Thoufic Khouri

Un testimonio es un mensaje evangélico, un mensaje que uno recibe y desea pasar a otros, un mensaje de parte del Evangelista, y ese Evangelista es Cristo Jesús.

Este mensaje del evangelio es una historia de amor, la historia del amor entre una persona particular y Cristo Jesús, ese amor que ahora es posible gracias al amor que el Hijo de Dios ha manifestado.

Antes de seguir me gustaría orar al Padre para que nos ilumine y nos dé palabras del Espíritu Santo. “Nuestro Padre celestial, te damos gracias que nos has permitido venir a ti. Te agradezco que puedo testificar de tu maravilloso evangelio. Te suplico que me des tus palabras, palabras que den poder de vida para los que escuchan. Lo pedimos en el nombre de Jesús. Amén”.

Comienzo mi testimonio con un versículo que me es muy querido: Mateo 11:28. El Señor Dios me lo dio en un momento de gran necesidad. Estaba a punto de hacer algo insensato. Entonces El tomó mi mano y me sacó de la depresión. El versículo es: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar”.

En un colegio interno en Jerusalén

Nací en el Líbano de padres católico romanos y fui inscripto en el registro de su iglesia. En enero de 1923 fui bautizado en una ceremonia de triple inmersión. Esta es la costumbre de la iglesia católica Siria. Por medio de este acto me convertí en “cristiano” y miembro de esa iglesia. Cuando tenía tres años murió mi madre, y me pusieron en un colegio interno en Jerusalén, donde permanecí hasta los trece años. Desde niño me gustaron el altar, los sacerdotes, y todo lo relacionado con el servicio sacerdotal.

La escuela estaba atendida por las Hermanas de la Misericordia. Una monja, sor Germaine, notando mi piedad y mi interés en la liturgia, insistió en que debía ser sacerdote. (Más tarde le escribí dos veces explicándole el camino de la Salvación. Después de la segunda carta, no me respondió).

Mis dudas en el seminario

Cuando tenía trece años tuve que elegir entre hacer el secundario o inscribirme en el seminario para ser sacerdote. Elegí un seminario del rito sirio. Ustedes saben cómo son los seminaristas. Se los selecciona cuidadosamente y muchos son descartados y pocos los que quedan. Por supuesto, éstos todavía no son perfectos. Yo no me sentía digno del sacerdocio y le pregunté a mi prior muchas veces si podía abandonar. La respuesta era siempre la misma: “Has sido llamado por Dios y si no es así, cuando lo veamos claramente te dejaremos ir”. Esto continuó durante mucho tiempo. La última vez que fui al prior con este problema fue justo antes de mi ordenación como subdiácono. Intuía las dificultades que me traería el sacerdocio, especialmente el celibato. Después de pasar por esta ordenación, automáticamente enfrentaría la obligación del celibato de por vida.

Además había una fuerte sensación de indignidad que crecía dentro mío. No me sentía suficientemente aceptable para servir en el altar. Fue por eso que insistía firmemente a mi prior que no debía ser ordenado como subdiácono, pero yo no podía decidir por mí mismo. (Cuando uno ha llegado a este punto de preparación para el sacerdocio, los católicos consideran que es una deshonra el abandonarlo.)

Nuevamente recibí el mismo consejo: “Puedes ser ordenado sin ningún temor”, y de esa manera me convertí en subdiácono y más tarde fui ordenado diácono. Una vez más fui a mis superiores y les pregunté si podía permanecer como diácono de por vida. No hice esta pregunta porque no quería seguir con mis estudios sino simplemente por mis sentimientos de indignidad en relación al sacerdocio. Quería, como Efraín el sirio, servir toda mi vida en el altar y ayudar en el sacerdocio. Mis superiores consideraron esto como una idea insensata y me forzaron a dar el último paso, el de ser ordenado sacerdote.

