Bartholomew F. Brewer

Millones, tal vez la mayoría de los católicos romanos son católicos de nombre, por cultura, o por inercia. Sin embargo mi familia era católica romana por convicción. Entendíamos y practicábamos las técnicas de nuestra religión. Pensábamos que nuestra iglesia era la “única iglesia verdadera” fundada por Jesucristo. Por eso, aceptábamos sin cuestionamiento todo lo que nos enseñaban nuestros sacerdotes. En aquellos días antes del Vaticano II, la idea común era que “fuera de la Iglesia Católica Romana no hay salvación”. Esto nos producía una sensación de seguridad, de estar en lo correcto. Estábamos a salvo de alguna manera en los brazos de la “Santa Madre Iglesia”.

Desde el día en que murió mi padre (yo tenía casi 10 años) mi madre asistió diariamente a misa, sin faltar ni un solo día durante más de 24 años. Nuestra familia recitaba fielmente el rosario cada noche. Se nos estimulaba a hacer visitas regulares al “bendito sacramento”.

Además de la enseñanza en el hogar, toda nuestra educación escolar fue católica romana. El monseñor Hubert Cartwright y otros sacerdotes de la parroquia de nuestro hogar, la Catedral de los Santos Pedro y Pablo en Filadelfia, Pennsylvania, solían decir que mi familia era más católica que Roma misma.

No es de sorprender que a medida que yo llegaba a la edad de la enseñanza media, me sintiera llamado a prepararme para el sacerdocio católico romano. Más que el sacerdocio secular, que sirve en las parroquias, elegí solicitar el ingreso a los Carmelitas Descalzos, una de las órdenes católicas más estrictas y antiguas.

Motivado por amor

Desde el primer día en Holy Hill, Wisconsin, amé la vida religiosa, y ese amor fue la motivación que necesitaba para llevar adelante el latín y otras asignaturas que encontré muy difíciles. La dedicación y el sacrificio de los sacerdotes que dictaban las clases era un continuo recordatorio del valor de hacer cualquier sacrificio para lograr la meta de la ordenación.

La preparación que recibí en cuatro años de seminario, dos años del noviciado, tres años de filosofía y cuatro de teología (el último después de la ordenación) fue completa. Era sincero cuando practicaba las mortificaciones y otras disciplinas y nunca dudé de mi llamado ni de nada de lo que me enseñaban. El tomar los votos de pobreza, castidad y obediencia representaba para mí toda una vida de dedicación a Dios. Para mí, la voz de la iglesia era la voz de Dios.

Otro Cristo

Mi ordenación como sacerdote católico romano fue en el Santuario de la Inmaculada Concepción de María en Washington, DC, la séptima iglesia en tamaño actualmente en todo el mundo. Cuando “Su excelencia, el Reverendísimo Obispo” Juan M. McNamara puso sus manos sobre mi cabeza y repitió las palabras del Salmo 110:4 “Tú eres sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec” me sentí embargado por la idea de que ahora yo era un mediador entre Dios y los hombres. La unción y el ceñimiento de mis manos con ropas especiales significaba que ahora estaban consagradas para cambiar el pan y el vino en la verdadera (literalmente) carne y sangre de Jesucristo, para perpetuar el sacrificio del Calvario por medio de la misa, y para dispensar la gracia salvadora por medio de los otros sacramentos católico romanos como el bautismo, la confesión, la confirmación, el matrimonio y ritos finales. En la ordenación de un sacerdote católico se le dice que reciba la marca “indeleble”: que experimente un cambio permanente de su personalidad por la de Cristo, que debe realizar sus obligaciones sacerdotales como si fuera “otro Cristo” (alter Christus) o en lugar de Cristo. Efectivamente la gente se arrodilló y besó nuestras recién consagradas manos, tan sincera era su creencia.

Después de terminar el último año de teología, que era principalmente una preparación final para predicar y escuchar las confesiones (que implicaba dar la absolución o perdón por el pecado) se me otorgó el deseo largo tiempo expresado de ser sacerdote misionero en Las Filipinas.

