John Preston
“La verdad os hará libres” (Juan 8:32). La verdad del Evangelio de Jesús ha liberado a millones de personas de sus pecados, cargas y preocupaciones. Esta es una clara prueba de que la Palabra no adulterada de las Sagradas Escrituras sigue siendo “poder de Dios para salvación a todo aquel que cree” (Romanos 1:16). La historia de mi liberación de la oscuridad del romanismo a la “libertad gloriosa de los hijos de Dios” (Romanos 8:21) es solamente otra evidencia del mismo poder.
No hay nada impresionante en mi conversión, ningún cambio repentino o suceso milagroso que me empujara a abandonar la Iglesia Católica Romana y entregarme a Cristo. Fue sólo la silenciosa y continua obra de la gracia de Dios y el descubrimiento diario de las equivocaciones de un sistema que se llama erróneamente Católico y Cristiano.
No encuentro la seguridad del perdón
Nacido en el norte de Italia de padres católico romanos, fui bautizado y confirmado en la misma fe. A los doce años me sentí llamado por Dios para el sacerdocio y entré al seminario, donde pasé nueve años de intensa y severa preparación. Durante esos años una crisis profunda y larga me hizo ver claramente por primera vez la inutilidad de la confesión auricular. Mi alma estaba ensombrecida por el pecado y mi espíritu torturado por la duda. Buscaba desesperadamente luz y paz. Iba a confesarme casi todos los días, pensando hallarlas en el perdón y la felicidad, pero no importa lo mucho que intentaba o lo seguido que confesara mis pecados al padre confesor, nunca se me dio la seguridad del perdón, nunca me llegó al alma la fuerza para mantenerme puro de más y mayores pecados.
Qué gozoso contraste tengo ahora en mi vida actual. Ahora tengo toda mi confianza puesta en El; ahora sé en Quien he creído, y sé que El puede guardarme hasta “aquel día”; ahora confieso mi pecado directamente a Dios y El me limpia y me confiere un nuevo corazón, y me hace una nueva criatura, por medio del poder purificador de la sangre de Jesús.
Busqué la salvación en las obras
Fue para superar esa crisis interior que decidí dedicarme a una vida más sacrificada como misionero entre el pueblo africano. Así que ingresé a la Orden de los Misioneros, que en Italia exhibe el glorioso nombre de “Hijos del Sagrado Corazón de Jesús” y aquí en Inglaterra se conoce como los “Padres Verona”.
Aunque estoy profundamente agradecido a los Padres Verona por la ayuda que me dieron durante los últimos cinco años de mi preparación, no puedo pasar por alto la forma en que preparan a los candidatos para la profesión religiosa y para el sacerdocio. Toda la preparación está centrada en las obras, en hacer cosas. La salvación depende enteramente de lo que uno hace, no de lo que hizo Jesús. Nos merecemos la vida eterna o la condenación para siempre. Jesús no es más el “autor y consumador de nuestra fe”, “el alfa y la omega”, “el principio y el fin”. Nuestras acciones, nuestros méritos, nuestras oraciones, nuestras limosnas y nuestras penitencias nos llevan al cielo, no Jesús. Es por eso que durante mis dos años en el noviciado se me sugería que me azotara el cuerpo desnudo, besara el piso del comedor o los pies de alguno de los sacerdotes.
La luz del Evangelio
Al final del noviciado asistí a un curso de cuatro años de preparación teológica y fui ordenado en Milán en 1952. Después de un año de ministerio y de trabajo misionero en el norte y centro de Italia, me enviaron a Asmara, Eritrea, como misionero y maestro en un gran colegio católico romano. Allí tuve mi primer contacto personal con misioneros protestantes y me dieron algo de literatura. Allí también comprendí más que nunca lo tiránico que puede ser el sistema católico romano.
Al venir a Londres dos años después para perfeccionar mi inglés, continué estudiando la fe bíblica y orando a Dios para que me diera luz. Allí escuchaba de tanto en tanto a los predicadores bíblicos en la “Esquina de los oradores” en Hyde Park, y sus exposiciones audaces y valientes de las herejías romanas me ayudaron por fin a cortar con la Iglesia Católica Romana. El señor P. Pengilly, principal orador al aire libre de la Alianza Protestante, fue uno de los que influyeron en mí.
En conclusión, quiero asegurarles que al escribir este testimonio no tengo rencor contra nadie. Por el contrario, es “el anhelo de mi corazón” (Romanos 10:1) que muchos católicos romanos puedan ver la luz del Evangelio como la he visto yo y lleguen a regocijarse en el conocimiento de Jesús como su Salvador personal. Fue el gran gozo de este descubrimiento espiritual y el deseo de comunicarlo a otros lo que me impulsó a escribir estas líneas y confiar que toda la gloria sea para Dios. “Testificando a judíos y a gentiles acerca del arrepentimiento para con Dios, y de la fe en nuestro Señor Jesucristo” (Hechos 20:21).
John Preston
Actualmente está cerca de los setenta años. Ha sido muy activo en el evangelismo y en escribir libros.