J. M. A. Hendriksen
Cuando en los viejos tiempos de monasterio venían a despertarnos, golpeaban a la puerta mientras decían “Bendito sea el nombre de Jesucristo”, y la respuesta debía ser “Por siempre jamás, amén”, sólo entonces quien llamaba daba por supuesto que habíamos oído el golpe y estábamos despiertos.
Esta frase mutua se llama en el mundo católico romano “Saludo cristiano”. De la misma manera, si uno toca el timbre en un convento, la hermana portera hará una amistosa y modesta inclinación al abrir la puerta y al mismo tiempo lo saludará con las palabras “Bendito sea el nombre de Jesucristo”, esperando escuchar la respuesta “Por siempre jamás, amén”.
También se espera que el presidente de una asociación católica romana inicie la reunión con el “saludo cristiano”. Esta buena gente, exteriormente torpe y a veces tosca, no siempre sabía las frases adecuadas, pero tenían corazones de oro leales y yo disfrutaba de su compañía. Así era un marinero que conocí.
Si los apóstoles hubieran sido carniceros
El primer encuentro no pareció muy alentador. Llegué en el momento en que él, su esposa y algunos amigos estaban comiendo carne asada y tomando bebidas alcohólicas. Como era viernes, le pregunté si era católico romano. “Claro que sí, reverendo” respondió con entusiasmo. “Y le diré que he tenido que ayudar por lo menos a cien misioneros a cruzar al campo de la misión”. Debí tomar eso como prueba de que era católico romano. De todas maneras le pregunté: “¿Pero puedes comer carne el viernes?” El marinero sacó inmediatamente una respuesta preparada: “No sea infantil, reverendo. ¿Qué importa una sola vez? No estoy en casa todos los días. Y además esa obligación de comer pescado una vez por semana es un asunto de la iglesia. Es sólo porque los apóstoles eran casualmente pescadores. Si hubieran sido carniceros, estoy seguro que nos hubieran ordenado que comiéramos carne una vez por semana. Pero como son las cosas, eran pescadores. ¡Tonterías, reverendo!” Estrictamente, como “Reverendo Padre” no debiera haberme reído pero eso fue lo que hice.
El evangelio de un marinero
Alrededor de un año después me llamaron a visitar al mismo marinero. Estaba muy enfermo; el médico decía que tenía un cáncer incurable. Cuando lo vi me preguntó, para mi sorpresa, si tenía permiso para confesarse. Obviamente le permití. Incluso me agradó que me lo hubiera preguntado.
Luego siguió una espantosa historia de vida, una de las peores que había escuchado. Este hombre había malgastado su vida. Pero el medio en el que había tenido que vivir durante su juventud y también en los últimos años había sido particularmente malo y corrupto. Cuando a la mitad de su historia me preguntó si no me parecía que era un hombre terriblemente malo, sólo pude contestar: “No, porque si yo hubiera vivido en tus circunstancias hubiera sido mucho peor”.
Mientras tanto, descubrí con sorpresa, así como con emoción, que no quedaba mucho del despreocupado marinero del año anterior. Ver su tristeza y arrepentimiento era conmovedor. Aparentemente, Jesús había tomado a esta persona ruda al final de su vida tal como lo había hecho con el malhechor en la cruz.
Como el médico me había dicho que el marinero enfermo tenía los días contados, fui a visitarlo de nuevo unos días después. Estaba muriendo. Durante la conversación le pregunté si quería que pidiéramos perdón juntos por todas las cosas malas que había cometido durante su vida. “Ya lo hice” fue la respuesta. Y cuando me senté mirándolo en silencio dijo: “Por favor, reverendo, escuche. Si un hijo que me ha insultado me pide perdón y yo le digo que todo está bien, no necesita pedir perdón otra vez después de unos días. Hasta yo mismo actuaría así como padre. Y el querido Padre celestial es mejor Padre que yo”. “En gran manera me gozaré en Jehová, mi alma se alegrará en mi Dios; porque me vistió con vestiduras de salvación, me rodeó de manto de justicia…” (Isaías 61:10).
