pedro 3:18) dice: “Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios. . .”. Quiero dejarles una antigua bendición irlandesa: “Que el camino avance contigo, que el viento esté siempre a tu espalda, y que estés en el cielo mucho tiempo antes de que el diablo se entere que has fallecido”.

Sinceramente en su amor y su servicio, Vincent e Ivonne O`Shaughnessy Paradise, California Si desea conectarse con nosotrros estaremos muy contentos de saber de usted.

¡Bendiciones!

El haber transferido sus obligaciones pastorales a otra persona en el Paradise Christian Center en California, lo ha librado para ministrar más al nivel nacional e internacional. En 1992 estaba ministrando en su propia tierra nativa, Irlanda. Gran parte de su tiempo lo ha pasado escribiendo el libro titulado, The Truth that Sets Us Free. Tanto él como su esposa Yvonne, continúan ministrando en el Christian Center School, en Paradise, California.

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