José Manuel de León

Nací en Vizcaya, España, el 9 de abril de 1925. A los once años perdí a mi padre, víctima de la guerra civil. Unos tíos, sinceros pero engañados, me encaminaron a estudiar para el sacerdocio. Fui ordenado sacerdote el 24 de septiembre de 1949. Aunque había trabajado durante ocho años en España enseñando a los jóvenes, yo mismo necesitaba paz. A pesar de todos los votos de pobreza, castidad y obediencia, y de las interminables oraciones y confesiones, no lograba resolver la angustia de mi alma.

Observaba con conciencia escrupulosa incontables reglas y prescripciones, recibía los sacramentos y practicaba las ceremonias, todo sin conocer a Cristo como Salvador y sin siquiera desear leer la Palabra de Dios. Por otra parte, no podía enseñar lo que ignoraba. Por supuesto, nunca se me ocurrió pensar que estaba practicando un ministerio contrario a las Santas Escrituras.

Dios en su misericordia me guía

Mientras, fui asignado a la parroquia “Nuestra Señora de los Remedios” en Rocha, Uruguay, en la condición de Párroco Coadjutor. Cumplí mi misión fielmente, pero sin encontrar el remedio para mis problemas.

Jamás había hablado con cristianos evangélicos (o protestantes como se los llamaba generalmente) ni deseado convertirme en uno de ellos. Sin embargo, Dios me estaba guiando en su misericordia. En septiembre de 1958, conocí a dos mujeres evangélicas que venían de Buenos Aires cuya conversación dejó en mi alma una agradable impresión. Oraban a Dios con confianza y tenían un conocimiento cabal de su Palabra. Me preguntaron si era salvo. Les dije que esperaba salvarme por los méritos de Jesús y mis propias buenas obras. Me respondieron que “justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios” y que “la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7).

Todo lo que ellas dijeron estaba citado en las Escrituras (Efesios 2:8, Romanos 5:1, 1 Juan 1:7). Yo les contesté que “esto lo entiende la iglesia en el sacrificio diario que ofrece la misa por nuestros pecados y por los muertos”. Las mujeres respondieron que “La iglesia romana y sus sacerdotes pueden decir muchas cosas, sin embargo la Biblia afirma que: ‘Pues donde hay remisión de éstos, no hay más ofrenda por el pecado’” (Hebreos 10:18).

Leyendo y predicando la Palabra de Dios

Inmediatamente escribí a amigos en España y les pedí que me enviaran dos traducciones de la Biblia, la católica de Nacar‐Colunga y la evangélica de Reina‐ Valera. No bien llegaron comencé a leerlas con avidez al ritmo de siete u ocho horas por día. Me aseguré de que los libros eran los mismos, pero diferían apenas en algunas palabras usadas por los traductores. La Palabra de Dios estaba revo‐

lucionando mi espíritu. Después de tres meses en esta verdadera „escuela de Dios”, viajé a Buenos Aires con el deseo de conocer personalmente a los evangélicos. Tres días, en los que asistí a los servicios y conversé con ellos, fueron suficientes para convencerme que las personas que disfrutaban de tanto gozo y paz, que oraban a Dios pidiendo siempre en nombre de Jesús, no podían estar erradas. Era imposible.

Al volver a Rocha no podía dejar de predicar la Biblia a los fieles de mi parroquia. Incluí en la misa de esos días la parábola del sembrador, la sanidad del ciego de Jericó, la tentación de Jesús en el desierto, etc. La oportunidad era buena para exhortar a la parroquia a leer las Escrituras. No ataqué ningún dogma católico romano y en mi espíritu mantenía firme la determinación de no atacar la Iglesia Católica Romana. Por entonces comprendía que estaba lejos de ser salvo. Además, me movían intereses personales.

Sin embargo, tuve una gran sorpresa cuando en el aniversario de mi llegada a Rocha (21 de febrero de 1959), el obispo me dijo que en vista de las acusaciones de que estaba predicando „como un protestante”, quedaba expulsado de la diócesis y debía volver a España.

Si hubiera predicado en contra de la doctrina cristiana, hubiera estado dispuesto a retractarme públicamente. Pero de acuerdo a la propia legislación de la iglesia, debía llegar una notificación a la parte acusadora antes de que pudieran imponerme una censura eclesiástica. Me restringieron en mis obligaciones. Aunque mi conciencia no me acusaba delante de Dios, me dirigí a la Nunciatura, pidiendo una nueva entrevista con el Obispo. Se mostró un poco más amable, pero yo mismo decidí dejar Rocha y después de nueve días de retiro espiritual tomé el oficio de sacerdote en Río de Janeiro.

Ningún otro fundamento que Cristo

Aquellos días de retiro sirvieron para ayudarme a conocer mejor la Biblia. Cuanto más leía, más me convencía que la iglesia romana estaba completamente alejada del espíritu del Evangelio. En el libro Why I Embraced The Priesthood And Why I Left It (Por qué abracé el sacerdocio y por qué lo dejé) explico ampliamente los motivos por los que dejé la iglesia romana. Allí cada cosa está puesta en su lugar: Cristo, la Roca fundamental de la iglesia, no Pedro; las Escrituras, no las tradiciones; la virgen María como madre del Salvador, no como madre de Dios; los santos hombres de Dios, privilegiados, pero no intercesores, etc. Observé que en la misma Biblia católica ya mencionada, en el segundo mandamiento que Roma quitó del catecismo, Dios prohibió no solamente adorar imágenes sino también fabricarlas. „No te harás imagen, ni ninguna semejanza. No te inclinarás a ellas, ni las honrarás” (Éxodo 20:4‐5).

La iglesia católica enseña que (1) el sacerdote, llamado Padre está puesto por Dios para instruir, (2) que uno debe confesar los pecados al mismo para ser absuelto;

(3) que solamente por medio de él y de la iglesia puede uno adquirir la salvación.

Dios enseña en su Palabra que: (1) no debemos llamar Padre a nadie en la tierra, porque él, Dios, es nuestro Padre, y es el Señor, Cristo, y que el Espíritu Santo nos enseña y nos guía a toda verdad (Mateo 28:9‐10; Juan 14:26; y 16:13; (2) que debemos confesar nuestros pecados al Señor, y que eso es lo que limpia de toda maldad (1 Juan 1:8‐10; Isaías 43:26); (3) que fuera de Cristo que murió en la cruz por los pecadores, no hay otro nombre dado por Dios a los hombres con que podamos ser salvos (Hechos 4:12 y 5:31, Hebreos 7:25).

En consecuencia, como no podía seguir luchando contra Dios, contra su Palabra y contra mi conciencia, decidí ponerme en Sus manos y librarme de la iglesia de Roma. La Palabra de Cristo se cumplió más de una vez: „Y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Juan 8:32). No hice otra cosa que cumplir una de las advertencias más solemnes con que termina la Biblia: „Salid de ella, pueblo mío, para que no seáis partícipes de sus pecados” (Apocalipsis 18:4).

Ahora, como el apóstol Pablo, predico el Evangelio: „Pero habiendo obtenido auxilio de Dios, persevero hasta el día de hoy, dando testimonio a pequeños y a grandes, . . . para anunciar la luz al pueblo y a los gentiles” (Hechos 26:22‐23).

José Manuel de León fue compañero de José Borrás cuando ambos estaban estudiando para el sacerdocio. Después que los dos se convirtieron a la fe bíblica, se reunieron en Madrid para comparar experiencias.

Traducido por Dante Rosso

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