¡Qué fe! ¡Qué asombrosa y gran fe! ¿Cómo es que ese rudo sujeto al final de su vida era un verdadero creyente con la seguridad de su salvación? Al día siguiente murió en paz. No recibió un funeral religioso; su familia no lo quiso. Pero tengo la seguridad de que al final de mi vida preferiría mil veces estar en los zapatos de ese marinero que en los de muchas otras personas por quienes yo había celebrado un solemne funeral en la iglesia. Y todavía pienso así.
Dejé la Iglesia Católica Romana
Poco después muchos grandes cambios ocurrieron en mi vida. Fui transferido de Rotterdam a Amsterdam. Esto en sí mismo era un ascenso, pero mientras tanto mi conflicto interior con la doctrina y la vida romanas se había vuelto tan grande que me sentí impulsado a dejar la orden de los Dominicos y la Iglesia Católica Romana. Además de eso, gracias a mi filosofía de vida casi totalmente secular, no quedaba mucha fe en mi interior. Por esa razón la dejé en noviembre de 1955. Para dejar la orden solicité y recibí una “dispensación”. No, por supuesto, para dejar la Iglesia Católica Romana. Me fui a vivir a La Haya, donde inicié una vida completamente distinta. Gracias a la intervención de un hombre de mucha influencia en el mundo, me convertí en administrador de un hotel en Rotterdam. Esto era realmente diferente de ser sacerdote. Mental y espiritualmente me sentía completamente vacío. Quería alejarme de la atmósfera religiosa. Quería librarme completamente del pasado y pensar en ello lo menos posible. Casi lo logré. Pero no podía olvidar a ese marinero.
Mi fe católica romana estaba por el piso. Rara vez asistía a algún lugar de adoración. La Iglesia Católica Romana me había dejado desilusionado, y las iglesias protestantes con frecuencia me dejaban aburrido por los sermones insulsos, esquemáticos, poco inspiradores y tradicionales, detrás de los cuales no se podía detectar mucha convicción ni entusiasmo personal. Con algunas excepciones, los pocos sermones protestantes que había escuchado daban la impresión de ser más o menos exitosos como ensayos teológicos personales acerca del evangelio pero ninguno inspiraba convicción y proclamación del evangelio. Especialmente la lectura de notas y el estilo de los sermones me eran extraños. Viniendo de una Iglesia Católica Romana, me resultaba calamitoso. Además algunas veces resultó estar uno de los así llamados ministros “modernos” cuya charla imprecisa me alejaba con más rapidez. Perdí completamente interés en la iglesia. Pero no podía olvidar a ese marinero.
Después de tres años de vida de hotel, para la que era totalmente inadecuado, tuve la oportunidad de hacer algo más en línea con mi anterior preparación. Pude comenzar a estudiar nuevamente y me convertí en profesor de lenguas clásicas de algunas instituciones de enseñanza media, la tercera y última de las cuales fue un colegio cristiano en La Haya. Por la propia situación tuve que mezclarme con colegas cristianos. No puedo decir que todos eran ejemplos de un cristianismo vivo, pero había algunos que vivían en base a una consciente convicción religiosa y en los cuales la libertad y el gozo de los hijos de Dios estaba obviamente presente. Involuntariamente comencé a observarlos y esto se convirtió en una atractiva experiencia para mí.
La Biblia comenzó a fascinarme
Tenía obligación de iniciar las clases cada mañana con la lectura de una pequeña porción de las Escrituras. Al comienzo lo hacía solamente porque debía hacerlo. Pero para mi sorpresa, gradualmente comencé a disfrutarlo.
