Hugh Farrell

“Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu” (Romanos 8:1).

Un deseo piadoso

Hace muchos años, cuando decidí ser sacerdote de la Iglesia Católica Romana, quería caminar con Cristo. Sin embargo, como había nacido católico, pensaba que la Iglesia Católica Romana era la única iglesia verdadera y que fuera de esa fe era prácticamente imposible ser salvo. Los papas han declarado repetidamente este dogma. Los papas Inocencio III, Bonifacio VIII, Clemente VI, Benedicto XIV, León XIII, Pío XII y Pío IX lo afirmaron claramente: “Por fe sostenemos firmemente que fuera de la IGLESIA APOSTOLICA ROMANA nadie puede obtener la salvación”. En consecuencia ni por un momento busqué jamás la salvación en otra parte.

Desde que era un muchacho quería ser sacerdote. Nací el 2 de abril de 1911 en Denver, Colorado, Estados Unidos. Nuestro vecindario estaba compuesto de familias irlandesas, escocesas y eslavas, la mayoría de las cuales eran católicas romanas. Naturalmente, en ese medio, no podía dejar de observar el inmenso poder que ejercían los sacerdotes locales y la gran estima en que se los tenía. Pero no era solamente el poder y la estima que disfrutaban lo que me llevó a decidirme a estudiar para el sacerdocio, la dignidad sacerdotal que la iglesia de Roma demandaba para ellos fue lo que determinó mi vocación.

El sacerdote, de acuerdo a las enseñanzas de la Iglesia Católica Romana, tiene el poder de tomar el pan y el vino comunes y, pronunciando las palabras de la oración de consagración en el sacrificio de la misa, convertirlos en el verdadero cuerpo, la sangre, el alma y la divinidad de Jesucristo. En consecuencia, como no se puede separar la naturaleza humana de Cristo de su divinidad, el pan y el vino, después de haber sido convertidos en el cuerpo y la sangre de Jesucristo, están en condiciones de recibir el culto de adoración.

También se les enseña a los católicos romanos que en el confesionario, después que los penitentes han contado al sacerdote sus pecados, el confesor tiene el poder de perdonar pecados. El Concilio de Trento, que se reunió después de la Reforma en 1545, declaró: “Quien afirme que los sacerdotes no son los únicos ministros de la absolución (el perdón), sea condenado”. Como yo había comenzado a ir a confesarme a la edad de siete años, pronto comprendí que ese poder daba a los sacerdotes un dominio tremendo sobre la vida de su gente y que los hacía superiores a cualquier autoridad secular sobre la faz de la tierra.

Sin embargo no era solamente el poder y la dignidad del sacerdocio lo que me motivaba. Era también un sincero deseo de salvar mi alma. Sabía por las enseñanzas de los sacerdotes y monjas que no podía esperar ir directamente al cielo después de mi muerte. Mi catecismo católico romano me había enseñado que después de la muerte debía pagar por el castigo temporal de mis pecados. La Iglesia Católica Romana enseña que “las almas de los justos que, al momento de la muerte, están cargadas de pecado venial o castigos temporales debido al pecado, entran al purgatorio”. Comprendí entonces que como había cometido pecados veniales a diario, e incluso a veces pecado mortal, pasaría mucho tiempo en el purgatorio. La iglesia de Roma es poco explícita en su enseñanza oficial respecto a las penitencias del purgatorio, pero la fértil imaginación de los sacerdotes y las monjas católico romanos irlandeses los ayudó a inventar tales sufrimientos y penurias que nuestras infantiles vidas estaban llenas de temor y hubiéramos hecho cualquier cosa para evitar el purgatorio si fuera posible. En consecuencia, de muchacho razoné que si un sacerdote tenía el poder por medio de la celebración del sacrificio de la misa de obtener la liberación de las almas del purgatorio, yo ayudaría a mi propia alma haciéndome sacerdote, ya que después de mi muerte aquellas almas que hubieran recibido la ayuda de mis misas estarían en obligación de orar por mi alma ante el trono de la Reina del Cielo (la bendita Virgen María), y ella a su vez intercedería por mí ante el trono de su Hijo. Esta era la enseñanza de la iglesia que declaraba que “Las pobres almas del purgatorio pueden ser ayudadas sobre todo, por el sacrificio de la misa que agrada al Señor”, y que “Las almas en el purgatorio pueden interceder por otros miembros del Cuerpo Místico (la Iglesia)”. Decidí ser sacerdote y a su tiempo informé de mi decisión a las autoridades correspondientes.

