Charles A. Bolton

Recuerdo una oportunidad haber estado trabajando en un campo de heno desde la mañana hasta la noche bajo un sol ardiente y, luego, cansado y con la piel encendida, correr hasta una laguna de agua celeste y limpia en un bosque sombreado, quitarme las ropas sudadas y bañarme en las aguas refrescantes, que eran como un milagro de sanidad para mí y me hacían sentir un hombre nuevo. Así es como me sentí después de dejar la Iglesia Católica Romana, después de trabajar como esclavo para ella y sudar en su servicio. Ahora, despojado de las pegajosas supersticiones y falsas trampas de la servilidad, he sido lavado en el agua viva del amor de Cristo. El gozo sanador y la paz de la salvación que recibimos como un don gratuito de Dios y sin ningún mérito nuestro de por medio, son como ungüento derramado sobre la piel herida—como lo hiciera el buen samaritano sobre el cuerpo del hombre que fue dejado casi muerto en la zanja a la orilla del camino—y producen un rejuvenecimiento en el alma y la mente. Gracias sean dadas a Dios por su gracia salvadora. Ahora repito con mayor comprensión las palabras que fueron impresas en la tarjeta de recuerdo de mi ordenación: “A quien amáis sin haberle visto, en quien creyendo, aunque ahora no lo veáis, os alegráis con gozo inefable y glorioso” (1 Pedro 1:8).

Sacerdote y profesor

Nací en el condado de Lancaster en el norte de Inglaterra y fui educado allí en una escuela secundaria jesuita. Algunos de mis mejores cursos fueron en la universidad de Oxford, donde obtuve un título de Profesor de Filosofía y Letras y la Licenciatura en Letras. También se me otorgó un título en Educación en Oxford, con habilitación docente. Como preparación para el sacerdocio, estudié en el Instituto de París y en la Universidad de Lovaina en Bélgica, que es un conocido centro católico romano de estudios, y allí recibí el título de Licenciado en Teología. Fui ordenado sacerdote por el Rector de Lovaina, el obispo Paulinus Ladeuze, el 30 de abril de 1930. Por ese tiempo tenía la esperanza de ser sacerdote misionero y apóstol de la Iglesia Católica Romana en Rusia, pero eso siempre fue una esperanza vana porque el gobierno soviético nunca ha estado dispuesto a admitir a los sacerdotes misioneros.

Por tal motivo los veinte años siguientes fui profesor en el Colegio St. Bede en Manchester, Inglaterra, donde ejercí como Profesor Superior de Historia, aunque también enseñé idiomas modernos. Es así que a lo largo de los años me hice conocido entre cientos de estudiantes, también viajé por todo el norte de Inglaterra como predicador especial para causas de caridad. Más tarde estuve a cargo de una parroquia rural para poder seguir estudiando. Entre otras obras publicadas, está la historia oficial de mi diócesis y estudios sobre San Patricio y otros santos de las Islas Británicas.

Vanas repeticiones

Más adelante, mis investigaciones históricas produjeron una profunda impresión en mi mente y mi perspectiva, en particular cuando estudié los reformadores jansenitas dentro de la iglesia romana en los siglos XVII y XVIII. Compartía su amor por la Biblia y por la iglesia primitiva, y deploraba el desarrollo de la teología y las devociones populares desde la Edad Media. Como resultado, cuando predicaba, nunca podía alabar el poder, la primacía y la infalibilidad de los papas, cosa que descubrí que ya había sido denunciada en el tercer siglo después de Cristo por el gran mártir cristiano, San Cipriano de Cartago. Jamás lograba exhortar a la congregación a realizar las monótonas repeticiones del rosario, contrarias al precepto de Cristo: “Y orando, no uséis vanas repeticiones, como los gentiles, que piensan que por su palabrería serán oídos” (Mateo 6:7).

Otro evangelio

Descubrí que varias de las catorce Estaciones de la cruz que están desplegadas en las paredes de las iglesias católicas no se mencionan en los Evangelios, por ejemplo, “Verónica limpia el rostro de Jesús”. Verónica es un personaje ficticio, sin embargo se la venera en casi todas las iglesias católicas. No podía encontrar ningún valor en las indulgencias, que se distribuyen como una moneda inflada. Una sola oración equivale a muchos días y meses de penitencias. Descubrí que las medallas, las estatuillas y los escapularios se utilizaban como amuletos o totems paganos. El encender lámparas y velas votivas y el rociar agua bendita me parecían actos sin ninguna relación con la verdadera religión.

