José A.Fernández

Nací ciego, no física sino espiritualmente, en 1899 en una de las regiones más montañosas e inaccesibles de Asturias, bien llamada la “Suiza española”.

Mis padres eran católicos romanos devotos que tenían la fe del “carbonero” mencionada por Santa Teresa de Avila, es decir, creían implícitamente todo lo que enseñaba y creía la Iglesia Católica Romana. Verdaderamente tenían una fe ciega, que transmitieron a sus diecisiete hijos.

Nací en un hogar en donde el catolicismo romano teñía el corazón, la mente e incluso el cuerpo del individuo; donde el bebé se alimentaba junto con la leche materna, con el amor y la devoción por María y los santos, donde al niño luego se le imprimía la valoración de las medallas, los escapularios, las cuentas del rosario, la estampas, etc., donde la palabra del sacerdote era ley y tenía que ser obedecida.

Desde que tengo memoria, tenía inclinación por todo lo relacionado con la iglesia y con el sacerdote a quien se me había enseñado a considerar super humano y eximido de las necesidades y debilidades humanas comunes.

Mi mayor gusto era servir como monaguillo, considerando un gran privilegio y honor el levantarme temprano por la mañana y caminar dos millas en la nieve por terreno montañoso para ayudar al sacerdote en la misa. A los siete años ya podía recitar lo rezos de la misa en latín.

Fe ciega en la iglesia

Las devociones familiares, que consistían en la recitación del rosario y una larga letanía de rezos a todos los santos patronos, se llevaban a cabo todas las noches sin excepción. Toda la familia, incluyendo a los niños pequeños, se reunía en la cocina, que también servía de sala de estar. ¡Eramos toda una congregación! Cuando mi padre sacaba las cuentas del bolsillo, era la señal para que todos nos arrodilláramos sobre el piso de piedra, preparados para la prueba que duraba 40 minutos.

La recitación de las cuentas, que consistía en el “Credo de los apóstoles”, cincuenta y tres “Avemarías”, seis “Glorias”, cinco “Padrenuestros”, un “Ángelus” y la letanía de la Bendita Virgen, ya era bastante penoso. Mucho peor era lo que seguía, una serie interminable de oraciones a las distintas “vírgenes”, ángeles y santos designados para su especial invocación y protección en todas las circunstancias y vicisitudes de la vida.

La adoración de imágenes

Mi temprana vida religiosa se centraba en un acontecimiento principal en el año: el festival de la Virgen del Alba, en conmemoración del festival de la Asunción de María al cielo, el 15 de agosto.

La Virgen del Alba era la patrona de la región. Según una leyenda, la virgen se apareció a cierto pastor llamado “Alba”. Se construyó un santuario en el lugar para honrar la aparición. Todos los años se hace una procesión religiosa y el santuario es visitado por miles de peregrinos de lejos y de cerca. La estatua de la virgen, vestida con espléndidas galas, es transportada en procesión por la ladera de la montaña, en medio de la aclamación y veneración de los devotos que vienen a pedir un milagro, o a darle gracias por los milagros ya realizados. Cada región en España tiene por lo menos una virgen milagrosa como ésta. ¡La de Fátima tiene cientos de reproducciones!

Aunque la teología Católica Romana distingue entre la imagen y la persona que representa, en la práctica esa diferencia queda en los libros únicamente. A pesar de la enseñanza teórica del catecismo, no había ninguna duda en mi mente de que tanto yo como aquella gente sencilla de la montaña realmente adorábamos a la imagen. En nuestra creencia, el cuerpo físico de la imagen tenía ligado un poder sobrenatural, ya que no era ni siquiera una estatua en el sentido literal. Consistía en unas varas acomodadas de manera de proveer un esqueleto sobre el que se ubicaba un rostro. Luego se vestía la figura en plata y oro.

Me sentí impresionado más allá de toda expresión el día que vi a las mujeres del altar desvestir la estatua y observé que la virgen de mis sueños era sólo un maniquí. Ese cuadro quedó grabado en mi mente desde entonces.

Notando mis inclinaciones religiosas, el sacerdote de la parroquia me propuso la idea de estudiar para el sacerdocio. Guiado por la exaltada opinión que tenía por esa profesión, me incliné gustosamente ante su persuasión, para alegría y satisfacción de mi padre profundamente religioso y la consternación de mi igualmente religiosa madre, que se oponía a la idea en función de su instinto y su amor maternal.