Un pequeño trozo de papel en mi corazón

Después de mi ordenación como sacerdote las dudas continuaron. Llamaban a estas dudas “virtudes angelicales”. Pero también tenía dificultades a nivel intelectual. Ya las tenía cuando estaba estudiando filosofía y especialmente teología. No podía aceptar ciertas cosas sin dificultades. Quería entender todos los dogmas y me preguntaba cómo habían surgido y qué importancia tenían. No podía mantener la incertidumbre acerca de esto. En una oportunidad mi superior me dijo: “Si tienes dificultades para creer, no te desesperes; imita a tu santo patrono, San Vicente de Paul”. Este había escrito en un trozo de papel el Credo y lo había enrollado. Cuando lo atacaban las dudas besaba el papel y lo apretaba contra su corazón diciendo: “Señor, no lo entiendo, pero sigo creyendo”. Seguí su consejo y experimenté un breve período de paz. Sin embargo no fue lo suficientemente fuerte como para asentarme firmemente en mis creencias.

Diplomacia contra una dictadura

Para ser breve, tenía dificultades disciplinarias, intelectuales y éticas. En primer lugar, tenía aversión a someter completamente mi voluntad a mis superiores. El obispo en realidad podía hacer lo que quisiera con nosotros. El efecto era que muchos hacían lo suyo usando otros medios. Esto era especialmente así en relación a las designaciones. Si uno tenía un poco de astucia y una intuición para la diplomacia, entonces uno podía evitar una designación no deseada e incluso cambiarla por algo mejor. Por ejemplo, fui designado capellán de un pequeño pueblo en el desierto. Manipulé las cosas para que esta designación fuera cancelada y en lugar de eso me nombraran profesor en un seminario.

El consejo de un franciscano de Getsemaní

Esta designación trajo sus propias dificultades. Ahora tenía que tratar con todas mis fuerzas de ser un buen ejemplo para mis alumnos. Además tenía que celebrar la misa por la mañana alternando con otros sacerdotes. Eramos los únicos dos sacerdotes catedráticos en el seminario que pertenecíamos al rito sirio. Los demás eran benedictinos. Mi anhelo de una vida perfecta aumentó enormemente y buscaba obtener el poder para esto por medio de los sacramentos. Los sacramentos no me dieron el poder que buscaba. Esta desilusión me produjo una crisis. Comencé a dudar del valor y la verdad de los sacramentos. Desde ese momento en adelante comencé a considerar la renuncia al sacerdocio, no porque quisiera dejar la Iglesia Católica Romana, sino porque quería ser aliviado de la carga de mis funciones sacerdotales. Me sentía totalmente indigno de esta santa forma de vida. Hablé con mi confesor, un viejo franciscano que vivía en el claustro de Getsemaní. El siempre decía: “Mi querido muchacho, incluso los más grandes santos han tenido problemas con las tentaciones acerca de sus creencias. No hay ninguna razón válida para renunciar. Continúa tranquilamente. Es Satanás que no quiere que hagas las cosas bien”.

El sacerdote que se envenenó

Por esta época, un sacerdote tomó veneno y se quitó la vida. Había sido mal sacerdote, que se ocupaba de toda clase de asuntos obscenos, había sido adicto al juego y perdió la vida jugando. A veces ganaba y a veces perdía. Al final se suicidó. Comencé a considerar la posibilidad de seguir su ejemplo. Antes de quitarme la vida me abandonaría a la misericordia de Dios y le pediría que despertara en mí un perfecto acto de contrición. Ese pensamiento me daba miedo. Me sentía impotente y deprimido.

La atemorizante imagen de un sacerdote apóstata

A pesar del terrible estado en que me encontraba, no me atrevía a romper con la Iglesia Católica Romana, porque entonces me convertiría en un sacerdote apóstata. Muchas veces se nos había mostrado la terrible imagen del sacerdote renegado, pero se nos había hablado solamente acerca de aquellos sacerdotes que habían sido expulsados teniendo que dejar la iglesia. No sabía que había muchos otros sacerdotes que habían dejado la iglesia porque el amor de Jesucristo los había reclamado. Dejar la Iglesia Católica Romana significaba para mí seguir el camino de Renan, o como los ex sacerdotes DeLammenais y Loisy. Esos sacerdotes eran pintados como monstruosos ejemplos de orgullo o como esclavos de instintos animales. Nunca querría convertirme en uno de ellos.