La Palabra de Dios comenzó a atraparme y a fascinarme como nunca antes, y por propio interés comencé a leer mucho más de las Escrituras que la pequeña porción a que estaba obligado en la escuela. Junto con esto, también leía comentarios de eruditos. Por momentos me resultaban iluminadores e inspiradores, pero la mayoría de las veces los encontraba insulsos y áridos. De todos modos me estorbaban porque no sentía la necesidad de ayuda de parte de los estudiosos para entender las Escrituras. El etíope eunuco no aprendió a entender la lectura de Isaías a través de un profesor o ministro sino por medio del diácono Felipe, y este no le predicaba cosas dignas de saber, sino a Jesús. “Entonces Felipe, abriendo la boca, y comenzando desde esta escritura, le anunció el evangelio de Jesús” (Hechos 8:35). Y Felipe predicó de tal forma que el hombre creyó, fue bautizado y siguió su camino gozoso.
“Y yendo por el camino, llegaron a cierta agua, y dijo el eunuco: Aquí hay agua; ¿qué impide que yo sea bautizado? Felipe dijo: Si crees de todo corazón, bien puedes. Y respondiendo dijo: Creo que Jesucristo es el Hijo de Dios. Y mandó parar el carro; y descendieron ambos al agua, Felipe y el eunuco, y le bautizó. Cuando subieron del agua, el Espíritu del Señor arrebató a Felipe; y el eunuco no le vio más, y siguió gozoso su camino” (Hechos 8:36‐39).
Después de la lectura de ciertos comentarios, me resultaba imposible decir lo mismo de mí. Por el contrario, con frecuencia el gozo que ya tenía por el maravilloso mensaje del amor y la misericordia de Dios comenzaba a apagarse y enfriarse. En consecuencia, de todos los escritos eruditos acerca de las Escrituras que leí, muy poco fue lo que retuve. Pero no podía olvidar a ese marinero.
Cuanto más leía las Escrituras, más se me aclaraba la razón por la que no podía olvidar a ese marinero. Ese hombre era un verdadero creyente. Yo personalmente no lo era ni lo había sido nunca realmente, a pesar de que en épocas anteriores había aceptado gran número de afirmaciones teológicas como “verdades religiosas” y a pesar del hecho de que tenía una posición de liderazgo en la iglesia.
Esa fue la conclusión a la que arribé por medio de la lectura de las Escrituras. En una época pensé que creer era aceptar la autoridad de alguien (por ejemplo la iglesia), y aceptar con la razón ciertas verdades (por ejemplo que Dios existe, que hay un infierno y un cielo, que hay sacramentos, etc.). Sin embargo las Escrituras me enseñaron que eso no es fe. Si así fuera, el diablo mismo sería creyente. ¡El diablo también acepta esas verdades! Pero eso no es fe.
La burla del siglo
Según las Escrituras, creer es lo mismo que confiar. ¿Por qué llaman las Escrituras a Abraham el padre de los creyentes, el ejemplo de fe? No porque aceptó una serie de verdades intelectualmente, ni porque era un ardiente defensor de una reunión o sínodo de iglesia o de los Artículos de la Unión. Nunca supo nada de ellos.
Abraham fue llamado creyente por las Sagradas Escrituras porque confió ciega‐ mente en Dios y en la Palabra de Dios, incluso cuando no la entendía intelectual‐ mente.
“Y recibió la circuncisión como señal, como sello de la justicia de la fe que tuvo estando aún incircunciso; para que fuese padre de todos los creyentes no circuncidados, a fin de que también a ellos la fe les sea contada por justicia” (Romanos 4:11).
Cuando Abraham y su esposa tenían casi 200 años entre ambos, Dios les dijo que tendrían un hijo. Biológicamente era la burla del siglo y algo completamente “increíble”. Es por eso que Abraham tuvo cierta dificultad al comienzo, porque no hay tal cosa como una fe sin complicaciones y basada sólo en respuestas pre‐ fabricadas.
Aun así Abraham confió ciegamente en que lo que Dios había dicho se cumpliría, incluso cuando esa expectativa no concordaba con la visión de su entendimiento humano. Es por eso que las Escrituras lo llaman creyente. Creer, de acuerdo a las Escrituras, es lo mismo que confiar ciegamente en Dios y en la Palabra de Dios. Quien lo hace, incluso en contra de su razonamiento humano, es un creyente. El hombre no cree de primera instancia con su mente ¡sino con su corazón! Como dicen las Escrituras: “Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación” (Romanos 10:10).