El papel de la Biblia

Sería demasiado largo contarles todo sobre los muchos años de preparación para el sacerdocio en la Iglesia Católica Romana. Será suficiente relatarles aquellos incidentes que marcan puntos críticos en mi vida. Para mí no habría un camino corto hacia la seguridad de la salvación. El camino estaría obstaculizado por muchas pruebas y tentaciones. Con frecuencia se me pregunta si no conocía la Biblia, o si me estaba prohibida. En realidad poseía un Nuevo Testamento durante todos los años de mi preparación, y en los años pasados en el monasterio. Cuando partí para el Seminario menor llevé junto con mi misal y mis libros de oración, otros tres libros: Las glorias de María, de Alfonso de Ligorio, La Imitación de Cristo, de Thomas A. Kempis, y el Nuevo Testamento, católico romano. Este último tenía la siguiente nota: “Se asegura a todo fiel que lea las Sagradas Escrituras por lo menos un cuarto de hora por día con la veneración debida a la Divina Palabra y como lectura espiritual, una indulgencia de tres años”. Los católicos romanos deberían sentirse impelidos a leer la Biblia ya que la mayoría están ansiosos de obtener indulgencias. Sin embargo se puede ver que las indulgencias sólo se aseguran cuando se lee la Biblia como lectura espiritual y no para su estudio o interpretación. Como los católicos romanos saben que pueden ganar indulgencias de otras formas más fáciles como hacer la señal de la Cruz (siete años cada vez que se la hace con agua bendita), etc., la mayoría no se preocupa por la lectura de las Escrituras. Además, muchos temen interpretar la Palabra de Dios en forma contraria a las enseñanzas de la iglesia de Roma. En mi caso particular cuando, muchos años después, dejé el monasterio, todavía tenía los tres libros mencionados. Las Glorias de María ya no tenía tapas, se habían gastado. La cubierta de La Imitación de Cristo colgaba de algunos hilos. Sin embargo, el Nuevo Testamento todavía estaba nuevo. Lo había leído solamente cuando quería comparar una traducción del latín con el inglés.

Adoctrinamiento constante

La rutina del seminario es tan estricta que uno rara vez tiene tiempo para la verdadera reflexión. Es verdad que hay un tiempo cada mañana separado para la meditación. Pero se leen los temas a considerar y si se permite que la mente divague, uno corre el riesgo de estar en pecado venial.

El programa diario de vida está tan bien pensado por la iglesia de Roma que gradualmente destruye la propia personalidad y uno es moldeado según un patrón diseñado por la iglesia de Roma para adecuarse a su propósito – la completa renuncia a uno mismo. A pesar de la gran estima en que el laicado de la iglesia romana tiene al sacerdote, las autoridades eclesiásticas lo consideran meramente un número en su plan para la conquista del mundo por la Iglesia Católica Romana. En consecuencia, si el sacerdote ha de servir a su propósito, debe recibir un lavado cerebral a fondo. Esto se logra de una manera similar a la de los comunistas. Durante la formación en el seminario, nunca se les permite dormir lo suficiente, se los somete a frecuentes ayunos, y se usa cualquier medio para el adoctrinamiento.

También, cuando surge alguna duda en relación a alguna importante doctrina enseñada por la iglesia de Roma, debe ser rechazada, porque mantener una duda así (voluntariamente) es señal de que Dios puede estar quitándole a uno la vocación sacerdotal y poniendo en peligro su salvación eterna.

Hacia el final de mi preparación en el seminario menor, debía decidir si quería ser un sacerdote secular (bajo la autoridad de un obispo como sacerdote de parroquia o capellán en alguna institución) o ser un sacerdote religioso (que ha tomado los tres votos de pobreza, castidad y obediencia y que vive en un monasterio o casa de una orden religiosa).