Aunque valoramos la comunión como instituida por Cristo en la última cena como recuerdo de su pasión y su sacrificio en la cruz, con toda seguridad no hay ningún justificativo en las Escrituras ni en la iglesia primitiva para convertir el pan de la comunión en una hostia que se adora como a un ídolo, que se inciensa y se lleva en procesiones públicas, como se hace en la fiesta de Corpus Christi. Cristo ofreció pan y vino como señal de su sangre y cuerpo separados, pero por siglos la iglesia romana lo ha sustituido por un trozo de galleta seca que ni siquiera un hombre hambriento consideraría comida. Así es como la iglesia romana mantiene la tradición de lo que Cristo instituyó, la tradición de la que ella afirma ser la única guardiana.

Salvación solamente en Cristo

Mis estudios me mostraron que no hay ninguna verdadera autoridad en doctrinas como la de la Inmaculada Concepción, la Asunción corporal de María al cielo. La Iglesia Católica Romana viene cediendo en los últimos años a una manía popular, fomentada más que nada por las llamadas apariciones de Lourdes y Fátima, que convierten a María cada vez más en una diosa, que gobierna el cielo y la tierra. Muchos obispos romanos y los autotitulados teólogos marianos esperan promover la doctrina de que María redimió al mundo—a pesar de las declaraciones de Pablo: “Porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre, el cual se dio a sí mismo en rescate por todos, de lo cual se dio testimonio a su debido tiempo” (1 Timoteo 2:5-6). Esta afirmación también está en desacuerdo con el intento de cierta teología romana adulterada de demostrar que todas las gracias deben llegarnos por intermedio de María. Sin embargo las Escrituras dejan sobradamente claro que es solamente por Cristo que tenemos salvación: “Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro hombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hechos 4:12).

La censura católica

Como estudiante de la Biblia y de la historia de la iglesia, se me revelaron muchos secretos que la mayoría de los cristianos y muchos sacerdotes católico romanos no conocen. No pude revelar antes esos secretos debido a las leyes romanas de la censura. Cuando se ve un libro que tiene un Imprimatur, no hay ninguna seguridad de que el libro represente el pensamiento original del autor y de que no haya sido adulterado por los censores romanos, deseosos de no correr riesgos. Si algún libro escapa a los censores, puede ser inscripto en el índice de libros prohibidos por decreto de la Inquisición o Santo Oficio, contra el cual no hay apelación. La implacable dictadura de la Inquisición, que todavía mantiene el poder supremo en el gobierno de la iglesia, es solamente un ejemplo del feroz totalitarismo y de los métodos romanos fundamentalmente no cristianos. Nadie está a salvo de sus espías, que están en todas las diócesis, comisionados para denunciar a cualquiera que no sea obediente a Roma.

Hoy día nos enfrentamos en Roma a una de las corporaciones internacionales más ricas del mundo. Se enriquece con los millones de ofrendas llamadas Dinero de Pedro, con la venta de canonizaciones (los gastos previos se supone que son cincuenta mil dólares y la canonización misma otros cincuenta mil dólares). Los obispos al ser designados pagan grandes sumas, y se afirma que los monseñores pagan varios cientos de dólares. Muchas dispensaciones, aunque son exigidas por la ley de la iglesia, son pagas, y se hacen donaciones para recibir la bendición papal, etc. Tal vez no se vendan reliquias, pero se hacen ofrendas en los relicarios o cápsulas nichos, y casi todas las iglesias romanas tienen altares en donde se guardan las supuestas reliquias de los mártires. Hay fragmentos de huesos de las catacumbas de mártires olvidados, aunque ya en el siglo XVII fieles estudiosos denunciaron la costumbre romana de afirmar falsamente que los huesos de los sepulcros subterráneos eran de mártires. Indudablemente gran número de los “altares consagrados” contienen reliquias falsas.