Nueva libertad en la vida misionera

El cambio de una vida monástica regimentada a la sencillez y libertad de la vida misionera significó un desafío para el que no estaba preparado. Me gustaba viajar a algunos de los ochenta o más barrios asignados a nuestra parroquia y también me encantaba enseñar mi clase de religión en el colegio Carmelita de nuestra pequeña ciudad. Hasta ese momento, mi vida había transcurrido casi exclusivamente entre hombres. Disfrutaba mirando a las muchachas cuando sonreían y coqueteaban con los muchachos. Sin embargo, después de un tiempo, mi atención se centró en una de las estudiantes más destacadas, que cautivaba totalmente mi interés. Esta jovencita era madura para su edad por las responsabilidades que habían recaído en ella después de la muerte de su madre. Era encantadora y respondía tímidamente cuando pasábamos algunos momentos conversando solos después de clase. Esta era una aventura nueva, y pronto interpreté como amor nuestro recién descubierto afecto.

No es de sorprender que el obispo se enterara pronto de esto, aunque estaba a millas de distancia, y rápidamente me hizo volver a los Estados Unidos antes de que pudiera desarrollarse una relación seria. La sensación incómoda de esta medida disciplinaria fue difícil para ambos, pero la vida siempre sigue adelante.

Después de la aventura y la libertad de Las Filipinas, ya no tenía motivación alguna para volver a la vida monástica, de manera que el Padre Provincial me otorgó el permiso para trabajar en una parroquia de los Carmelitas Descalzos en Arizona. Disfruté mis responsabilidades en esa parroquia, pero mi siguiente tarea no fue tan satisfactoria. Pronto recibí de Roma una dispensación para dejar la orden Carmelita y servir como sacerdote secular (diocesano). Mientras servía en una parroquia grande

en San Diego, California, pedí, y se me otorgó, permiso para entrar en la Armada Naval de los Estados Unidos como capellán católico romano. Allí las nuevas tareas, la jerarquía y los viajes sirvieron de escape para lo que gradualmente se había convertido en una estéril vida parroquial de ritualismo y sacramentalismo.

Mi vida espiritual se amplió rápidamente y me mezclé con capellanes no católicos. Por primera vez, estaba viviendo fuera de mi cultura católica romana. En esa atmósfera ecuménica, gradualmente fui neutralizado. Luego, cuando el Vaticano II abrió las ventanas de la tradición rígida para dejar entrar aire fresco, tomé un profundo y grato respiro renovador. Había entrado el cambio. Algunos querían que fuera radical, otros querían solamente un poco de modernización.

Cuestionamiento a la autoridad de Roma

Para muchos, la fe católica romana no estaba dando respuestas a los problemas comunes de los días que corrían. Muchos se sentían alienados e incomprendidos. Eso era especialmente cierto entre sacerdotes. Con todo el cambio, el sacerdocio estaba perdiendo su atractivo. Ya no se consideraba la educación sacerdotal superior a la del feligrés. Ya no estaba el sacerdote más ilustrado que la mayoría de la gente. Experimentar una crisis de identidad era más común entre los sacerdotes de lo que cualquiera estaba dispuesto a reconocer, incluso entre los capellanes.

Al comienzo me escandalizó descubrir que algunos de los capellanes católicos estaban teniendo citas. Escuchaba con interés cuando algunos discutían abiertamente la naturaleza impráctica del celibato obligatorio. Pronto encontré coraje yo mismo para cuestionar a las autoridades de nuestra iglesia que persistían en mantener esas tradiciones, especialmente cuando la ley del celibato era la fuente de tantos problemas de inmoralidad entre los sacerdotes. Por primera vez en mi vida, dudé de la autoridad de mi religión, no por orgullo intelectual, sino como asunto de conciencia.

Como estudiantes para el sacerdocio se nos había informado mucho sobre la antigua tradición que somete al sacerdote católico romano al celibato. Sabíamos muy bien que a los pocos que el Vaticano les otorga permiso para casarse probablemente nunca volvían a oficiar de sacerdotes. Pero los tiempos estaban cambiando. Preguntas nunca antes expresadas estaban siendo presentadas ante el Concilio Vaticano en Roma. Muchos pensaban que los sacerdotes que tenían esposas podían, como los protestantes, encarar con mayor sensibilidad y comprensión los problemas matrimoniales y familiares. En cualquier lugar donde se reunían sacerdotes eran comunes las discusiones sobre esos asuntos, incluso cuando visitaban el departamento que mi madre y yo compartíamos fuera de la base.