La elección de una orden monástica

Sentía que los sacerdotes seculares tenían demasiadas tentaciones y en consecuencia les resultaba difícil obtener la salvación. También sabía que en los siglos anteriores, la Iglesia Católica Romana había canonizado (declarar oficialmente que un alma está en el cielo) sólo un sacerdote seglar, el Cura de Ars, John Mary Vianney. Lógicamente, razoné que si era tan difícil para una persona ser salva como sacerdote secular, era más seguro hacerse monje o fraile (miembro de una orden religiosa). Por eso pasé mi último año en el seminario decidiendo qué orden me atraía y dónde me encontraría mejor.

Estaba bien familiarizado con las ordenes más conocidas, como los Benedictinos, los Dominicos, los Servites, los Franciscanos, los Trapenses y los Jesuitas. Ninguna de ellas me atraía. Quería una orden muy estricta en la que pudiera encontrar toda la seguridad posible de obtener la salvación. Pensé que había hallado esas condiciones en la orden de Nuestra Señora del Carmelo, comúnmente llamada Orden de los Carmelitas Descalzos.

La Orden Carmelita fue fundada por Cruzados y otros en la Tierra Santa. Se quedaron allí después de las Cruzadas y ocuparon las cuevas de los Hijos de los Profetas en el monte Carmelo. El Patriarca Alberto de Jerusalén les dio una regla de vida sencilla y ellos la siguieron hasta mediados del siglo XIII cuando fueron expulsados de la Tierra Santa por los musulmanes. Algunos de los exilados se instalaron en Mantua, Italia, y otros en un pueblo fuera de Cambridge, Inglaterra. El primer prior general en Inglaterra fue un hombre llamado Simon Stock. Se afirma que la Bendita Virgen María se le apareció en una visión e hizo la tan famosa Promesa del Escapulario Marrón.

El Escapulario Marrón

En un folleto impreso por la Catholic Truth Society (Sociedad de la Verdad Católica) de Irlanda, “El Escapulario Marrón del Reverendo E. R. Elliott, O. Carm.”, esa visión y la promesa se describen en la página 5: “. . . ella (María) se me apareció acompañada de un gran séquito y sosteniendo en sus manos un hábito (el escapulario) de la orden, dijo, ‘Este será un favor especial para ti y todos los Carmelitas, CUALQUIERA QUE MUERA VISTIENDO ESTE HABITO NO SUFRIRA EL FUEGO ETERNO’”. El escapulario lo puede confeccionar cualquiera. Todo lo que se requiere es un género de lana tejida de color marrón (o casi negro) cortado en dos cuadrados o rectángulos de tamaño suficiente unidos por cuerdas. El primer escapulario que se use deberá recibir la bendición de un sacerdote autorizado a conferirla.

Hay otra promesa ligada al uso del escapulario marrón (Carmelita) llamado el Privilegio Sabatino. Se supone que el papa Juan XXII lo recibió en una visión personal de María. Citando nuevamente el folleto antes mencionado: “San Juan de la Cruz muerto en 1591, el gran Santo Carmelita y Doctor de la Iglesia, fue un creyente devoto en el Privilegio Sabatino. Poco antes de su muerte recordó en beneficio de sus amigos y el suyo propio que ‘La Madre de Dios de Carmelo viene los sábados, con gracia y ayuda al purgatorio, y saca de allí las almas de las personas piadosas, que han vestido su Escapulario Santo’”.

Muchos católicos romanos, después de vestir el escapulario marrón, lo substituyen por una medalla. La medalla debe tener la figura de Cristo de un lado y del otro la de María. Las medallas tienen que ser bendecidas por un sacerdote.

La rutina del monasterio

Mi primer año como Carmelita Descalzo lo pasé en la casa de los novicios en preparación para mi sencilla profesión de votos. Fue un año dedicado a la meditación y la oración. Además de la agenda diaria regular observada por todos los Padres Carmelitas Descalzos, los novicios tienen un tiempo extra de oración, mayores penitencias y más mortificaciones. El silencio que se cumple en el noviciado es muy estricto. Fuera de una media hora de recreo, los novicios tienen prohibido hablar entre ellos y, durante las estaciones de la Letanía y el Adviento, se observa un silencio absoluto. En esas estaciones los novicios caminan por ahí en silencio en el tiempo de recreo, contando el rosario, y las disciplinas.

