Charles Mzrena

 Nací de padres católicos romanos en Austria; mi vida comenzó en una granja. Mi juventud comenzó a modelarse con un destino específico y un ansia puesta por Dios de saber qué había más adelante. Sabía que había algo más que este cuerpo en la vida. Sí, la eternidad estaba por delante, pero ¿cómo lograrla y dónde la pasaría? Quería conocer a Dios, pero no sabía como abordarlo.

De manera que inicié mi búsqueda de Dios. Después de la enseñanza media inicié los estudios para el sacerdocio en Suiza, luego vinieron varios años de servicio en una capilla, seguidos de estudios en leyes y de la enseñanza de historia y religión ya como sacerdote. Entonces la segunda guerra mundial trastocó todas nuestras vidas.

Dios revela su misericordia

A fines de un otoño, fui movilizado al frente ruso. Estábamos ubicados en el interior de una cueva en la ladera de un montaña. Repentinamente, ambos ejércitos iniciaron un fuerte bombardeo de granadas, y sin advertencia quedamos enterrados vivos. Esta situación siguió durante ocho días. Estaba desesperado, hambriento, sediento, sin embargo de alguna manera creí hasta el final que Dios me liberaría. Mi fe creció hasta que me pareció que podría mover una montaña. Entonces alguien nos localizó y solamente un muchacho cristiano y yo estábamos vivos entre 130 hombres. Dios había tenido misericordia de mí.

Después de la guerra, tres bandidos desesperados me pusieron a las puertas de la muerte, en el intento de vender mi ropa al precio de mi vida. Cuando uno de ellos se me acercó con su cuchillo asesino yo exclamé: “Mi señor y mi Dios”. Repentinamente se detuvo, arrojó su cuchillo y dijo: “He matado a muchos hombres, pero no puedo matar a este hombre”. Nuevamente experimentaba la misericordia de Dios.

Perdido en los Estados Unidos

Tiempo después me enviaron como sacerdote a los Estados Unidos. Con Norteamérica llegó el éxito, y una elección y consagración como obispo de la Iglesia Católica Romana por el arzobispo William Francis y el obispo Marsette. Años de prosperidad y escalada social y religiosa llenaron mi cabeza de conocimiento, experiencia y orgullo. Pero también vaciaron mi alma. No estaba avanzando, sino retrocediendo. No subiendo, sino bajando. Finalmente prevaleció mi buen juicio, y se volvió a despertar mi deseo de buscar a Cristo y su camino. Me había desilusionado la corrupción religiosa, los falsos hermanos me desanimaban, pero Dios me ayudó.

Renuncié al oficio de obispo. Perdí toda mi propiedad. Mi casa fue saqueada y fui despojado de todas mis posesiones. Se me perseguía injusta y encarnizadamente.

Entonces tuve una enfermedad casi fatal, y una vez más mi alma se vio enfrentada a la eternidad.

“Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio”

Era cristiano solamente de nombre. Muchas veces había leído y releído las palabras del Señor a Nicodemo: “Os es necesario nacer de nuevo”, pero no comprendía su significado. En una oportunidad pensé que había nacido de nuevo, pero no fue así en realidad. No era una realidad porque seguía viviendo como un hombre del mundo. No tenía el Espíritu de Cristo morando en mí. Conocía la verdad con lo mejor de mi entendimiento, pero no tenía plena seguridad de ella. Entendía algo sobre la fe, pero no era una fe salvadora. Podía enseñar a otros, pero era incapaz de obedecer mis propias instrucciones.

Fue en abril que llegué a estar mortalmente enfermo. Me diagnosticaron cáncer, y avisaron a mi familia que esperaran mi muerte antes de los noventa días. Al escuchar las noticias de mi condición fatal, decidí poner todo el asunto en las manos del Señor. Tenía que ser ahora o nunca.

Un día estaba leyendo el Salmo 51 y orando a Dios en silencio. De alguna manera miré al Calvario y vi a Cristo muriendo por mis muchos pecados. El Espíritu Santo se movió sobre mí. Confesé mis pecados a Dios en profundo arrepentimiento, confiando en Jesús como mi Salvador personal. Entonces me rodeó un gran silencio, y sentí un inmenso poder desde arriba. Ese poder era Cristo. Nací verdaderamente del Espíritu Santo. Mi vieja naturaleza fue cambiada, y me convertí en un nuevo hombre. Dios, en su gran amor, hizo más todavía, y fui milagrosamente sanado. Mi búsqueda había llegado a su fin, mi sed había sido calmada, mi destino sellado. Era del Señor y El era mío.

Qué maravilla conocer su paz y su presencia, caminar con él y saber que está guiando mi vida. Sí, muchos años perdidos, pero ahora sólo me espera la gloria.

Entregue su corazón a este maravilloso Salvador y reciba la promesa de su Palabra: “Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” (Juan 1:12)

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