Manuel Garrido Aldama

“No te maravilles de que te dije: Os es necesario nacer de nuevo” (Juan 3:7).

“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo

aquel que en él cree, no se pierda, más tenga vida eterna” (Juan 3:16).

Dios lo preparó para bien

Con frecuencia miramos atrás en nuestra vida y nos preguntamos por qué nos han ocurrido ciertas cosas en el curso de la misma. La Palabra de Dios dice “Como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros caminos, y mis pensamientos más que vuestros pensamientos” (Isaías 55:9).

Es bueno saber lo que Dios ha hecho en la vida de otras personas. El testimonio de alguien que ha sido salvado por la gracia de Dios en la obra completa del Señor Jesucristo, y que vive esta vida cristiana por el poder de Dios, es estimulante. En español decimos: Las palabras mueven, el ejemplo arrastra. El hecho de haber sido sacerdote católico romano le da a mi testimonio un aspecto particular, el que—espero—fortalecerá la fe de los creyentes y traerá a otros a la fe viva en Jesucristo, a quien sirvo.

Nací en una típica familia Católica Romana de ascendencia vasca en el norte de España. Los vascos tienen fama de ser el pueblo más devoto y estricto de toda España. Eramos una familia de seis niños y una niña que era la menor de todos. Mi padre, un abogado, pretendía que tuviéramos la mejor educación. Mi madre, una ferviente católica romana, se ocupaba de nuestra vida religiosa estricta.

Por mi madre

Durante sus visitas regulares a la casa de mi madre, el sacerdote le recordaba que sus seis hijos le habían sido dados por Dios y que a ella le correspondía mostrar su gratitud entregando por lo menos uno de ellos para servir en el altar. “Si amas a tus hijos, dales el más alto honor que una madre les puede dar. El más alto honor es el sacerdocio”, solía decir a mi madre. No es de sorprender que ella, con esas tendencias religiosas que tenía y siendo tan devota, pensara que era su deber dedicar alguno de sus muchachos a Dios en el sacerdocio. Mi padre, aunque no era anti religioso, prestaba poca atención al consejo del sacerdote porque no era de la misma opinión. Quería que sus muchachos siguieran una profesión secular. No se me hubiera permitido estudiar para el sacerdocio si no hubiera sido por la muerte de mi padre cuando yo tenía apenas diez años. No le costó mucho trabajo a mamá hacer los arreglos para que me aceptaran en el seminario, y unos meses después, cuando tenía apenas once años, fui llevado al seminario menor en Madrid. Prometí a mi madre que haría lo mejor que pudiera, porque no quería desilusionarla por nada del mundo.

El seminario menor desde los once años

Pero ¿cómo podía entender un niño de once años el sentido del sacerdocio? Roma sostiene que “una vez sacerdote, sacerdote para siempre”, y esa fue mi suerte a la impresionable edad de once años y bajo la presión de una madre amorosa.

Durante mi preparación, las cosas anduvieron bastante bien los primeros seis o siete años, pero comenzaron a cambiar cuando llegamos al estudio de los dogmas de la iglesia. Las clases de teología se dictaban en latín, y al final de cada clase, el profesor, que había obtenido en Roma un doctorado en Teología, daba a los estudiantes la oportunidad de hacer preguntas, plantear objeciones o pedir una mejor explicación de alguno de los puntos que había tratado en la clase.

¿Es injusto Dios?

Cuando llegamos al dogma de la “infalibilidad” papal, decidí hacerle una pregunta, no con la intención de negar algo, sino para que me ayudara a reconciliar la justicia de Dios para con el hombre, con la declaración de este dogma en la iglesia algunos años antes. Mi argumento era que Dios estaba haciendo la salvación cada vez más difícil para el hombre a medida que pasaba el tiempo, y esto no me parecía muy justo de parte de Dios. ¿Por qué el hombre podía ser salvo antes del año 1870 sin necesidad de creer en el dogma, y nosotros que vivíamos después de esa fecha no podíamos ser salvos si no creíamos en esa doctrina? ¿No implica injusticia de parte de Dios agregar obstáculos al hombre cada tantos años para que pueda obtener su salvación? Dios no es justo si para entrar al cielo tengo que superar mayores dificultades doctrinales que mis antepasados.

Pude ver que a mi profesor no le gustó que le planteara esas preguntas. Cuando en otra oportunidad busqué más aclaraciones, me respondió de manera airada: “Si no refrenas tu manera peligrosa de pensar, algún día serás un hereje”.