En el noviciado el día comienza a la media noche. La campana llama a la comunidad que se reúne en la capilla. Con el último tañido de la campana, comienza el Oficio Divino. Los maitines consisten en nueve salmos y nueve lecciones del Antiguo Testamento, con el comentario de algunos de los primeros Padres de la Iglesia, es cantado o recitado, y a esto le siguen los cinco salmos de alabanza con el Benedictus, cuya parte del Oficio se denomina Laudes. Luego los monjes se retiran una vez más a sus camas y esperan la siguiente campanada a las 4:45 de la mañana.

Cuando hablo de camas no quiero producir la ilusión de suaves colchones de pluma, ni siquiera de camas cómodas. La cama de un carmelita consiste en tres tablones sobre un bastidor, cubiertos por un jergón delgado. Se dispone de tres mantas para abrigarse. Todo cuanto hay en la habitación de un monje condice con la austeridad de su cama. Además de la misma hay una pequeña mesa y un taburete. No se permite ningún otro mueble.

Muchas horas de oración

Al amanecer, la comunidad se dirige a la capilla y recita la Primera y la Tercera, cada una de las cuales consiste en tres salmos seguidos por una corta lección y una breve oración escrita. Al final de esta parte del Divino Oficio, la comunidad pasa una hora juntos en oración silenciosa de rodillas.

Después de las oraciones mentales comienzan las misas del día. Si el monje es sacerdote, celebra una misa privada en alguno de los altares del monasterio, generalmente asistido por otro monje, llamado servidor. Si el monje todavía está estudiando para el sacerdocio, asiste a la Misa Común, celebrada por el sacerdote asignado para la semana. Los hermanos laicos que hacen el trabajo manual en el monasterio también asisten a la misa. Se espera que todos reciban la Santa Comunión. Estos ejercicios, el Oficio Divino, la Oración Mental y la Misa, llevan alrededor de tres horas, de manera que son las ocho de la mañana antes de que los monjes puedan tomar su desayuno. Este consiste en pan y café, y debe ser tomado de pie, ya que en la regla primitiva de la orden, no hay permiso para desayunar, lo que es una concesión moderna por la debilidad de hombre.

Se dedica la mañana al estudio, las clases y la oración privada. Durante el año de noviciado no está permitido estudiar otra cosa que temas espirituales y, por supuesto, la Regla, las Costumbres y la Disciplina de la Orden Carmelita. Después de la profesión de votos el monje estudia teología y las otras materias necesarias para la ordenación en el sacerdocio.

Poco antes del medio día la comunidad se dirige a la capilla donde recitan las dos últimas breves horas del oficio de la mañana, la Sexta y la Novena. Estas, como la Primera y la Tercera, consisten en tres salmos cada una seguidas de una breve lección de las Sagradas Escrituras y la oración del día. Al final del Oficio, el resto del tiempo hasta el Angelus se dedica al examen de conciencia. Durante el examen uno recuerda cualquier pecado que puede haber cometido desde la noche anterior y pide perdón a Dios. Sin embargo, si uno ha cometido un pecado mortal es necesario ir a confesarse en la primera oportunidad. Para un pecado venial es suficiente decir el Acto de Contrición. Después del recitado del Angelus los monjes van al comedor para la principal comida del día.

Las comidas monásticas

Todas las comidas se toman en silencio. Las únicas excepciones son en Pascua, Pentecostés, la Fiesta de Nuestra Señora del Monte Carmelo, la Asunción de la Bendita Virgen María, la Fiesta de Santa Teresa de Avila, la Fiesta de San Juan de la Cruz., de Todos los Santos, La Inmaculada Concepción, Navidad y algunos otros días. Sin embargo, mientras la comunidad come en silencio, uno de los monjes, asignado para cada semana, lee de un libro espiritual o de la Regla y las Costumbres de la Orden.

La comida es sencilla y generalmente consiste en sopa, un plato con pescado o huevos, dos verduras y fruta. La Regla de los Carmelitas Descalzos prohibe comer carne a menos que lo prescriba un médico. Esto rara vez ocurre porque la mayoría de los médicos consideran que el pescado y los huevos son suficiente. Cuando un monje debe comer carne se lo ubica en la parte baja del refectorio y se lo aísla de la vista de los otros monjes mediante un biombo. Uno se refiere a esta área en broma como al “infierno”.

