No cabe dudas de que usted y yo, en una u otra ocasión, hemos visto un hombre vestido de un manto largo negro, a veces blanco, camina do con sus manos cruzadas y con una serena expresión en su rostro Nuestra primera idea puede haber sido de que estábamos mirando a “un dios vestido como un hombre”, para usar una expresión común en ciertos círculos. En realidad, era un sacerdote católico romano, una figura en un velo de misterio.
Yo, Cipriano Valdés Jaimes, era uno de estos sacerdotes.