Recuerdo otro incidente en relación a uno de mis profesores en el seminario, a quien veíamos con mucha frecuencia caminando de un extremo a otro de los corredores con su Nuevo Testamento, estudiándolo y meditando en él. Cuando predicaba, siempre lo hacía sobre Cristo mismo, nunca mencionaba los santos, y en una de sus clases dijo en más de una ocasión: “Me temo que estamos equivocados en algo. El Cristo que conocemos no es el Cristo que se nos presenta en el Nuevo Testamento, y esa puede ser la razón de que nuestras predicaciones apelan tanto al sentimiento femenino, en tanto que los hombres se apartan de nosotros”. Sin duda él sabía algo sobre la verdad de Cristo Jesús, pero tenía miedo de expresarla.

Llegó el momento en que sería ordenado sacerdote, y no me sentía tan entusiasmado, a pesar de toda la importancia conferida a la ordenación y a todos los honores que supuestamente recibiría. Mi fe en la iglesia, e incluso en Dios, venía en descenso desde hacía bastante tiempo.

La ordenación y el gozo de mi madre

La ceremonia de ordenación se llevó a cabo en Madrid. Mi madre y otros miembros de la familia vinieron para esta ocasión extraordinaria. Mis compañeros y yo fuimos ordenados con el elaborado ritual y la suntuosa pompa que los expertos de Roma han dispuesto para ese momento. Algunos días después de la ordenación dije mi primera misa y administré la comunión a mi propia madre y hermana. Pude ver las lágrimas que corrían por las mejillas de mi madre, y yo mismo no pude evitar sentir la extraordinaria emoción que esa ceremonia estaba destinada justamente a producir.

Hombres como ratones

Después de algunos meses de descanso y disfrute de vida familiar, logré asegurarme un puesto en uno de los colegios en el norte de España, en la provincia de Santander. Me designaron para enseñar literatura española, también tenía que decir misa todos los días y ocasionalmente se me pedía que escuchara confesiones. Ya que, según el dogma de la transubstanciación, tenía a Dios mismo en mis manos cada día y veía a los hombres y las mujeres que venían a mí para confesarse, comencé a alejarme cada vez más de Dios. Había hombres fuertes como un roble, que se arrodillaban frente a mí en el confesionario, temblando de miedo como si fueran unos ratones. No querían tener que confesar sus pecados y no sabían cómo hacerlo, pero temían el castigo eterno con el que se los amenazaba si no venían a confesarse por lo menos una vez al año. Hombres rudos como estos no sabían cómo comenzar de manera que decían “Padre, ayúdeme haciéndome preguntas”, y yo tenía que pasar revista a los pecados que me parecía que un hombre de su posición podría cometer. A pesar de mi incredulidad en el poder del hombre para perdonar pecados, nunca me negué a pronunciar la fórmula de absolución a nadie que viniera a mí de buena fe.

Atrapado por la posición

Había otros sacerdotes relacionados con el colegio donde estaba enseñando con los que entré naturalmente en amistad. En más de una oportunidad les pregunté: “¿Realmente creen que porque decimos a un trozo de pan ‘Este es mi cuerpo’ o a un pecador ‘Te absuelvo’, el pan se convierte en el cuerpo de Cristo y al pecador le son perdonados sus pecados?” Recuerdo a uno de ellos que me respondió: “¿Por qué te preocupas por esas cosas? Estamos en esta posición y no podemos hacer nada ya. No se puede hacer nada”. Para entonces había decidido dejar el sacerdocio.

No tenía el valor para enfrentar la oposición y el ostracismo que me hubieran tocado si hubiera dejado el sacerdocio en España. Sabía que en muchos lugares mi vida misma hubiera estado en peligro, así que decidí dejar España para poder cumplir con mis convicciones. Por un tiempo conseguí otro empleo en la docencia en Norte América. Luego, a mi regreso a España, encontré el ambiente religioso insoportablemente estrecho y opresivo.

En Londres encontré las circunstancias más favorables para dejar la iglesia romana. Era muy popular entre los estudiantes y no necesitaba el apoyo de la iglesia. De modo que decidí separarme sin tardanza. Envié una nota a las autoridades Católica Romanas en Londres, advirtiéndoles de mi determinación y pidiéndoles que designaran a alguien en mi lugar. De esta manera aparentemente fácil cumplí un deseo que abrigaba en mi corazón desde hacía varios años. Pensé que finalmente me había liberado de toda religión. Sin embargo no era así. Dios tenía un plan para llevarme a él.