A medida que cada monje termina su almuerzo mira alrededor para ver si puede ser de ayuda en el refectorio. Uno puede reemplazar al lector, otros a los camareros para que puedan almorzar. Otros realizan penitencias y humillaciones públicas. Estas penitencias consisten en estar de pie con los brazos extendidos formando una cruz, besar los pies con sandalias de los monjes, recibir un golpe en la cara por parte de un monje y, al final del almuerzo, tenderse acostado sobre el piso a la entrada del refectorio para que los monjes que salen le pisen el cuerpo. Se supone que éstas y las otras penitencias ganan méritos en el cielo y aumentan la propia “cuenta en el banco espiritual”. Después del almuerzo del medio día, en la mayoría de los monasterios de los Carmelitas Descalzos, el período de recreo del día permite el intercambio fraternal de ideas espirituales, para ayudarse mutuamente al cumplimiento de la vida religiosa. Sin embargo, en realidad, con frecuencia se convierte en un momento tenso, en el que se cometen actos muy poco caritativos. No se puede confinar veinte o más hombres saludables en el medio antinatural de un monasterio sin que se produzcan repercusiones psicológicas. Por lo general es con evidente alivio que los monjes reciben el final del período diario de recreo, y se retiran a sus celdas para el descanso de la tarde.

La constante repetición de salmos

Las Vísperas y las Completas siguen a la siesta de la tarde. Las primeras consisten en cinco Salmos, el Magnificat y la oración del día, y las últimas en tres salmos el Nunc Dimittis y una oración de cierre. Esto concluye el Divino Oficio del día. Fue dividido así en siete partes por los primeros monjes benedictinos siguiendo al Salmo 119:164: “Siete veces al día te alabo a causa de tus justos juicios”. Con frecuencia se me pregunta cómo es que, en vista de nuestra recitación o canto diarios de alrededor de treinta salmos (se supone que en teoría se debe completar todo el salterio cada semana) no llegábamos a conocer el plan de salvación de Dios. La respuesta es muy evidente para un católico. Cada vez que escuchábamos algún pasaje que parecía estar en conflicto con la enseñanza de la iglesia de Roma, decidíamos que no lo estábamos interpretando correctamente. Por ejemplo, en el Salmo 18:2, “Jehová, roca mía . . .” y en el Salmo 62:6: “El solamente es mi roca …” sencillamente ignorábamos la implicancia de que Pedro no era LA roca, o llegábamos a la conclusión de que no contábamos con suficiente conocimiento de las Escrituras como para interpretar el pasaje. Lo mismo ocurría cuando escuchábamos pasajes del Antiguo o del Nuevo Testamento durante el recitado del Divino Oficio. A Romanos 5:1: “Justificados, pues, por la fe. . .” lo entendíamos como si dijera: “Justificados, pues, por la fe en la Iglesia Católica Romana . . .”

La tarde, después de las Vísperas, se pasaba generalmente en la propia celda. Allí en la soledad de su cámara, el monje trataba de lograr la “unión con Dios” por medio de lecturas espirituales, meditación privada y oración. La Orden Carmelita hace hincapié en esta parte de la vida del monje y recomienda “Quedarse en la celda día y noche, meditando en la ley del Señor”. En realidad buena parte del tiempo se disipa en la apatía y el aburrimiento.

¡La mortificación de la carne!

Otra hora de meditación silenciosa en la capilla, la colación (una cena sencilla que consistía en té y pan), las oraciones nocturnas y la Disciplina terminan el día monástico.

La Disciplina es un flagelamiento público en el cual todos los monjes regresan a sus dormitorios y cada fraile se ubica frente a la puerta de su celda. A una señal del superior, se apagan las luces, y los monjes se desvisten parcialmente y proceden a azotar sus muslos desnudos, mientras cantan en latín, muy bajo, el Salmo 51. El látigo, o disciplinador, como se le llama, consiste en tres medidas de soga que se pasan por un mango tejido de modo que se forma una fusta de seis puntas, cada una de quince pulgadas (treinta y siete centímetros) de largo. Los extremos de cada soga se sumergen en cera para endurecerlos. La aplicación del flagelamiento depende, por supuesto, del fervor del fraile. Pero generalmente se hacen sangrar. Al final del canto del salmo, el superior, el Prior, recita varias oraciones y los monjes se acomodan la ropa. Cuando se encienden nuevamente las luces, los monjes se arrodillan en el umbral de su puerta, y el Prior pasa por el corredor, bendiciendo a cada monje que a su vez besa el escapulario (una prenda similar a un delantal que cuelga por delante y por detrás) del superior. Los monjes se retiran y así termina el día monástico.