Fraile y sacerdote

Dejé mi hogar a los doce años, para no volver a ver a mi padre, mi madre, mis hermanos y hermanas. La gloria de la vida sacerdotal, los encantos del monasterio, y la salvación de mi alma vislumbrados en el horizonte de mi mente, superaban la natural tristeza que me sobrevino al dejar mi familia y el lugar de mi infancia.

Me enviaron a un colegio ubicado en la provincia de Valladolid. El colegio de enseñanza media estaba dirigido por sacerdotes de la orden de los dominicos y tenía el propósito de formar a los muchachos que ya estaban separados por sus padres para ser sacerdotes.

Durante los cuatro años de mi estadía allí, no solamente estudié las asignaturas de la escuela media, sino que me volví experto en el largo catecismo católico romano. Fue allí que el romanismo atrapó mi cuerpo y mi alma; allí fue donde se sembró en mi alma la semilla de la intolerancia, ya que el catecismo insistía en que había una sola iglesia verdadera de Jesucristo, fuera de la cual no había salvación. Esa iglesia era la “Santa Iglesia Católica Apostólica Romana”. Allí fue donde Dios fue presentado en mi joven mente como un juez severo, listo para darnos nuestro merecido por nuestros pecados, un Dios airado que debía ser apaciguado mediante las buenas obras, las penitencias y las mortificaciones.

Uno puede figurarse muy bien la fuerza con que la Iglesia Católica Romana tiene aferrada a la gente de España, especialmente a los candidatos al sacerdocio, al ser criados desde la temprana niñez en esa atmósfera y bajo esas ideas. Eso puede explicar el motivo por el que en los siglos pasados los protestantes fueron quemados en la hoguera y en la actualidad son perseguidos en mi España nativa.

Durante los dos primeros años de mi preparación, mi vida fue ejemplar en cuanto a la observación de todas las reglas y en la dedicación al estudio. Me honraron en varias oportunidades con premios especiales.

De esa escuela “Apostólica” me enviaron a un noviciado dominico en Avila, y en el famoso monasterio de Santo Tomás me invistieron con el hábito negro y blanco de la orden de los dominicos a la edad de dieciséis años.

Un período de torturas

Dedicamos todo un año al estudio intensivo de la Regla y la Constitución de la orden, la rígida observancia de la misma, el canto del Oficio de la Virgen, bajo la constante vigilancia de parte del preceptor de los novicios.

Fue un año de sufrimientos y pruebas, que solamente los de carácter más fuerte podían soportar. Se prescribía el ayuno desde el 14 de septiembre hasta pascua. Las cartas que llegaban o salían eran cuidadosamente censuradas por el preceptor. Estaba prohibido todo contacto con el mundo externo. No podía haber conversaciones ni comunicación entre el sacerdote y los postulantes del monasterio. La confesión auricular era obligatoria todas las semanas, esto se hacía generalmente los sábados, y debía ser con el mismo sacerdote preceptor que era a la vez nuestro superior y constante supervisor.

No es difícil imaginar la ansiedad y la tortura mental que esas prácticas despiadadas, que desde entonces han sido cambiadas por la Ley Canónica de la iglesia, infligían en los jóvenes novicios que literalmente tenían terror de acercarse al santuario. Pero el sueño y la expectativa de llegar un día a ser un fraile hecho y derecho me proveyó el coraje necesario para aguantar y completar exitosamente ese año de pruebas y total renuncia a mí mismo.

El día de la liberación parcial fue el 8 de septiembre de 1917, la fiesta de la Natividad de la Virgen María, en que hice mi profesión de votos a la orden de los dominicos. Los cuatro años siguientes los pasé en el Colegio Santo Tomás, contiguo al noviciado.

Desde el momento en que dejé mi hogar a los doce años hasta que terminé mis estudios a los veintiuno, no había hablado con ninguna mujer. La femineidad se nos presentaba a nuestras jóvenes mentes como algo malo, y en muchas ocasiones los instructores religiosos nos relataban historias de santos que nunca habían mirado el rostro de sus propias madres, citando esto como ejemplo de una castidad que debíamos imitar.

Enviado a América

Después de los cuatro años del colegio mayor, diecisiete de nosotros, jóvenes seminaristas, fuimos enviados a los Estados Unidos a estudiar teología y aprender inglés.

Vestidos con la sotana clerical usada por los sacerdotes católico romanos norteamericanos, atravesamos las calles de Madrid, por primera vez en nueve años, contemplando las encantadoras señoritas españolas, y nuestros jóvenes rostros se enrojecían cada vez que nuestros ojos se encontraban con los de alguna joven.