Mamá no tenía inconvenientes en participar de esas discusiones. Era una persona inteligente y bien informada, y yo valoraba mucho sus opiniones. Recuerdo lo espantada que estaba porque se estaba enseñando la Teoría de la Evolución en los colegios católicos y porque Roma había establecido contacto con los comunistas. Durante mucho tiempo había estado perturbada por algunos conflictos que observaba entre los principios que se enseñaban en las Escrituras y la falta de principios entre muchos de los líderes religiosos de nuestra iglesia. Años antes el monseñor Cartwright la había tranquilizado recordándole que aunque había muchos problemas en la iglesia, Jesús prometía que “…las puertas de Hades no prevalecerán contra ella”. Mamá siempre expresó un enorme respeto por la Biblia. Aunque la había leído fielmente durante años, ahora se estaba convirtiendo en una ávida estudiosa de las Escrituras. A medida que yo observaba una tendencia liberal entre mis colegas, mamá se estaba inclinando en otra dirección. Eso era un misterio para mí. Mientras otros discutían sobre el relajamiento y la liberación de las reglas y ritos tradicionales, mamá expresaba el deseo de ver un énfasis más bíblico en la iglesia, más atención hacia los aspectos espirituales de la vida y más énfasis en Jesús, incluso en una relación más personal con él.

Cuestionamiento a las creencias de Roma

Al comienzo no lo comprendí., pero gradualmente observé un maravilloso cambio en mamá. Su influencia me ayudó a descubrir la importancia de la Biblia en determinar lo que creemos. Con frecuencia discutíamos temas como la primacía de Pedro, la infalibilidad papal, el sacerdocio, el bautismo de niños, la confesión, la misa, el purgatorio, la inmaculada concepción de María, y la entrada corporal de María en el cielo. Con el tiempo comprendí que no solamente estas creencias no están en la Biblia, sino que en realidad son contrarias a las claras enseñanzas de las Escrituras. Finalmente se rompió la barrera contra las convicciones personales. Ya no tenía dudas en mi mente respecto a la visión bíblica de esos asuntos pero, ¿qué efecto podría tener todo eso en la vida de un sacerdote?

Yo creía sinceramente que Dios me había llamado a servirle. Me enfrentaba a un problema ético. ¿Qué debía hacer? Sí, había sacerdotes que no creían en todos los dogmas de Roma. Sí, había sacerdotes que tenían esposas y familias en secreto. Sí, podía seguir siendo un capellán católico y continuar sirviendo sin expresar mis desacuerdos. Podía seguir recibiendo el salario y los privilegios de mi jerarquía militar. Podía seguir recibiendo la asignación y otros beneficios por mi madre. Había muchos motivos para quedarme, tanto profesionales como materiales, pero hacerlo hubiera sido hipócrita y antiético. Desde mi juventud había sido entrenado para hacer lo justo, y eso fue lo que elegí hacer.

Rotura de los lazos con el catolicismo

Aunque hacía poco tiempo que mi obispo me había otorgado la aprobación para seguir veinte años en la Armada, renuncié sólo después de cuatro. Mi madre y yo sencilla y silenciosamente nos mudamos cerca de mi hermano Paul, y su esposa, en la región de la Bahía San Francisco. Poco antes de mudarnos, mi madre cortó sus lazos con el catolicismo romano bautizándose en la iglesia Adventista del Séptimo Día. Yo sabía que ella venía estudiando la Biblia con uno de sus obreros, pero no me contó de su bautismo hasta que yo decidí dejar el sacerdocio.

La decisión de dejarlo no fue nada fácil. La afirmación de Roma de que no hay motivos objetivos para dejar “la única iglesia verdadera” era algo para considerar cuidadosamente. Los católicos tradicionalistas me calificarían de “sacerdote Judas”, digno de ser condenado, excomulgado y evitado. Sí, había muchas dificultades implicadas en dejar la seguridad del redil católico romano, pero he descubierto que Jesús nunca falla.