Quería suicidarme

Aun así, estaba en un estado crítico y necesitaba ayuda urgente. Un día fui a la iglesia de mi parroquia y golpeé el altar suplicando: “Señor, si realmente estás aquí ahora, ayúdame por favor”. Pero no recibí ninguna ayuda, todo lo contrario. Repentinamente comprendí que había cometido otro pecado contra mi fe porque había dicho “Si realmente estás aquí ahora…” Había expresado dudas en relación al dogma de la presencia real y de la transubstanciación de Cristo en la hostia. Cuando uno duda deliberadamente un dogma católico romano es pecado mortal. Volví a mi habitación muy deprimido y nuevamente comencé a pensar en la posibilidad de quitarme la vida y sumergirme en la eternidad, pero no me atreví.

Repentinamente TUVE que orar

Repentinamente sentí un fuerte deseo de orar, pero no las oraciones de mi breviario sirio. Quería acercarme a Dios en oración personal desde la profundidad de mi corazón. Me arrodillé y dije: “Señor, no quiero ser un apóstata y además temo perder toda mi fe. Por eso oro ahora para que me dejes morir mientras todavía tengo fe en Ti, en tu Hijo Jesucristo, en su Santo Espíritu, y en tu Santa Iglesia y en todo lo que ella me enseña”.

Jesús me habla desde las Escrituras

Muy poco después sentí el impulso de abrir mi Nuevo Testamento. Tenía varias clases de Biblias en árabe, arameo, latín y francés. Pero en realidad nunca la había leído a conciencia, es decir, tomándola con un corazón necesitado. No tenía reverencia por la Palabra de Dios ni respeto por este libro del Señor. Nunca había tenido tiempo ni inclinación por el mismo porque nunca había tenido expectativas para mi alma. Ese día abrí mi Biblia y mis ojos se posaron en Mateo 11:28: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar”. Desde el punto de vista humano eso era accidental, pero era Dios que tiene todo en sus manos y que dirige todo quien había preparado ese texto para mí. No leía esas palabras por primera vez. Muchas veces las había leído de mi breviario y en la misa, pero no significaban nada para mí. Ese día aquellas palabras fueron un mensaje personal de Jesús para mí. Luego oré por segunda vez y dije: “Señor, te tomo la Palabra. Eres tú que me está llamando. Aquí estoy. Prometiste tomar mis cargas. Bueno, aquí están. Quítalas y libérame de ellas”. Recibí algo de alivio pero por entonces no conocía a Jesús como mi Salvador personal.

De vuelta a la rutina, el cansancio y el dolor

Poco después tuve que volver a mi trabajo de rutina como sacerdote –la celebración de la misa y escuchar las confesiones‐‐. Nuevamente administré los sacramentos en el orfanatorio con sus trescientos huérfanos. La gente de la parroquia nuevamente demandó mi atención. Mi vida triste y cansada continuaba.

Un plan insensato

Un día me recordé a mí mismo que la primera vez que había recibido cierta luz había sido a través de la Biblia. ¿Por qué no ir a la Casa de la Biblia en Beirut para preguntar acerca de un libro sobre religiones comparadas? Cuando pienso en esto tengo que sonreír por haber sido tan ingenuo. Estaba buscando un libro que hablara sobre diversas religiones para poder elegir la que más me convenía.

Les cuento todo esto a modo de ejemplo para que vean cómo un sacerdote católico romano puede estar lejos de la verdad. Nunca había conocido una religión personal viva. Estaba buscando algo difícil. Quería elegir entre el islam, el budismo, el confusianismo, el hinduismo, la iglesia griega ortodoxa y el protestantismo. Para mí todas tenían el mismo valor. Quería elegir entre ellas pero es evidente que sólo quería hacer una elección intelectual.