Tenía veintiún años y nunca había conocido a alguien que no fuera católico romano, ya que todo el mundo en España en ese tiempo profesaba ser católico romano. Había leído y oído acerca de los protestantes, pero no podía creer que esa gente realmente existiera.

La primera vez que tuve oportunidad de conocer alguien que no fuera católico romano fue durante el viaje de España a Norteamérica. En el barco había un caballero norteamericano que había vivido algunos años en España y volvía a los Estados Unidos con su encantadora hija de diecisiete años, quien hablaba el español con soltura.

Siendo la naturaleza humana igual en todas partes, un día tres de nosotros iniciamos con ella una conversación para descubrir, con horror, que era protestante. Llevados por un celo ardiente pero imprudente, inmediatamente comenzamos a trabajar en ella, poniendo en práctica todo lo que habíamos aprendido acerca de cómo convertir los protestantes al catolicismo.

El primer tema que abordamos fue el de la Bendita Virgen María. Le preguntamos: “¿No crees en la Bendita Virgen María?” “Sí, pero no de la forma en que ustedes creen”, respondió. Esa sencilla respuesta nos horrorizó y agregamos: “¿No sabes que debemos orar a María para ser salvos?” “No, no lo sabía” fue su rápida y despreocupada respuesta. Finalmente, en desesperación le dijimos: “¿No sabes que las muchachas como tú deben orar a María para que proteja su virginidad?” Ella comenzó a llorar, corrió escaleras arriba y le contó a su padre, quien bajó dos minutos después portando un revólver y dispuesto a dispararnos. Y lo hubiera hecho, de no ser por la intervención del capitán del barco. Ese fue mi primer intento evangelizador. ¡Ahora les tenía miedo a los protestantes!

Fariseo de fariseos

Pasé tres años en el Seminario Teológico Dominico en Louisiana y algún tiempo en la Universidad de Notre Dame.

Poco después de mi ordenación como sacerdote en 1924, me enviaron como pastor asistente a una de las más grandes iglesias Católica Romanas de Nueva Orleans, Louisiana. Serví en ese cargo nueve años y en 1932 me designaron pastor de la misma iglesia, a la joven edad de treinta y dos años.

Durante seis años trabajé incansable y celosamente y –para hacer honor a la verdad—con gran éxito. La iglesia aumentó en número de miembros, asistencia a los servicios religiosos, recepción de sacramentos, y bienes materiales. Cuando asumí como pastor, la escuela parroquial tenía una inscripción de alrededor de 450 internos, dos años después la inscripción superó los mil internos. Posibilité a cientos de niños pobres recibir una educación religiosa gratuita.

La orden de los dominicos me había honrado con el oficio de Superior de la Casa de los dominicos, conectada con la iglesia. Mi comunidad estaba compuesta de cinco sacerdotes y dos hermanos laicos. También era el padre confesor de varios conventos de monjas, hechos que demuestran la alta estima en que me tenían el arzobispo, la congregación y mis superiores religiosos. ¡En verdad era un “fariseo de fariseos”, que necesitaba un encuentro personal con el Cristo viviente en mi camino espiritual a Damasco!

Alma penitente

Durante los últimos años de mi pastorado, comencé a dudar de la validez de algunas de las doctrinas de la Iglesia Católica Romana. Lo primero que dudé y rechacé fue el poder del sacerdote para perdonar pecados en la confesión. No lograba creer en la doctrina de la transusbtanciación, la presencia corporal física real de Cristo en la hostia y en el cáliz .

Mi fe en la Iglesia Católica Romana comenzó a debilitarse. Sentí que no podía seguir siendo hipócrita. Abrigaba la idea de dejar el sacerdocio. Dios intervino y proveyó la oportunidad por medio de agentes humanos. Esta vez fue el Maestro General de la orden de los dominios que impartió órdenes desde Roma para que los sacerdotes dominicos españoles de Louisiana dejaran sus iglesias en manos de los sacerdotes dominicos norteamericanos. Algunos fueron regresados a España, otros enviados a las Filipinas.

Yo me resigné a abandonar la parroquia sin protestar, sintiendo que la mano de Dios estaba presente en este nuevo giro de los hechos. Pero me negué a dejar el país de mi adopción, que había aprendido a amar. Dejé el sacerdocio y tomé el camino que lleva a la cuneta del pecado, pero en algún lugar del mismo Dios tuvo misericordia de mí y me salvó del final desastroso. Durante un año y medio sufrí una terrible lucha interior. Me sentía tentado a dar la espalda a Dios y a todo lo sagrado. Pero luego recordaba las palabras que habían surgido del fondo del corazón de Pedro: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna”.