La autoridad de la Biblia

Después de sacudir el polvo católico romano de mis zapatos, enfrenté un asunto tremendo: ¿dónde se encontraba la autoridad definitiva? Por medio de un proceso de eliminación, gradualmente llegué a la conclusión de que la Biblia es la única autoridad que no puede ser sacudida. Muchos sistemas, incluyendo el católico romano, han intentado sin éxito minar su suficiencia, su eficiencia, su perfección, incluso su autoría por santos hombres de Dios movidos por el Espíritu Santo. “Porque nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron inspirados por el Espíritu Santo” (2 Pedro 1:21). Feliz el día cuando todos los que pronuncien el nombre de Jesucristo comprendan que la Biblia es la única fuente de autoridad que no cambia. Es la autoridad final por su completa identificación con su autor inmutable. Dios se ha comunicado claramente. Es trágico que el romanismo y la mayoría del protestantismo tradicional, así como muchos pentecostales y otros grupos, rechacen la suficiencia de la Biblia. Prefieren confiar en tradiciones, visiones, apariciones o profecías cuestionables. Estas fuentes no solamente son inconsecuentes en cuanto a venir “de Dios”, sino que pueden contradecir las claras enseñanzas bíblicas.

Tal vez la razón por la que muchos consideran la Biblia como insuficiente es que no la han estudiado a fondo. Mis apuntes de los trece años de enseñanza formal en la orden de los Carmelitas Descalzos muestran que solamente tuve doce horas semestrales de Biblia. Esto ya es una evidencia de que las Escrituras no son la base de la enseñanza católica romana.

Decisión prematura de ingresar a una iglesia

Después de dejar el catolicismo romano yo quería estudiar la Biblia. Era una persona “orientada hacia la iglesia”, de modo que no me oponía a ingresar en alguna otra denominación. Después de investigar algunas de las iglesias protestantes, concluí con tristeza que en su locura ecuménica estaban unidas contra Roma a expensas de la verdad bíblica. Ver la gran diversidad de las iglesias puede ser desalentador y hasta peligroso para un ex católico en búsqueda de la verdad.

Sin embargo, el conocer los amigos adventistas de mi madre era un placer. Tenían entusiasmo por su fe, y su amor por las Escrituras hacía eco en mi deseo de estudiar la Biblia. Esto produjo una decisión un tanto prematura de formar parte de la denominación Adventista del Séptimo Día. El pastor que me bautizó hizo los arreglos para que la Southern California Conference me enviara al seminario de la Andrews University por un año.

Mientras hacía los planes para el año de estudios, conocí a Ruth. Yo había estado alrededor de un año esperando y orando para encontrar una esposa. Desde la primera vez que Ruth visitó nuestra iglesia, supe que sería la compañera de mi vida. Nos casamos poco después de partir para el seminario. Ella se había convertido al adventismo y como todo el mundo, suponía que si yo quería entrar al seminario era un cristiano.

Nacido del Espíritu

Observando que yo nunca decía nada acerca de haber “nacido de nuevo”, un día mi esposa me preguntó: “Bart, ¿cuándo te hiciste cristiano?” Mi increíble respuesta fue “Nací cristiano”. En las conversaciones que siguieron, ella trató de hacerme entender que el hombre, habiendo nacido en pecado debe, en algún punto, reconocer la necesidad de un Salvador y nacer de nuevo espiritualmente confiando solamente en Jesucristo para ser salvo de las consecuencias del pecado. Cuando yo le respondí que siempre había creído en Dios, me hizo ver que según Santiago 2:19 “Tú crees que Dios es uno; bien haces. También los demonios creen, y tiemblan”.

Con el tiempo, gracias a estas conversaciones y por las clases sobre Romanos, Gálatas y Hebreos, comprendí finalmente que yo había estado confiando en mi propia justicia y esfuerzos religiosos y no en el completo y suficiente sacrificio de Cristo Jesús. La religión Católica Romana nunca me había enseñado que nuestra propia justicia es carnal y no es aceptable para Dios, ni que solamente necesitamos confiar en su justicia. El ya ha hecho todo lo necesario en nombre del creyente. Entonces, un día en la capilla, el Espíritu Santo me convenció de mi necesidad de arrepentirme y recibir el “don” de Dios.

Durante todos esos años de vida monástica había confiado en que los sacramentos de Roma me dieran la gracia, me salvaran, pero ahora por la gracia de Dios había nacido espiritualmente: era salvo. Ignorando la justicia de Dios, como el judío en los días de Pablo, yo había vivido estableciendo mi propia justicia, sin someterme a la justicia de Dios (Romanos 3:2‐3).