Abuso de poder

Lo que ha vuelto mi corazón contra el abuso de poder de Roma es la forma en que ha torturado y quemado santos de Dios como Juana de Arco, cientos de mártires albigenses en Francia en el siglo XII, los Caballeros Templarios, Juan Hus, el dominico Girolamo Savonarola, el dominico Giordano Bruno y los obispos anglicanos Cranmer, Ridley y Latimer. La Inquisición ha promovido por lo menos dos masacres generales, la de miles de protestantes valdenses en el norte de Italia y la de miles de protestantes hugonotes en la noche de San Bartolomé en Francia. Más de treinta mil de los protestantes más cultos de Francia fueron pasados por la espada la noche de San Bartolomé el 24 de agosto de 1572. Al recibir las noticias, el papa mandó a hacer señales de cañón, proclamó un jubileo, ordenó que se cantara un Te Deum de acción de gracias e hizo acuñar una medalla especial para conmemorar la gloriosa “victoria”. Durante mucho tiempo observé la fiesta de San Bartolomé como un día de oración e intercesión especial por los protestantes, como un acto de amor y reparación. “Y vi a la mujer ebria de la sangre de los santos, y de la sangre de los mártires  de Jesús; y cuando la vi, quedé asombrado con gran asombro” (Apocalipsis 17:6).

La gracia sola

Doy gracias a Dios por haberme permitido leer a un gran maestro luterano como el profesor Heiler, un sacerdote católico romano convertido, quien me enseñó el valor de la fe en Jesús y la salvación por su gracia sola. El Misterium Caritatis de Heiler, un maravilloso libro de sermones, fue objeto de mis meditaciones durante muchos años antes de que el Espíritu me diera el coraje final para actuar de acuerdo a esa enseñanza en relación a mi salvación. Dejar la iglesia donde uno ha nacido y donde uno está acostumbrado a servir, tener que alejarse de familiares y amigos, es una dura lucha, pero también es una gracia maravillosa de Dios.

Algunos de mis amigos, que ya habían dejado el sacerdocio católico romano y encontrado una bienvenida por otros en la hermandad de Jesucristo, me habían hablado de lo diferente que era la atmósfera de una iglesia cristiana que no tiene intrigas, espías, delaciones y condenas como se practican en el sistema católico romano. “Por sus frutos los conoceréis” . Roma debe enfrentar su responsabilidad, frente al tribunal de la historia en este mundo, y frente a la silla del juicio de Dios después, por fundar, promover y sostener hasta hoy la perversa Santa Inquisición, y más tarde los jesuitas, suprimidos una vez, pero lamentablemente restaurados con más poder después.

Mi entrada al gozo de Cristo ha sido larga y a veces difícil, pero ha sido un peregrinaje que bien valía la pena. Debo constar mi gratitud porque después de enseñar en Washington, D.C. y en otras partes en Estados Unidos, he sigo llevado a la plenitud del gozo en Cristo como mi Salvador personal y eterno Redentor, y también a la compañía de amigos verdaderamente cristianos, ministros del Evangelio y sus fieles, tanto jóvenes como ancianos, quienes han sido una gran fuente de fuerza, ayuda y comprensión. Entre los cristianos evangélicos, nacidos de nuevo en el amor redentor de Cristo y por fe en su perfecto sacrificio de sangre, tenemos misericordia, gozo, paz, paciencia, mansedumbre, templanza y confianza mutua. Tenemos esa sencillez de la que habla Jesucristo: “La lámpara del cuerpo es el ojo; así que, si tu ojo es bueno, todo tu cuerpo estará lleno de luz” (Mateo 622). Esa luz, que viene de Cristo, es la gozosa luz de la verdad que nos llena, a los redimidos y alumbrados, con un gozo indecible y glorioso.

Por todos estos motivos me he entregado a Jesucristo como mi suficiente Salvador y al aceptarlo, he pasado de la muerte del pecado a la vida: “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo; por quien también tenemos entrada por la fe a esta gracia en la cual estamos firmes, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios” (Romanos 5:1-2).

Querido lector, si todavía no tiene la plena seguridad y el gozo de la salvación, si todavía pone su confianza en ritos y ceremonias y obras piadosas, venga al conocimiento de Jesucristo como Salvador. Ore para tener el supremo don de la fe en su corazón por medio de la cual podrá entregarse a El completamente y sin reservas, y él a su vez lo aceptará y lo guardará desde ahora para siempre: “Que si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres  en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, SERÁS SALVO” (Romanos 10:9).

Charles A. Bolton nació en Inglaterra. Estaba trabajando en San Louis, Misurí, cuando oyó de Alex Dunlop, un sacerdote convertido en Havertown, Pensilvania. Vino a Havertown y recibió el mensaje bíblico de la gracia. Allí escribió su testimonio. Por unos veinte años trabajó como un instructor del Christian Missionary Alliance College en Nyack, Nueva York. Hoy ya está con el Señor.

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