El mundo con todos sus placeres y atractivos no podía llenar el vacío de mi alma. Después de tratar de hallar la felicidad en vano en las cosas del mundo, y deseando salvar mi alma, me dirigí a un monasterio en Florida. Tenía el propósito de consagrar mi vida a Dios en la soledad de la vida monástica, enterrarme entre las cuatro paredes del precinto, para trabajar y ganarme la salvación. Pensaba que en la reclusión de un monasterio Dios me daría la seguridad de la salvación y la felicidad del alma que tanto ansiaba.

Ese era mi propósito, pero Dios tenía otros planes para mí. Desde aquí en adelante es evidente que me guiaba la mano de Dios. Fue durante mi estadía en el monasterio que llegué a conocer el cristianismo evangélico.

La Palabra inspirada de Dios

Por un tiempo trabajé en la biblioteca del monasterio. En esa biblioteca había un armario con la inscripción “Libros prohibidos”. Me ganó la curiosidad. Un día tomé la llave, abrí el armario y vi seis o siete libros. Los leí a todos, uno por uno. Eran libros religiosos que trataban sobre las evidencias contra el catolicismo romano como verdadera iglesia de Cristo.

Por otra parte, me dediqué a leer la Biblia. Hasta ese momento, la Biblia no significaba mucho para mí personalmente. Efectivamente era la Palabra inspirada por Dios, pero se me había dicho que la mente humana común no puede entender su verdadero significado. Hacía falta una mente superior, una autoridad infalible, pensaba, para captar el significado de lo que estaba en mente cuando el Espíritu Santo inspiró a los escritores sagrados. Prefería leer la Palabra de Dios como la entendía la autoridad infalible y como se encontraba en los misales y libros de oración católico romanos.

Pero gradualmente la lectura de la Biblia se convirtió en una fuente de consuelo e inspiración en la soledad del monasterio, y comencé a entender el verdadero sentido de ciertos pasajes de la Biblia a los que no había prestado ninguna atención particular en el pasado.

Estaba especialmente impresionado por los siguientes versículos que había leído en la Biblia: “Porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre, el cual se dio a sí mismo en rescate por todos, de lo cual se dio testimonio a su debido tiempo” (1 Timoteo 2:5-6). “La gracia sea con todos los que aman a nuestro Señor Jesucristo con amor inalterable. Amén” (Efesios 6:24). “Ellos dijeron: Cree en el Señor

Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa” (Hechos 16:31). “Pero el Espíritu dice claramente que en los postreros tiempos algunos apostatarán de la fe escuchando a espíritus engañadores y a doctrinas de demonios; por la hipocresía de mentirosos que, teniendo cauterizada la conciencia, prohibirán casarse, y mandarán abstenerse de alimentos que Dios creó para que con acción de gracias participen de ellos los creyentes y los que han conocido la verdad. Porque todo lo que Dios creó es bueno, y nada es de desecharse, si se toma con acción de gracias” (1 Timoteo 4:1-4).

La semilla de la Palabra de Dios fue plantada entonces en el jardín de mi alma. Es cierto que traté de ahogarla, pero esa pequeña semilla crecería y daría fruto a su tiempo.

Mientras enseñaba Historia de la Iglesia a los jóvenes monjes, me familiaricé con la corrupción de la Iglesia Católica Romana, tanto en lo doctrinal como en la práctica; y en mi corazón sentí una profunda admiración por los valientes líderes de la Reforma.

Después de dos años en el monasterio, no había hallado la paz mental ni la felicidad de alma que estaba buscando. ¿Qué hacer?

Soldado norteamericano

Como no quería seguir viviendo en ese ambiente, y ansiaba ser de utilidad a la humanidad de alguna manera, sabiendo que mi patria adoptiva estaba en guerra, hice lo más honorable que podía: me enrolé en el ejército de los Estados Unidos como civil.

En esta decisión, nuevamente me estaba guiando la Divina Providencia. Podría escribir libros enteros sobre la experiencia de mi vida en el ejército, como civil en tiempo de guerra. El ejército es una institución maravillosa, y estoy contento con la rica experiencia de mis tres años allí. Lo peor que encontré en el ejército eran los “dos por cuatro”* cabos y sargentos, que generalmente se encontraban en la oficina. Cabos y Sargentos que asumían tanta autoridad que llegaban a considerarse reproducciones de Hitler, Mussolini e incluso Tojo, que hacían miserable la vida de un civil afectado al ejército.