Me hablaron sólo de Jesús

Cuando fui a la Casa de la Biblia en Beirut con mi hábito sacerdotal, estaba muy conciente de estar visitando “herejes”. Toqué el timbre y pedí un libro sobre religiones. Recibí una amistosa bienvenida. Conversaron conmigo, me ayudaron especialmente, oraron por mí. Esa fue la primera vez que oré con protestantes. Por supuesto querrán saber sobre qué hablamos. Bueno, no fue sobre otras religiones o sobre la iglesia, sino solamente sobre Jesucristo. Agradezco al Señor que los inspiró para que me hablaran sobre su Hijo. Me alegró escucharlos. Me dieron un folleto llamado “Hacia la seguridad”. Estaba impreso en Suiza y contenía algunos versículos bíblicos con ilustraciones y referencias.

Por gracia, salvación sólo por Cristo

Llevé ese sencillo folleto a mi habitación y leí un poco cada día. Así comencé a entender el mensaje del evangelio. Llegué a una decisión que había sido preparada mucho tiempo bajo la dirección de Dios. Mi vida estaba madurando con la lectura y la meditación de ese folleto y de la Palabra de Dios. Me arrodillé para confiar sólo en Jesús. Por la gracia de Dios todo en mí estaba abierto para recibirlo. Cerré mis ojos humanos y los ojos de mi mente y abrí sólo los ojos de mi corazón en fe y amor, y le dije al Señor: “Jesús, sólo tú eres el Salvador, tu nombre significa Salvador. Te acepto como mi Salvador, y desde este momento no edificaré sobre otra cosa excepto tú. De ahora en adelante buscaré mi salvación sólo en ti”.

Así es que ocurrió el milagro, ese que tanto necesitaba: un nacimiento espiritual. Me convertí en una nueva criatura, un hijo de Dios. Exteriormente seguía siendo un católico romano, seguía vistiendo el hábito sacerdotal. Los libros en mi habitación seguían siendo católico romanos. Interiormente, sin embargo, ya no era un católico romano. Interiormente me había convertido en cristiano. También en mi manera de pensar seguía siendo católico, porque tantos años de enseñanza escolástica pseudobíblica son difíciles de descartar. En mi espíritu, el Espíritu de Dios me daba testimonio de que había llegado a ser un hijo de Dios. “Pues no habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino que habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre! El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios” (Romanos 8:15 y 16).

Hablo con mi obispo

Con esta nueva vida interior comencé a reorientar mi vida y tuve el valor de dejar la iglesia sin temor, sin escenas y sin herir a nadie. Le dije a mi obispo: “Monseñor, quiero dejar la iglesia”. Dejé de celebrar la misa. Entonces el obispo me citó y me preguntó el motivo. Para entonces había estudiado mucho la Biblia y era alimento para mi alma. Leía especialmente los Salmos y el Nuevo Testamento, y así fue como pude dar al obispo una respuesta directamente desde la Biblia. “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe” (Efesios 2:8 y 9). “Monseñor”, dije, “¿quiere saber cuánto amo la misa? Bueno, si está preparado para celebrar la misa conmigo en la forma en que está registrada en la Biblia, entonces celebraré la misa con gusto con usted. En la última cena, Jesús la celebró de la siguiente manera, sin vestiduras especiales y sin incienso. (En el rito católico sirio siempre se celebra la misa con incienso.) No voy a rociar el incienso nueve veces ni pedirle que me lo rocíe tres veces. Ni usted va a usar sus vestiduras como es la costumbre. Si está de acuerdo, entonces estoy preparado para celebrar la misa con usted, pero solamente en la forma en que Cristo ha instituido la cena del Señor”. “¡Qué ideas extrañas tienes!” “Monseñor, no son mis ideas, sino las del evangelio”. “No, no, esas son falacias protestantes”. Pero puedo decirles que jamás había intercambiado con protestantes y agradezco al señor que no me había puesto en contacto con miembros de ninguna denominación protestante oficial. Sólo había conocido cristianos evangélicos que no comenzaron a hablar sobre iglesias o la iglesia. Hablaron sobre Jesús, a quien toda persona tiene que aceptar personalmente como Salvador. Eso era lo que había hecho, de manera que en realidad era “Protestante”, pero sólo en la medida en que protestaba firmemente contra todo aquello que no está de acuerdo con la Palabra de Dios.

