Alexander Carson

“Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra” (2 Timoteo 3:16-17).

Desde la niñez hasta la edad de cuarenta y cuatro años, diecisiete años como sacerdote romano (1955-1972), la Iglesia Católica Romana fue el pilar de la verdad para mí, y mi infalible guía hacia Dios. Este “pilar de verdad”, la iglesia romana, no fue edificada solamente sobre las Escrituras infalibles, sino sobre las “tradiciones” humanas, aparte de las Escrituras, afirmando que eran revelaciones de Dios, pero que en realidad contradicen y están en oposición a las claras enseñanzas de las Escrituras.

Durante los días de los primeros siglos de los apóstoles, se predicaba la verdad en las calles y en el Templo de la región de Jerusalén. Finalmente, eso constituiría el contenido del Nuevo Testamento. El libro de los Hechos, capítulo 6, versículo 7, da testimonio de esa predicación: “Y crecía la palabra del Señor, y el número de los discípulos se multiplicaba grandemente en Jerusalén; también muchos de los sacerdotes obedecían a la fe”. A gran precio aquellos sacerdotes judíos del Antiguo Testamento dejaban todo para seguir a Jesús. Cuando su corazón era atravesado por la verdad, esa “espada de dos filos” la Palabra de Dios (Hebreos 4:12), dejaban todo para seguir a Jesús. Todos los antiguos sacerdotes católicos que se han vuelto “obedientes a la fe” verdaderamente se pueden sentir incluidos en este pasaje (Hechos 6:7), desde Wyclif, Hus, y Lutero hasta nuestros días. En diferentes épocas y de distintas maneras Dios ha usado su Palabra escrita para liberar a los hombres ¡incluso a los sacerdotes católicos! “Dijo entonces Jesús a los judíos que habían creído en él: Si vosotros permaneciereis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Juan 8:31-32). En 1972, siendo pastor de la Iglesia Católica del Sagrado Corazón, en Rayville, Louisiana, Estados Unidos, la verdad y la gracia del Señor se volvieron claras como el día para mí. Esta es mi historia completa.

Bautismo, primera comunión, confirmación

En 1928 fui bautizado de bebé en la Iglesia Católica Romana. Cuando tenía alrededor de un año mi familia se mudó desde el estado de Nueva York a Milford, Connecticut, donde fui criado en la fe católica. Creía totalmente en todas las prácticas y creencias católicas, y tomaba muy en serio mi relación con la iglesia, y en consecuencia con Dios. Mi primera comunión y mi confirmación fueron sucesos importantes para mí. Después de la escuela de enseñanza media fui al Tuffts College, en Boston, para cursar el preparatorio en medicina, con la esperanza de convertirme un día en doctor en medicina como mi admirado tío. Sin embargo, después de dos años de estudio, quería verdaderamente ser sacerdote. Pensaba que era más importante ayudar a la gente espiritualmente que físicamente.

El seminario

En septiembre de 1948, inicié los estudios para el sacerdocio en el seminario de San Juan en Brighton, Massachusetts. ¡Cómo me gustaba el seminario! Todo era tan “santo” allí. Aun así, al final de mi primer año en el seminario, abandoné. Me parecía que jamás estaría a la altura de ser un sacerdote, porque estaba convencido en aquel tiempo de que ese era el llamado más elevado posible para la vida de un joven. Asistía a la universidad de Boston (jesuita) y servía en la misa casi todas las mañanas en el monasterio católico local. Por esta época, en el otoño de 1949, Dios me salvó por su gracia (¡la única manera posible!) aunque no sabía mucho de la Biblia. Jesús salva al creyente arrepentido aunque ande en cierta confusión y oscuridad. Había llegado a un punto en que me sentía inseguro de mi relación con Dios, y quería estar seguro de eso por sobre cualquier otra cosa.

Una confesión totalmente diferente

Un día me arrodillé en un confesionario y confesé cada pecado de mi vida que podía traer a la memoria. En realidad, durante la confesión yo siempre confesaba mis pecados a Dios primero, aunque estaba en presencia del sacerdote que me daría la “absolución”. “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1Juan 1:9). Después que expresaba mi arrepentimiento y mientras el sacerdote daba la “absolución” ritual, yo imploraba a Dios en mi corazón, diciendo: “Dios, si perdonas todos mis pecados, serás Señor de mi corazón y ¡te serviré toda mi vida!” “Porque todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo” (Romanos 10:13). Al dejar el confesionario y caminar por la nave de la iglesia, sentía una gran paz y un “¡Abba Padre!” repicaba en mi pecho. ¡Sabía que tenía relación con Dios! Eso no ocurría gracias a la presencia del sacerdote y ni de la absolución litúrgica. Ocurría gracias a la presencia de Jesucristo, nuestro gran Sumo Sacerdote que intercedió por mí y me hizo objeto de su gracia, misericordia y compasión. “En quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia; porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe” (Efesios 1:7, 2: 8- 9).