Fe solamente en Cristo

Un ministro de la iglesia de Inglaterra, un verdadero hombre de Dios, al enterarse de mis dificultades espirituales se interesó en mí y me invitó a conversar con él sobre la cuestión religiosa. Se esforzó por mostrarme la verdad, no simplemente porque había renunciado a la iglesia de Roma, sino porque yo pensaba que por haberlo hecho, había cortado con toda la religión en mi vida, y con Dios en particular. En nuestras conversaciones, él siempre concluía: “A pesar de todos sus estudios, hay una cosa que no conoce y de la que carece; no conoce a Cristo como Salvador, y no lo tiene en su corazón”. No podía dejar de admirar la sinceridad de este hombre, lo mismo que su fervor, y tuve que admitir que nunca antes había oído sobre el plan de salvación de Dios de la forma que él me lo mostraba: Necesitaba conocer a Cristo de una manera real y tener una fe sincera en El y en que Jesucristo había pagado completamente el precio de mi pecado y que era una obra terminada.

“Pero al que obra, no se le cuenta el salario como gracia, sino como deuda; mas al que no obra, sino que cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia”. Como también David habla de la bienaventuranza del hombre a quien Dios atribuye justicia sin obras, diciendo: “Bienaventurados aquellos cuyas iniquidades son perdonadas, y cuyos pecados son cubiertos” (Romanos 4:4-7).

El ministro me repitió muchas veces el plan de Dios para la salvación, hasta que Dios en su gracia me dio luz espiritual. Comencé a tener un nuevo hambre por las cosas de Dios. No sé de dónde me vino. Solamente puedo decir que Dios me estaba tocando y comenzando a llevarme hacia él.

La oración eficaz

Un sábado por la tarde el ministro me invitó a su casa, y después de hablarme sobre el mismo tema, me llevó a una sala contigua donde algunos miembros de su iglesia estaban reunidos en oración. Me sorprendió mucho oírlos orando por mí. Era evidente su interés en mi bienestar espiritual. El pastor les había hablado de mí, y se habían reunido solamente por mí. Sentí que Cristo era muy real para ellos. Le hablaban como si El realmente estuviera presente entre ellos. Esa era una experiencia totalmente mueva para mí. Nunca había pensado que hombres y mujeres pudieran apelar a Dios en forma tan ferviente y espontánea como hacía esa gente. La oración para los católico romanos, incluso para los sacerdotes, consiste casi exclusivamente en el recitado mecánico de ciertas fórmulas escritas por la iglesia o alguna persona que ha querido expresar por escrito sus sentimientos hacia Dios o los santos para que sean de utilidad a quienes los quieran usar.

Dios me da fe

Me sobrevino una profunda convicción espiritual y Dios me dio fe en Cristo y un corazón arrepentido. No podía dejar de orar fervientemente a Dios: “Dios, es verdad que Jesucristo salva y trae paz al alma, quiero que El venga cerca y me dé lo mismo a mí”. No sabía exactamente lo que me estaba pasando, pero las dudas y la oscuridad espiritual que me habían angustiado durante tanto tiempo desaparecieron y sentí una paz y una tranquilidad que nunca antes había conocido. El Señor había logrado su propósito. Yo había “pasado de muerte a vida”.

“Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Romanos 5:1). “En quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia” (Efesios 1:7).

No es bueno que el hombre esté solo

No mucho después de mi conversión conocí una mujer que luego sería mi esposa. Había sido alumna en uno de mis grupos de español. Más tarde, cuando le propuse matrimonio, se negó al comienzo sobre la base del dicho católico romano “una vez sacerdote, sacerdote para siempre”. Era católica, aunque ya no estaba en comunión con la iglesia. Finalmente aceptó, con la condición de que nunca le pediría que aceptara la fe protestante. “Nunca me pasaré al campo enemigo”, solía decirme. Sin embargo, yo sabía que si la gracia de Dios había sido tan

poderosa como para traerme hacia El, también podría salvarla a ella, y así lo hizo. No fue difícil sacarla de los errores del romanismo, y el Señor la atrajo también a ella.

La necesidad del evangelio

Comencé a sentir una carga de parte del Señor por España y el mundo de habla hispana. Con el tiempo el Señor me guió a un ministerio radial en Sud América llamado “La Voz de los Andes” como evangelista. Un buen número de católicos romanos vinieron a Cristo por su intermedio.

Creo que tenemos que extender el evangelio porque es “poder de Dios para salvación a todo aquel que cree” (Romanos 1:16) y utilizar todos los medios para propagar el evangelio y resolver las necesidades espirituales de este mundo desfalleciente. “Así que la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios” (Romanos 10:17).

Manuel Garrido Aldama renunció al sacerdocio católico romano en 1925 y aceptó el cristianismo bíblico. Al igual que Miguel Carvajal, por muchos años prestó servicios con HCJB en Quito, Ecuador. Ahora está con el Señor.

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