Antes había advertido a otros contra los protestantes

“¿Por qué no escuchas las confesiones cuando la gente te lo pide?” continuó el obispo. “La razón es muy sencilla, Monseñor, porque sólo Jesús tiene el poder de perdonar pecados. El ha derramado su sangre por nosotros. Sólo él ha recibido el poder de Dios para ser el Salvador de la humanidad. No quiero violar los derechos de Jesucristo”, expliqué. “Puedo ver que los protestantes de tu parroquia te han influido enormemente”, respondió él. Pero nunca había estado con un protestante de mi parroquia. Había ido a la Casa de la Biblia en Beirut, y eso era muy lejos de mi parroquia. Había varios protestantes evangélicos en mi parroquia, y con frecuencia había ido a mi obispo para decirle “Monseñor, tenemos que tener cuidado de los protestantes de nuestra parroquia”. La gente con frecuencia me había reprochado la mala conducta de mi colega sacerdote, por ejemplo, siempre estaba jugando a las cartas. “Tenemos que ser ejemplos para nuestra parroquia”, continué, “porque los protestantes están prontos a revolver el avispero. Por eso tenemos que ser muy cautos y dar un buen ejemplo, de lo contrario seremos picados por las avispas protestantes”.

Yo, que había ido tantas veces al obispo para advertirle contra la influencia de los protestantes, ahora escuchaba que yo había sido influido por ellos, aun cuando nunca había hablado con alguno. “Bien, Monseñor, si usted me llama protestante sobre la base de lo que yo he dicho acerca de mi testimonio sobre Jesucristo como el único y personal Salvador para todo el que cree en él, entonces en un sentido soy protestante”, admití.

La conversación con un sacerdote jesuita

El obispo quería que tuviera una charla con un sacerdote jesuita, con la esperanza de que pudiera cambiar mi pensamiento. Era profesor de la facultad de teología de Beirut. Al comienzo me negué. Pero finalmente fui a verlo. Comenzó muy diplomáticamente y al principio habló de varios otros asuntos, pero no acerca de mis conflictos de conciencia. Poco después mencionó el estado de mi alma. Me preguntó si vivía en un buen clima espiritual. “Sí”, le respondí. “Doy gracias al Señor Dios porque estoy en una excelente condición espiritual”. “¿Y cómo está tu vida de oración?” “¡Muy bien! La oración es la expresión de mi alma”. “¿Oras a San Vicente de Paul?” “No, padre, en absoluto”. “¿Oras a la Santa Virgen?” “No, padre, no oro a San Vicente ni a la Santa Virgen, no invoco ningún santo. Sólo oro a Jesucristo, y oro a Dios en el nombre de Jesucristo solamente”. “Porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre” (1 Timoteo 2:5). “¿Pero ya no crees en la Virgen María?” “Claro que sí, y la respeto mucho. Pero no quiero darle ninguno de los derechos que pertenecen a Jesús”. Entonces tomó su breviario y leyó un trozo de Bernard de Clairvaux acerca de María: “Cuando estés desesperado, mira a la Estrella de la Mañana; cuando estés temeroso, vuelve a María; cuando estés … etc., etc.” Entonces me preguntó: “¿No encuentras esto particularmente hermoso?” Yo respondí: “No lo encuentro hermoso en absoluto”. “Bueno, ¿cuáles son entonces tus conclusiones?” “La misma conclusión que le di al comienzo de nuestra conversación”. “Pero eso no es lógico”. “Padre”, dije, “¿ve ese crucifijo detrás suyo? Si quitara a Cristo de la cruz y me deshiciera de él, entonces tal vez sentiría necesidad de orar a algún otro, tal vez a María. Pero mientras crea en Jesucristo, quien ha completado todo, siento plenitud en él y no necesito sustituto”. “Veo claramente”, dijo, “que te pareces demasiado a un protestante. No puedo seguir hablando contigo, lo lamento”. Entonces me fui de su presencia.