Al año siguiente volví a ingresar al seminario para completar los estudios para el seminario, la mejor manera de servir a Dios que conocía en aquel momento. Fui ordenado por el obispo Lawrence Shehan de Bridgeport, Connecticut, el 2 de febrero de 1955, y comencé mi ministerio como sacerdote diocesano, o secular, en la diócesis de Alexandria, Louisiana. El gran gozo y el entusiasmo que sentía por mi posición única de servicio comenzó a decaer después de algunos años, y por más que intentara hacer todo bien, se volvió un ritual vacío y sin sentido.

La Biblia –un nuevo patrón

En 1971, después de varios años de suplicar a Dios por algo con más sentido, mi gran sed fue saciada. Jesús y la Palabra de Dios (las Escrituras) se volvieron muy reales para mí. Porque “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones “ (Romanos 5:5), el Espíritu Santo me llevó a juzgar la teología Católica Romana con el patrón de la Biblia. Antes, siempre había juzgado a la Biblia en base a la doctrina y la teología católicas. Fue una inversión de autoridades en mi vida.

Un domingo por la noche en julio de 1972, comencé a leer el libro de Hebreos en el Nuevo Testamento. Esta carta exalta a Jesús, su sacerdocio, y su sacrificio por sobre el antiguo Pacto o Testamento. Esto es algo de lo que leí: “Que no tiene necesidad cada día, como aquellos sumos sacerdotes, de ofrecer primero sacrificios por sus propios pecados, y luego por los del pueblo; porque esto lo hizo una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo” (Hebreos 7:27). Esto me dejó pasmado y comencé a sentirme intranquilo. Por primera vez entendí que el sacrificio de Jesús fue una ofrenda de sacrificio única en su género en el Calvario, eficaz en sí misma para reconciliarnos con Dios a los creyentes arrepentidos de todos los tiempos. Vi en ese momento que el “Sagrado sacrificio de la misa” que yo y miles de sacerdotes católicos ofrecíamos diariamente en todo el mundo era una falacia y algo totalmente irrelevante. Si el “sacrificio” que yo como sacerdote ofrecía cada día era sin sentido, entonces mi “sacerdocio” que existía con el propósito de ofrecer ese “sacrificio” era igualmente inútil. Estos descubrimientos fueron pronto confirmados a medida que seguí leyendo en Hebreos capítulo 10: “Pero Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios; de ahí en adelante esperando hasta que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies; porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (vv. 12-14). “Pues donde hay remisión de éstos, ya no hay más ofrenda por el pecado” (v. 18).

Salvado por la sola gracia de Dios

Esa noche la Iglesia Católica Romana perdió credibilidad para mí, ya que había enseñado como verdad lo que era claramente contrario a las Escrituras. Elegí entonces las Escrituras como mi patrón de verdad, dejé de aceptar el magisterio, o autoridad de la iglesia Católica para enseñar, como patrón. En mi carta de renuncia a la iglesia y el ministerio católico, expresé al obispo que dejaba el sacerdocio porque no podía seguir ofreciendo misa, por ser contrario a la Palabra de Dios y a mi conciencia. Esto fue en 1972. No pasó mucho tiempo antes de que fuera bautizado por inmersión, iniciara estudios bíblicos y fuera ordenado en el ministerio del Evangelio. Por más de veinte años he caminado en la libertad de la que habló Jesús diciendo: “Dijo entonces Jesús a los judíos que habían creído en él: Si vosotros permaneciereis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Juan 8:31-32), y “si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres” (Juan 8:36).


Alexander Carson

Hasta 1994, su ministerio era mayormente en seminarios, evangelismo y predicación en Florida, EE.UU. Luego en 1995, realizó una extensa gira de predicación a través de partes de Europa oriental. En marzo de 1996, fue en un viaje de 6 semanas para ministrar en Siberia. De una entrevista por radio con Bob Bush, fue contactado por un creyente ruso en California. Como resultado, pronto volverá a Rusia. Actualmente está estudiando ruso.

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