Si las obras pudieran salvar, todos los Padres Carmelitas tendrían asegurada su salvación, como se puede ver por la vida penitenciaria que llevan. Sin embargo, sabemos por Romanos 3:20 que “Ya que por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él; porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado”. En consecuencia es patético pensar en los miles de monjes y monjas, sí, millones de católicos romanos que realizan incontables obras que creen que son meritorias. “Concluimos, pues, que el hombre es justificado por fe sin las obras de la ley” (Romanos 3:28) es una verdad desconocida para ellos. A causa de mi ausencia de verdadero conocimiento acerca de la Palabra de Dios yo creía que tenía que ganarme el cielo y merecerlo por mis esfuerzos. Así seguía en la oscuridad.

La profesión de votos

En 1935, al final del noviciado, hice mi primera profesión de votos, y luego en 1938, en la Fiesta de la Ascensión, hice mi solemne profesión de votos. A continuación sigue una copia de mi profesión de votos para que puedan ver lo atadora que es la profesión para un católico.

“Yo, Fraile Hugh de Santa Teresa Margarita, hago mi profesión de votos solemnes, y prometo obediencia, castidad y pobreza a Dios, y a la más bendita Virgen María del Monte Carmelo, y a nuestro reverendo Padre, Fraile Peter Thomas de la Virgen del Carmelo, Prior General de la Orden de los Hermanos Carmelitas Descalzos, y a sus sucesores, de acuerdo a la Regla primitiva de la Orden antes mencionada INCLUSO HASTA LA MUERTE”.

En 1938, cuando hice mi última y solemne profesión de votos, estaba completando mis estudios teológicos para mi ordenación en el sacerdocio. Había recibido la tonsura, las Ordenes Menores y la Sagrada Orden del Subdiaconato de manos del Obispo Francis Clement Kelley de la ciudad de Oklahoma. Tal como ahora lo recuerdo, todavía no me habían asaltado dudas serias acerca de la enseñanza oficial de la Iglesia Católica Romana. Parecía estar listo para la vida. Sin embargo, Dios tenía otros planes para mí. “Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados. Porque a los que antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo . . .” (Romanos 8:28 y 29).

Dudas sobre el poder del sacerdote

Durante este período de mi preparación estaba practicando la forma de celebrar la misa. Lleva meses aprender la rúbrica y el ritual de la misa. Muchas veces mientras practicaba me preguntaba si creía que después de mi ordenación final en el sacerdocio tendría el poder de ordenar a Dios bajar sobre el altar. Según las enseñanzas de la iglesia romana el sacerdote, no importa lo indigno que pueda ser él personalmente, incluso si acabara de hacer un pacto con el diablo, tiene el poder de cambiar los elementos del pan y el vino en el cuerpo, la sangre y la DIVINIDAD reales de Cristo. Basta con que pronuncie las palabras de consagración adecuadamente y tenga la intención de consagrarlos, Dios debe bajar al altar y entrar y tomar los elementos. Cuanto más pensaba en este poder pretendido por la iglesia romana para los sacerdotes, menos creía en él. Vez tras vez iba a mi Padre Confesor y le contaba sobre esas dudas. La única respuesta era que debía tener paciencia. Me decía que incluso si no creía en nada de lo que enseñaba la iglesia romana, lo mismo podría ser sacerdote, mientras enseñara fielmente lo que ellos querían que enseñara. Decía: “Tu propia fe personal no tiene nada que ver con esto. Eres simplemente una herramienta en manos de la Iglesia Madre para la propagación de la fe. Sé fiel a la fe católica romana y al final todo saldrá bien”. Sin embargo ese no fue el caso. Mis dudas aumentaban diariamente. Los superiores notaron mi actitud e intuyeron que tenía problemas, pero no hicieron nada. En realidad, el superior principal, Padre Provincial, me detestaba. Se daba cuenta que yo comprendía que no era un hombre preparado. Aparentaba gran conocimiento y santidad, pero no poseía ninguno de los dos. Estaba decidido a quebrarme y destruirme en lo posible.