Después de mi entrenamiento básico, me enviaron al Centro de Entrenamiento de la Inteligencia Militar en Camp Ritchie, Maryland. Los hombres elegidos para asistir a esta Escuela de Inteligencia tenían mucha formación. Teníamos que obedecer a esos cabos y sargentos, que en la mayor parte de su vida civil no hacían otra cosa tal vez que barrer las calles o lavar platos, pero podían usar un lenguaje duro, y cuanto más duro el lenguaje más eran los galones. Pero agradezco a Dios por esos hombres, porque me prepararon para mi futuro ministerio cristiano al enseñarme humildad, obediencia, disciplina y democracia espiritual.

Además, me asignaron por un tiempo a la oficina del capellán. El capellán resultó ser un ministro de la iglesia reformada holandesa, tenía una mente genial y un corazón de oro. Se llamaba Capellán (Mayor) Herman J. Kregel. Este hombre, después de servir durante tres años como capellán de División con las fuerzas de ocupación en Japón, había sido designado Capellán de planta en la Academia Militar de West Point.

Yo disfrutaba escuchando sus sermones el domingo por la mañana, porque era un orador fluido e interesante. Bajo su guía, mientras mi mente iba reaccionado favorablemente a sus explicaciones completas y lúcidas en cuestiones doctrinales, mi corazón quedó cautivado por

el ejemplo de su conducta, su caridad, su generosidad, su amplitud mental y su naturalidad. Por primera vez comprendí que un ministro protestante podía ser feliz y sincero en su fe y su labor.

En el ejército norteamericano, a diferencia de otros lugares, el capellán no proselitiza a los miembros de otra fe. De modo que las relaciones entre el capellán protestante y yo eran cordiales dentro de la relación normal capellán-soldado, pero no pasaban de allí. El no ponía objeciones a que yo asistiera a los servicios protestantes. Después de todo, el derecho a adorar cuando y donde uno quisiera era una de las cosas por las que luchábamos.

* „Dos por cuatro” insignificantes, objetos de dos por cuatro pulgadas (N. del T.)

Salvación por la fe sola

Un domingo predicó sobre la salvación por la fe sola, basando sus argumentos principalmente en las enseñanzas de San Pablo. Para ese entonces yo había descartado prácticamente todas las doctrinas y las prácticas características de la Iglesia Católica Romana, pero me había aferrado tenazmente a la creencia en la salvación por obras.

Después del servicio fui a su oficina para hacerle saber lo que pensaba de sus afirmaciones “herejes”. Armado con el versículo de Santiago 2:24: “Vosotros veis, pues, que el hombre es justificado por las obras, y no solamente por la fe”. En forma arrogante pero ignorante le dije: “Si lo que usted ha dicho es correcto, entonces Santiago está equivocado. De lo contrario debe admitir que hay una contradicción en la Biblia misma”.

Con una sonrisa compasiva el capellán me invitó a sentarme y a “tranquilizarme”. De una manera calma, humilde, dignificada, con una voz que sonaba llena de afecto por el bienestar espiritual de este soldado que cuestionaba su teología, me explicó: “José, no puede haber contradicciones en la Biblia, porque el Espíritu Santo es su único autor, y el Espíritu no puede contradecirse a sí mismo”. Con eso, por supuesto, estuve totalmente de acuerdo.

“Ahora”, continuó, “cuando Pablo dice que la salvación es por la fe sola, habla desde el punto de vista de Dios, que lee nuestra mente y ve nuestro corazón. En lo que respecta a Dios, somos salvos desde el momento en que creemos. Pero esta fe, por favor fíjate, es una fe de confianza y no solamente una adhesión mental a ciertas afirmaciones doctrinales”. Nunca antes había oído una definición así de la fe.

“Por otra parte”, continuó el capellán, “cuando Santiago afirma que la salvación es también por obras, habla desde el punto de vista del hombre quien, siendo incapaz de leer nuestra mente o ver nuestro corazón, necesita de algo visible y tangible por medio de lo cual juzgar si somos o no salvos. En lo que respecta al hombre, somos salvos cuando producimos buenas obras, porque ‘Por sus frutos los conoceréis’ (Mateo 7:16). Pero las buenas obras no son la raíz, sino el resultado de la salvación.

La explicación era única; nunca antes la había escuchado. Estuve totalmente de acuerdo con ella. La última barrera mental había sido volteada. Me convertí en un creyente intelectual y prometí al Señor dedicar mi vida, al salir del ejército, al ministerio protestante. Pero no estaba preparado todavía para ese ministerio. Mi mente había sido convertida, pero mi corazón seguía intacto. Una verdadera conversión debía efectuar un cambio no solamente en la mente, sino sobre todo, en el corazón. Yo creía en todas las verdades fundamentales de la Biblia, pero no había rendido mi corazón a Cristo.