Pero Abraham creyó
Por ese motivo es posible que alguien que sepa mucha teología, tenga un alto cargo eclesiástico, asista regularmente a los servicios religiosos e incluso los dirija,
acepte una cantidad de “verdades religiosas” y las pueda defender elocuentemente, pero que por medio de todo eso confíe en su propio entendimiento y “pruebas” y no posea esa fe ciega en Dios y en la Palabra de Dios, sea un incrédulo. Es por eso que aquel marinero, que no tenía conocimiento teológico alguno, y que rara vez había asistido a la iglesia, era un verdadero creyente al final de su vida. Tenía esa confianza ciega por medio de la cual uno es un creyente según las Escrituras.
A pesar de todo el sufrimiento y la miseria del mundo, en base a lo cual muchos llegan a la conclusión de que no hay Dios o que no es un Padre cariñoso y solícito como se lo presenta en las Escrituras, ese marinero confió ciegamente en que Dios era verdaderamente ese Padre real y amoroso que describen las Escrituras, y era por eso, un Padre mucho mejor que él mismo. Llevado por el Espíritu de Dios, ese marinero supo con absoluta certeza que Dios era su Padre, que sus pecados habían sido perdonados y que era un hijo de Dios. Y esa fe resuelta y ciega lo hizo clamar de gozo desde su lecho de muerte “Abba Padre”.
Poco después de habérseme aclarado por medio de la lectura de las Escrituras lo que era realmente la fe, la Biblia se convirtió para mí en un libro completamente diferente de lo que era al comienzo. Siempre había “creído” que las Escrituras eran inspiradas, pero eso no me había impedido leerlas críticamente y sin tomar en serio ni demasiado literalmente las afirmaciones y los relatos. Repentinamente no pude volver a hacerlo. En lugar de eso, dirigía mi desconfianza contra las opiniones de mi propio intelecto y el de otros en lugar de hacerlo contra las Escrituras. Eso no significa que todos los problemas en relación con las Escrituras hubieran desaparecido. No, todavía los veo y creo que siempre estarán ahí para el intelecto humano. Pero también creo que lo que parece absolutamente imposible e increíble para el hombre, es posible para Dios (Lucas 18:27). Y que lo que pasa por gran astucia en este mundo, delante de Dios (y por eso en la realidad) es la más grande insensatez. También, a la inversa, aquello que en las Escrituras parece tontería de acuerdo a los conceptos del hombre, es la mayor sabiduría de Dios, y en consecuencia es la realidad. “Porque lo insensato de Dios es más sabio que los hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres” (1 Corintios 1:25). “Porque la sabiduría de este mundo es insensatez para con Dios; pues escrito está: El que prende a los sabios en la astucia de ellos” (1 Corintios 3:19).
Fue por ese motivo que no pude hacer otra cosa que someterme a las Sagradas Escrituras y en adelante me sentí compelido a confiar ciegamente en el Señor y solamente en su Palabra. También pude, en una inolvidable oportunidad exclamar con todo mi corazón “Abba Padre”.
La Palabra infalible de Dios en la Biblia me enseñó que con esta fe, con esta confianza ciega, mis pecados habían sido borrados. Yo también ahora formaba parte de los hijos de Dios. Todo lo que dicen las Sagradas Escrituras acerca de los creyentes y las promesas a los creyentes podía cumplirse. También tendría la “vida eterna” no solamente mucho más tarde, sino ¡AHORA! “De cierto, de cierto os digo: El que cree en mí, tiene vida eterna” (Juan 6:47).