Afortunadamente el prior local, Padre Edward, era mi amigo y me protegía, incluso al precio de caer bajo la ira del Provincial. Finalmente, perdí completamente la fe en la iglesia romana y sus dogmas inventados. Dejé de preocuparme de si mis superiores descubrían o no la pérdida de mi fe.

Durante los meses siguientes consideré muchas veces la posibilidad de dejar la orden. Pero sabía que si daba un paso fuera de la orden, por mi propia conciencia tendría que dejar la Iglesia Católica Romana. Sabía muy poco de las afirmaciones del protestantismo. Los únicos libros que se me había permitido estudiar estaban escritos por autores católicos romanos que habían distorsionado y pervertido de tal manera las enseñanzas de Dios y de los teólogos protestantes que los pintaban como instrumentos del diablo. No sabía a dónde recurrir, pero puse mi fe en Dios. Sabía que El no me abandonaría en mi hora de prueba.

La decisión de escapar

Al final, el 2 de agosto de 1940, comprendí que hacía mucho tiempo que no creía en las doctrinas propias de la iglesia de Roma como la Transubstanciación, la Confesión Auricular (la confesión a un sacerdote para ser perdonado por él personalmente) y la Infalibilidad del Papa (que cuando habla en su condición oficial en relación a la fe y la moral no puede errar). Sabía que me resultaría imposible continuar en el monasterio. Allí la vida ya es difícil creyendo en todo lo que enseña la iglesia de Roma. Cuando se pierde esa creencia, la vida como fraile se vuelve intolerable.

Había completado mi educación teológica y sabía que nunca más podría volver a tener la fe de un católico romano. Entonces, sin que nadie supiera, decidí dejar el monasterio, y dejarlo esa misma tarde. Tuve mucho cuidado. El Padre Provincial, mi enemigo, estaba visitando el monasterio al que yo estaba afectado. Sabía que si desconfiaba y comenzaba a sospechar que intentaba irme, conseguiría que un médico católico romano firmara papeles de traslado y me pondría en una institución para enfermos mentales bajo el control de la iglesia de Roma. Esto puede parecer rebuscado para aquellos que conocen católicos romanos amables, pero puedo asegurarles que en Norteamérica, Irlanda y muchos otros países hay cientos de sacerdotes y monjes en hospitales psiquiátricos sencillamente porque perdieron la fe en el papa y en la Iglesia Católica Romana y quisieron irse.

Mientras los Padres tomaban su siesta de la tarde salí silenciosamente por la puerta de atrás y corrí al Y.M.C.A. (Asociación Cristiana de Jóvenes) en San Diego en busca de protección. Sabía que el Provincial y sus religiosos asociados no se arriesgarían a llevar este asunto hasta los ministros protestantes de Texas al tratar de sacarme de allí. Después de contactar algunos ministros y discutir mi situación con ellos, me trasladé a Houston, una ciudad más dominada por el protestantismo que San Antonio, que tiene un 60% de católicos romanos.

¡Entrar al ministerio protestante sin tener a Cristo!

En ese tiempo no era realmente convertido. Consideraba que era suficiente para la salud espiritual aceptar la opinión teológica de la iglesia a la que uno pertenecía. En consecuencia, entré al ministerio protestante y durante los siguientes quince años serví en diversos campos sin tener seguridad de mi salvación.

El tiempo y el espacio me impiden contarles todos los desvíos que se dieron durante esos quince años. Llevaba una vida muy mundana. Durante ese período hubo un tiempo en que me jactaba de ser como cualquier otro hombre mundano. Algún día, si Dios quiere, escribiré un libro describiendo la gran misericordia y paciencia que me tuvo Dios durante ese “exilio”.