Durante una de mis ausencias por tareas temporarias fuera de la base, me visitó un representante del delegado apostólico (el sistema del Vaticano de controlar a sus hombres), por intermedio de quien se me dijo que si estaba dispuesto a volver al monasterio por un período de tiempo para hacer penitencia, me volverían a otorgar una parroquia. Pero las ruedas de Roma se habían estado moviendo demasiado lentamente. Demasiadas dudas y preguntas sin respuesta de Roma se habían ido fermentando desde el tiempo en que me asignaron a la oficina del capellán.

Pecador salvado por gracia

Oré pidiendo luz, estudié buscando información, y en mis días libres visitaba las diferentes iglesias en Maryland y Pensilvania para encontrar alguna que me pareciera la más basada en la Biblia.

Durante una de mis peregrinaciones por las iglesias de Baltimore, conocí a quien sería la compañera de mi vida, una mujer profundamente religiosa de la comunión bautista. Tenía una personalidad positiva, un agradable sentido del humor, y un maravilloso corazón cristiano.

Nuestro corto noviazgo terminó en una muy feliz unión realizada por un ministro bautista en la iglesia bautista. Desde entonces amo a los bautistas. Mi buena mujer no podía darme la salvación, pero el misericordioso Señor me la daría seis meses después de nuestro casamiento.

En el otoño de 1944 fui asignado intérprete para los oficiales sudamericanos que estaban estudiando la ciencia militar de la caballería mecanizada en Fort Riley, Kansas. Mientras hacía reconocimiento militar, también entré en una exploración espiritual. Fue el período en que estaba buscando la verdad.

Un sábado por la noche asistí a un servicio al aire libre del Ejército de Salvación, en una esquina en Junction City, Kansas. Al principio mi actitud hacia la reunión era de indiferencia y hasta desprecio. Pero a medida que la reunión seguía, me sentí llevado por una fuerza sobrenatural a prestar una ferviente atención. Mi esfuerzo fue recompensado.

Una joven mujer con el uniforme del Ejército de Salvación estaba dando el mensaje, un hermoso y conmovedor mensaje que terminó apelando a los oyentes a creer en el completo y suficiente sacrificio de Cristo, a responder a su gracia. Luego citó las palabras de Jesús relatadas en Juan 5:24: “De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, más ha pasado de muerte a vida”.

En ese momento me sentí pasando de la muerte a la vida bajo la influencia de una fuerza sobrenatural. Caí de rodillas, confesé a Cristo como Señor de mi vida, y lo acepté como mi Salvador personal.

Qué sucedió, cómo sucedió, no lo sé; todo lo que puedo hacer es repetir con el ciego del Evangelio: “. . . habiendo yo sido ciego, ahora veo” (Juan 9:25).

Frente a la vida transformada, no se puede negar el poder del Espíritu Santo. Algo ocurrió en mi vida; no soy el mismo hombre. Amo las cosas que solía detestar y detesto las cosas que solía amar. Para el hombre y la mujer no regenerados, esto puede parecer pura tontería porque “. . . el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente” (1 Corintios 2:24).

Desde entonces mi vida ha sido un testimonio público del poder transformador del Espíritu Santo. Soy un pecador salvado por la gracia.

De nuevo, para mayor seguridad

Desde el momento en que me había convertido en un creyente intelectual, seis meses antes de esta gloriosa experiencia del nuevo nacimiento, frecuentemente me solían asaltar dudas y temores, y sueños nocturnos que se convertían en pesadillas. Pero desde que me convertí en un creyente de corazón y me rendí completamente a los brazos extendidos del Salvador crucificado, no experimenté otra cosa que paz, tranquilidad y la perfecta seguridad de los que confían en Jesús. ¡La vida para mí comenzó a los cuarenta y cuatro!

Ministro del Evangelio

Blue Ridge Summit es un lugar de veraneo ubicado en la cadena montañosa que divide Maryland de Pensilvania, a quince kilómetros al oeste de Gettysburg y sólo a un kilómetro de Camp Ritchie, mi base militar permanente.