Tristeza y alegría
Los sentimientos de tristeza y arrepentimiento por mis muchos y terribles pecados estaban aflorando y no debía restringirlos. Pero se mezclaban maravillosamente con la abundante alegría de la seguridad de ser salvo del rechazo eterno por la preciosa sangre de Jesús, y de que ahora era un hijo de Dios para siempre. Es indescriptible lo que esto significa para alguien que nunca antes ha conocido esa seguridad. De cualquier manera, gracias a eso sigo siendo un hombre feliz y nadie, por importante o sabio que sea, me lo puede quitar. Ni por todo el dinero del mundo volvería a poner un pie en el camino del que he salido, incluso cuando veo con tristeza y consternación cómo colegas apreciados siguen por curiosidad más allá en ese camino, y en consecuencia pierden el consuelo, la seguridad y el gozo del poderoso mensaje de Dios y sus promesas para los creyentes.
Sigo leyendo y releyendo que no son las iglesias ni las obras sino solamente la verdadera fe bíblica, la confianza ciega en el Señor y su Palabra, lo que justifica al pobre y perdido pecador. En esto tenemos el ejemplo en la antigua y notable persona de Abraham.
“Porque ¿qué dice la Escritura? Creyó Abraham a Dios, y le fue contado por justicia. Pero al que obra, no se le cuenta el salario como gracia, sino como deuda; mas al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia”(Romanos 4:3‐5). “Por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios, siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús” (Romanos 3:23‐24).
Después de ese completo cambio espiritual en mi vida, me sentí indeciblemente feliz. Y sigo sintiéndome así. Es por eso que no deseo otra cosa sino que muchos otros experimenten esa misma felicidad, por eso oro cada día.
“Y él os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados” (Efesios 2:1). ¡Los condenados a muerte eterna son ustedes y yo! No estuvimos colgados sobre la cruz en el Gólgota, donde merecíamos estar antes de nuestro eterno rechazo, ¡fue Jesús quien estuvo colgado allí! Nada menos que el Hijo del propio Juez fue colgado allí, porque nos amaba tanto a nosotros, una pobre gente perdida. El tomó nuestro lugar y murió para salvarnos de la muerte eterna y para
¡santificarnos y bendecirnos ahora y para siempre! Este mensaje inmensamente significativo del amor infinito de Dios por la gente, por ustedes y por mí, es el meollo de las Escrituras, ese libro único con su contenido único. Para contar sin distorsión este mensaje maravilloso y alentador de redención, de liberación y vida eterna, es que me convertí en ministro.
Solo Cristo
Durante más de quince años fui fraile, pero a pesar de lo importante que era eso a los ojos de la gente, me resultaba imposible encontrar paz y felicidad. No podía, ni puedo, vivir feliz y en paz sin conocer con certeza que mis pecados han sido perdonados, que puedo ser hijo de Dios. La Iglesia Católica Romana nunca ha podido darme esa seguridad, ni siquiera cuando era sacerdote y fraile. La Iglesia Católica Romana no me enseñó correctamente lo que era necesario. La iglesia de Roma no me enseñó que sólo hace falta la gracia de Dios, y de parte del ser humano, sólo fe, y el camino a la misma sólo se encuentra en las Escrituras.
A lo largo del totalmente inesperado camino desde sacerdote a predicador, que he intentado describir en las páginas anteriores, he podido encontrar esa paz tanto tiempo buscada y ahora doy testimonio con infinita gratitud y alegría que gracias a eso me he convertido en un hombre completamente feliz.
Oro con todo mi corazón cada día para que muchos de mis queridos compañeros con quienes solía trabajar, orar e investigar, y lo mismo para los que lean lo que he escrito aquí, que encuentren la misma paz, seguridad y vida de gozo. Esto es posible. No se las puede encontrar en cualquier camino arbitrario, ni por algún sendero eclesiástico exclusivo, sino solamente por la gracia de Dios, solamente por medio de la inquebrantable, inamovible fe, y leyendo, volviendo a leer, orando y leyendo confiadamente y volviendo a leer el asombroso Mensaje único de ese Libro poderoso y único en su género, la Biblia.
Traducido por Dante Rosso