Por encima del esplendor del Vaticano

Más tarde el padre jesuita telefoneó al obispo para informarle sobre nuestra conversación. EL obispo me llamó nuevamente. Me dijo: “Te daré dos semanas para repensar las cosas. Querría darte un año de licencia y que pasaras en Roma en el hogar del Provincial del Rito Sirio. Pagaremos el viaje y tu estadía en Roma. Allá podrás descansar y no necesitarás hacer nada. Podrás beber en el esplendor de la Iglesia Católica Romana y permitir que te llegue su influencia”. “Pero”, le respondí, “no necesito eso. Por encima del esplendor del Vaticano prefiero el esplendor de la Palabra de Dios ‐ la Biblia”.

El obispo me ofreció dos semanas para pensar. Le dije: “Tomo mi decisión ahora. Declaro con toda certeza que no volveré a celebrar una misa ni a escuchar una confesión, y que no volveré a orar a otros santos. Mi creencia es totalmente basada en el evangelio. Acepto la Biblia como la autoridad de mi vida y como alimento para mi alma”. “Si así son las cosas”, fue su respuesta, “entonces haz lo necesario para que no nos veamos obligados a tomar la medida extrema”. Yo sabía lo que significaba. Empaqué mis cosas y partí porque quería evitar que la policía me sacara del presbiterio.

¡Que el pastor Khouri sea condenado!

Dejé mi iglesia pero la dejé con una completa paz en el corazón. Lo vuelvo a repetir. No podía dejar la iglesia católica mientras fuera católico romano. Tenía necesidad de encontrar a Jesús, un encuentro de persona a persona, para completar ese paso. Tenía demasiado temor de romper con mi iglesia y de convertirme en una apóstata, excomulgado, un hereje. En mi espíritu podía ya ver mi nombre agregado en la lista de las personas excomulgadas en el fondo de las iglesias de Beirut y en todo el mundo católico sirio, porque así se hacen las cosas en esta parte del mundo. Todo el que está bajo la amonestación de la iglesia aparece en una lista que se clava por un año en esa cartelera vergonzosa. Ya podía escuchar la gente decir: “El pastor Vincent Khouri está excomulgado, se ha vuelto hereje. Está condenado. ¡Sea anatema! ¡Es un maldito!”.

Siempre había tenido esta aterradora imagen ante mí y ésta es la razón por la que no me había atrevido a dejar la iglesia. Pero esos temores desaparecieron totalmente cuando llegué a conocer a Cristo como mi Salvador personal. En épocas anteriores había orado a Jesús pero nunca a MI Jesús, MI Salvador. Muchas veces la gente ora a Dios en el nombre de Jesús pero sin conocer a Jesús como su Salvador personal. “Si, pues, habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios” (Colosenses 3: 1‐3).

Dios nos mira como pecadores (redimidos)

Queridos compañeros ex sacerdotes. Conozco los temores por los que han pasado. Se con qué tristeza mortal han roto con la iglesia que tanto amaban, pero puedo hablarles con esperanza. Esta es sólo una etapa. Es sólo una manera negativa de ver lo que es la esencia del verdadero asunto. La decisión final no radica en romper con la Iglesia Católica Romana a causa de sus errores. La decisión final la tiene que tomar todo el mundo personalmente. En esto somos iguales. Dios no nos mira en primer lugar como creyentes de una religión especial o como pertenecientes a una iglesia especial. Dios no nos mira primero como budistas, o mahometanos, o habitantes de África central con sus ritos paganos primitivos, como católico romanos, como griegos ortodoxos, o como protestantes. Dios nos ve solamente como pecadores, por los que El ha dado a su único Hijo. Sólo aquellos que están vestidos con el manto de la justicia de Cristo son aceptados como hijos por el Padre. Aquellos que están lejos de Jesús, aquellos que tal vez oran a Jesús, pero desde lejos, que no tienen comunión de vida con Jesús, no se pueden llamar cristianos.