Poco después de nuestro casamiento, la señora Fernández y yo nos instalamos en esa comunidad, donde la iglesia presbiteriana era la iglesia principal. Su pastor era el Reverendo

  1. Muyskens, un compañero de estudios del capellán Kregel y, como él, antiguo ministro de la denominación reformada holandesa. Al asistir regularmente a su iglesia, nos familiarizamos con sus excelentes cualidades como pastor y predicador. Al visitarlo en su hogar, nos impresionó su vida familiar cristiana. No dejaba su religión allá en el púlpito sino que la llevaba consigo a su hogar. En él encontré la inspiración, la guía y el estímulo que necesitaba durante el período de transición de soldado a ministro del evangelio.

Acababa de iniciar mi preparación bajo su supervisión cuando me enviaron en servicio de destacamento a Fort Riley. A mi regreso cuatro meses más tarde, era el hombre más feliz del mundo. Tenía conmigo dos grandes posesiones: a Cristo en mi corazón y una citación del Comandante de la Escuela de Caballería en el bolsillo.

El 24 de abril de 1945, mientras todavía estaba en el ejército, fui ordenado ministro presbiteriano en la iglesia presbiteriana de Hawley Memorial en Blue Ridge Summit.

Dos meses más tarde se me entregó ese papel que estaba ansiosamente esperando: ¡una licencia honorífica del ejército de los Estados Unidos!

Ese otoño entré al Seminario Teológico de Princeton, donde obtuve un profesorado en Teología.

El año que pasé allí fue sin duda el más feliz de mi vida. Allí encontré inspiración espiritual, comunión cristiana, crecimiento intelectual y una profunda experiencia religiosa. Verdaderamente fue, como en el caso del apóstol Pablo, un “Arabia” para mí.

Aparte de la belleza del paisaje que circundaba la escuela, me sentí particularmente impresionado por la solidez de la doctrina de mis profesores y la vida radiante y la libertad de espíritu de los jóvenes y las muchachas cuyas vidas habían sido dedicadas al servicio cristiano de tiempo completo. Cuando yo comparaba las condiciones de allí con las de mis primeros días en el seminario católico, la diferencia era impresionante. El temor, la reglamentación y la constante supervisión habían borrado el amor, la alegría y la libertad de los hijos de Dios.

Su testigo

Habiendo sido testigo del poder salvador de Jesucristo, corresponde que los últimos párrafos se dediquen al tema de “Lo que el Evangelio significa para mí”, mi manera de dar testimonio de la dinámica vitalidad de la gracia de Dios. El cristianismo para mí equivale a una vida vivida en Cristo por medio de la fe en El, el único que puede salvar.

Dios nos ha dado su verdad en la Biblia, y por medio de la Biblia me familiaricé con el Cristo real y vivo, a quien he aceptado como mi Salvador personal y el único “mediador  entre Dios y los hombres”. Como católico romano español, conocía a Jesús solamente como un bebé en los brazos de su Madre y como un cuerpo que yacía sobre las rodillas de María. El Cristo vivo, resucitado, nunca existió en realidad para mí hasta que la Biblia me trajo al Calvario, a la tumba vacía y al Señor resucitado.

Durante cuarenta y cuatro años fui llevado al Sinaí, donde oí los truenos de la ley en los ritos de una iglesia; pero todos los truenos no me pudieron convencer de mis pecados hasta el día en el que fui al Calvario y vi a mi Salvador colgado allí en mi lugar. En presencia de la cruz, por primera vez en mi vida comprendí el pleno significado de la expiación. Creí no solamente con la mente, sino también con el corazón, y me rendí a los brazos extendidos del Salvador crucificado. En ese momento sentí que se me había quitado la carga. Había nacido de nuevo; mi alma ahora poseía la vida eterna.

Como resultado, se me dio a probar la gloria de la resurrección. Fui justificado a los ojos de Dios, y todos mis pecados fueron arrojados a espaldas de Dios. Cristo se convirtió para mí en una realidad viva. El Espíritu mismo dio testimonio a mi espíritu de que era un hijo de Dios, “participantes de la naturaleza divina”. El temor a la muerte, tan enraizado entre los católicos romanos, desapareció completamente de mi corazón, ahora puedo decir con Pablo: “Porque para mí el vivir es Cristo, y el morir es ganancia”; y con Job puedo exclamar con alegría y exaltación “Yo sé que mi Redentor vive”; y con el cancionista puedo cantar gozosa y triunfalmente “¡El vive! Habla conmigo y camina conmigo y me dice que le pertenezco.