Sin embargo la gracia de Dios continuó obrando. “El espíritu es el que da vida; la carne para nada aprovecha, . . . Por eso os he dicho que ninguno puede venir a mí, si no le fuere dado del Padre” (Juan 6:63 y 65). Finalmente llegó el punto crítico en mi vida espiritual. Todavía me esperaba una prueba. Comencé a pensar que había cometido un error al dejar la iglesia de Roma, de modo que en 1955 volví a la Iglesia Católica Romana. Me mandaron en penitencia a un monasterio Trapense. Estaba muy dispuesto, quería hacer cualquier cosa que me diera cierta seguridad de mi destino eterno. Abrí mi mente a todo lo que trataban de enseñarme, pero era inútil. No solamente descubrí que no creía en las doctrinas de la iglesia Católica, también comprendí que ella no podía tener la verdad porque la mayoría de sus doctrinas eran obra de hombres. Nuevamente dejé la iglesia de Roma – por supuesto, sin que supieran que intentaba irme. Entonces me dirigí a la Costa Este y oré para que Dios me mostrara su voluntad. Mis oraciones fueron rápidamente contestadas, y de una manera que ya no podría dudar de su voluntad.

Pasos hacia mi conversión

Estaba hablando ante un grupo de hombres de negocio sobre las implicancias políticas de un candidato católico para la Presidencia cuando, después de la reunión, un hombre alto se me acercó y me felicitó por mis conocimientos sobre la iglesia de Roma y sus enseñanzas. Yo, como de costumbre, me sentí henchido de orgullo. Luego dijo: “Sin embargo, amigo, debo decirle que usted tiene la temperatura espiritual más baja que he tomado.” Me sentí profundamente ofendido y me volví de su presencia con toda la torpeza que pude reunir. Mentalmente lo desprecié tomándolo por un “pobre diablo”. Sin embargo él era demasiado buen ganador de almas como para permitirme escapar tan fácilmente de su anzuelo. Pertenecía a ese grupo de muy dedicados “Pescadores de hombres para Cristo”, que no cesan en su búsqueda de almas, no importa lo duramente que puedan ser desairados e incluso insultados. Siguió tras de mí, y finalmente me trajo bajo convicción.

Al comienzo rechacé su solución a mis problemas espirituales. Me dijo que sencillamente tenía que aceptar a Cristo, poner toda mi confianza en él, “creer en él” y tendría vida eterna. Constantemente me recordaba las palabras de Cristo: “De cierto, de cierto os digo: el que cree en mí tiene vida eterna” (Juan 6:47). Todo parecía demasiado fácil para ser cierto. ¿Por qué —me preguntaba— se formularon las enseñanzas de los diversos credos si era tan fácil como eso? Pero luego comprendí que no era tan fácil. Uno debía reconocer humildemente que era un pecador. “Por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23). Más aun, uno ha sido salvado por la sangre de Cristo vertida en el Calvario, y no por el propio mérito, “El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros . . .” (Romanos 8:32). Así es que reconocí que era un pecador, y dije con el salmista: “He aquí, en maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre”. Luego acepté a Cristo como mi único Salvador, sin contar con nadie más —ni siquiera la Bendita Virgen María. “Más al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia” (Romanos 4:5).

Después de mi conversión

Desde ese día no he vuelto a tener dudas acerca de mi salvación. “A cualquiera, pues, que me confiese [reconozca] delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre que está en los cielos” (Mateo 10:32).

Cuando recién fui salvado por la gracia de Dios, trabajé en una organización que tenía como propósito ayudar a los sacerdotes a comprender el Evangelio. Sin embargo, pronto comprendí que Dios me estaba llamando a un ministerio singular – el de enseñar a los cristianos a ganar a los católicos romanos para el Señor. Por eso en 1959 salí por fe, como decimos en los Estados Unidos de América, confiando en él para la provisión de mis necesidades. Y lo ha hecho. La falta de espacio me impide contarles sobre todas las grandes bendiciones y favores que he disfrutado. He viajado muchas veces por los Estados Unidos y Canadá y he realizado viajes de predicación por Europa varias veces. En todas partes he predicado con amor y autoridad y he sido bien recibido.

No es mi propósito sembrar las semillas del odio y la amargura, sino más bien mostrar por medio del Evangelio cómo ganar a los católicos romanos para Cristo. Constantemente les recuerdo a las personas aquellas maravillosas palabras del primer capítulo de Juan que forman parte del último Evangelio que se lee al final de cada misa en la Iglesia Católica Romana. “A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron. Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” (Juan 1:11‐12). Alabado sea su santo sombre para siempre.

Hugh Farrell


Hugh Farrell nació en Estados Unidos. Después de su conversión se mantuvo muy activo en la predicación y evangelización por toda Europa, los Estados Unidos y Canadá. Recientemente pasó a la presencia del Señor.

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