Uno puede llamarse cristiano desde el día en que el Espíritu de Jesucristo da testimonio en nuestro interior de que somos realmente “nacidos de nuevo”, el día en que tenemos esa maravillosa experiencia, no por un sacramento que hemos recibido, ni por una doctrina que hemos entendido, sino la experiencia de una nueva vida que recibimos por nada. Es el día cuando descansamos en Jesucristo, el día cuando dejamos de confiar en nuestros propios esfuerzos, en nuestro corazón, nuestra inteligencia y nosotros mismos. El día en que confiamos completamente en Jesús, es el día en que Jesús se convierte en el centro de nuestra vida, nuestra meta y compañía. Entonces somos nacidos de nuevo, entonces Jesús nos da su Santo Espíritu para guiarnos, consolarnos, fortalecernos y animarnos en nuestras horas oscuras. “Y cuando él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio. De pecado, por cuanto no creen en mí” (Juan 16:8 y 9).

El consuelo en las horas oscuras

Con seguridad tendrán ocasionalmente horas oscuras cuando regresen en su imaginación a su país de origen, Italia, España o Francia. Ahora están viviendo en un mundo totalmente diferente. Ese cambio es grande y puede ser pesado. Separarse de los seres queridos puede ser muy doloroso. Agradezco a Dios si les ha evitado a otros esas amargas experiencias por las que yo he tenido que pasar. Había pasado dos años en total soledad espiritual y social. No tenía contacto con ningún otro que pensara como yo. No conocía ningún cristiano evangélico en Francia, cuando me fui después de cortar con la iglesia del Líbano. Sin embargo, incluso si uno no conoce la amargura, sigue habiendo muchas cosas que deprimen. Los pensamientos pueden vagar en el pasado. Hay que redirigir continuamente los pensamientos hacia Jesucristo.

Liberado para liberar a otros

No puedo terminar sin insistir en lo siguiente: estoy muy seguro de que Dios tiene un llamado para cada uno. No un llamado de iglesia, porque el verdadero llamado no viene de autoridades humanas, ni de nuestros iguales ni de nuestros subordinados. Todos somos iguales en Cristo Jesús. Pero estoy seguro de que si Dios los ha liberado de ese sistema, lo ha hecho para reemplazarlo con otra cosa. Somos llamados primeramente para ser testigos de Jesucristo. La preparación puede haber sido larga. Dios los ha liberado para que ayuden en la liberación de otros. Tengan siempre conciencia de ese llamado. “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordias y Dios de toda consolación, el cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos también nosotros consolar a los que están en cualquier tribulación por medio de la consolación con que nosotros somos consolados por Dios” (2 Corintios 1:3 y 4).

“Tú eres un sacerdote real”

Repito, un llamado para hablar a otros del gozo que está disponible sólo puede cumplirse si nosotros poseemos este gozo. El gozo se encuentra solamente en Jesucristo. Todo ser humano puede experimentar este gozo en cualquier momento de su vida si está guiado por el Espíritu de Dios y cree en la Palabra escrita y en el Verbo que se ha hecho carne.

Oro para que este gozo en Jesucristo sea completado en ustedes. En todo el mundo mis hermanos y hermanas e hijos redimidos de Dios están orando por ustedes sacerdotes. Les digo esto para animarlos en el tiempo en que las horas oscuras vengan con pensamientos depresivos. Qué cosa maravillosa es saber que se nos ha permitido ser verdaderos sacerdotes, sacerdotes regios, para Dios. No los sacerdotes del Levítico que subsisten bajo un sistema especial eclesiástico, ahora somos sacerdotes por la unción del Espíritu Santo en nuestras almas: “Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a la luz admirable” (1Pedro 2:9). Amén.

Thoufic Khouri nació en el Líbano y su testimonio es singularmente único en su género y pertinente a los católicos, ortodoxos griegos, budistas, musulmanes e hindúes.

Traducido por Dante Rosso

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