¿Quieres saber cómo sé que vive? Porque vive en mi corazón”. Estoy plenamente convencido que el evangelio es dinámico en esencia, porque posee el poder dinámico de Dios. Me hago eco de las palabras del mismo Pablo: “Porque no me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree; al judío primeramente, y también al griego” (Romanos 1:16). Este poder dinámico parece proyectarse desde el reino de lo espiritual a las esferas económicas y materiales, de acuerdo a la promesa directa de Dios a Josué: “Nunca se apartará de tu boca este libro de la ley, sino que de día y de noche meditarás en él, para que guardes y hagas conforme a todo lo que en él está escrito; porque entonces harás prosperar tu camino, y todo te saldrá bien” (Josué 1:8).

Necesitamos hacer contacto con el “poder de Dios para salvación”. Ese poder es la Biblia. Es la fuente de nuestra fuerza y el fundamento sobre el que está edificada la iglesia. Porque leemos “edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo” (Efesios 2:20).

Dénme el sencillo mensaje del Evangelio, ese mensaje que parece locura a los sabios del mundo, es suficiente para mí, porque es el poder de Dios para salvación. Con ese sencillo mensaje los primeros cristianos pudieron conquistar el mundo pagano para Cristo, y por él los reformadores pudieron oponerse a todo el poder del poderoso Goliat de la iglesia romana.

Ningún verdadero cristiano bíblico ha cambiado jamás las enseñanzas de la Biblia y del Evangelio por el catecismo y los mandamientos de hombre. Son aquellos cristianos nominales que carecen del “poder de Dios para salvación” quienes son presa de los atractivos ofrecidos por una religión materialista, ritualista, formalista y pomposa. El principal motivo que impulsó a los reformadores a entrar en el movimiento de Reforma era un amor por la verdad redescubierta por ellos en el Evangelio. Como resultado, levantaron sus voces en protesta contra la iglesia que había oscurecido o eclipsado totalmente la luz del Evangelio. Fue su firme defensa de la Palabra no adulterada de Dios contra las autoridades eclesiásticas y civiles de ese tiempo lo que precipitó el desarrollo de una verdadera fe cristiana, construida sobre la Roca que es Cristo y sobre los pilares de su Palabra.

El desafío de nuestra época

¿Qué debemos hacer para demostrar nuestra vitalidad?

  1. ¡Debemos arrepentirnos! Necesitamos caer de rodillas y confesar con corazón contrito que nos hemos desviado del camino de nuestros antepasados que lucharon heroicamente “por la fe que ha sido una vez dada a los santos”; que nos hemos alejado de la Palabra de Dios para obedecer los mandatos de hombres; que hemos vuelto al viejo sistema de formalismo y legalismo contra el que los reformadores se rebelaron; que hemos perdido el “primer amor”; que hemos empañado la visión de nuestra valiosa

En el libro del Apocalipsis encontramos al ángel del Señor dirigiéndose a la iglesia de Sardis, que representa la iglesia de la Reforma, en estas palabras precisas: “Escribe al ángel de la iglesia en Sardis: El que tiene los siete espíritus de Dios, y las siete estrellas, dice esto: Yo conozco tus obras, que tienes nombre de que vives, y estás muerto. Sé vigilante, y afirma las otras cosas que están para morir; porque no he hallado tus obras perfectas delante de Dios. Acuérdate, pues, de lo que has recibido y oído; y guárdalo, y arrepiéntete. Pues si no velas, vendré sobre ti como ladrón, y no sabrás a qué hora vendré sobre ti” (Apocalipsis 3:1- 3).

  1. ¡Debemos volver a la Biblia! Cristo mismo es la Palabra. “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad” (Juan 1:1,14).

Cuando leemos la Palabra, Cristo está con nosotros. Cuando predicamos la Palabra, impartimos a Cristo a la gente, el mismo Cristo que anduvo por la tierra, murió en el Calvario y resucitó de entre los muertos. Es sólo por medio del poder de la Palabra que podemos esperar revitalizar nuestro cristianismo, hacer que nuestra fe sea dinámica, y tratar de salvar al mundo del caos y la ruina.

  1. ¡Debemos dar testimonio de Cristo! Si la Palabra se hizo carne, entonces toda carne debe convertirse en palabra, proclamando las “inescrutables riquezas de Cristo”. Si Cristo significa algo para nosotros, debemos proclamar su Palabra, debemos dedicar nuestra vida a su servicio. Como dice el salmista: “Díganlo los redimidos de Jehová, los que ha redimido del poder del enemigo” (Salmos 107:2).

José A. Fernández

Después de su conversión era muy activo en el ministerio, especialmente en la costa oriental de los Estados Unidos y con su gente de habla hispana. Hoy ya está con el Señor.

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