No sé quién es usted ni cuál es su relación con Dios, pero ¿puedo hacerle la pregunta más importante de la vida?: ¿Es un cristiano bíblico? ¿Confía solamente en el completo sacrificio de Cristo para el perdón de todos sus pecados? Si no, ¿por qué no arregla las cosas ahora mismo? Como en una sencilla ceremonia de casamiento, prométale a El su amor, su devoción, su confianza. Recibir a Jesús como Salvador no es algo que se hace como un rito religioso, es una entrega única de su vida a El para el perdón de todos sus pecados. Al momento mismo que lo haga, Jesús tomará una posición vital en su ser, y recibirá la vida eterna. Después de eso, usted cambiará. La Biblia dice : “Estando persuadido de esto, que el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo” (Filipenses 1:6).

Algunos pervierten el Evangelio de Cristo

Hacia el final de mi cuarto año como adventista algunos miembros de la iglesia me convencieron de asistir a unas reuniones carismáticas. Decían que el Espíritu Santo estaba rompiendo las barreras denominacionales en los últimos días antes del retorno de Cristo. Yo quería todo lo que Dios tuviera para mí, por lo que entré en un cuarto de oración para recibir el “don de lenguas”. Me sentía un poco receloso de todo eso, especialmente porque yo no experimentaba las sensaciones que tantos describían. En privado practicaba las lenguas, pero no lograba hacer que otros entraran al movimiento. Para mí era mucho más importante mover a la gente a estudiar la Biblia, llevar a la gente a confiar en Cristo, y vivir según los principios bíblicos. Mi principal interés en el movimiento carismático era la preocupación por otros que parecía inspirar. Esto, además de la espontaneidad y el celo me impresionaban como ejemplos del estilo de vida bíblico que parecía faltar en tantas iglesias.

No mucho después de ser ordenado ministro adventista del Séptimo Día la Southern Conference realizó una promoción especial de los escritos de Ellen G. White, una de las fundadoras del adventismo y a quien los adventistas consideran una profetiza. Ruth y yo encontramos muy útil e informativa la serie de seminarios de pastores, hasta que llegó la última. El expositor era de la General Conference de Washington, DC, y algunas de sus afirmaciones resultaron sumamente perturbadoras. La que se convirtió en un punto decisivo en mi vida fue la de que los escritos de Ellen G. White eran “igualmente inspirados que los de Mateo, Marcos, Lucas y Juan”. Perturbado, consulté con un muy respetado líder, pero de ninguna manera pude reconciliar eso con mi conciencia. Ya había comenzado a sentirme espiritualmente amordazado en el adventismo por su legalismo y exclusivismo, pero esto ya era añadir a las Escrituras. Cuando decidí no comenzar la serie llamada “Recuento testimonial” en nuestra iglesia, varios miembros protestaron. Después de algunos días comprendí, a conciencia, que no podía seguir como ministro adventista. De no haber sido por el apoyo y la ayuda de varios amigos no adventistas en el ministerio, la transición hubiera sido mucho más difícil.

Durante los cuatro años siguientes pastoreé dos iglesias y crecí rápidamente en el conocimiento de la Biblia y descubrí la dificultad de tratar con gente que no está bajo un sistema autoritario. También tuve muchas oportunidades para dar mi testimonio. Estaba convencido de que Dios me había tenido “por fiel, poniéndome en el ministerio”, pero no como pastor.

Una misión para católicos

En oración y deliberadamente decidí volver a San Diego, donde antes había servido como sacerdote de parroquia. Consciente de que el Vaticano II había producido confusión y desaliento en muchos católicos romanos, me sentí guiado a comenzar un ministerio para ayudarlos en la transición desde la denominación Católica Romana. En poco tiempo el Señor abrió puertas para hablar. La gente quería saber el nombre del ministerio. Nuestra respuesta era que era algo así como una misión entre católicos.

A medida que Ruth y yo crecíamos espiritualmente, nos convencimos de la naturaleza ecuménica del movimiento carismático y lo dejamos. Por esa misma época, conocimos algunos fundamentalistas bíblicos que creían y fielmente practicaban los principios de la Biblia. Aunque tenemos muchos amigos en iglesias bíblicas  independientes, ahora somos miembros de una iglesia  Bautista Fundamental, en la que también fui ordenado.

La Misión Internacional para Católicos fue aceptada como organización sin fines de lucro. Desde entonces ha distribuido millones de folletos, libros y cintas exponiendo las contradicciones entre el catolicismo romano y la Biblia y presentando la salvación bíblica. Dispone de un boletín informativo mensual para los contribuyentes que lo soliciten. El Señor nos ha permitido hacer algo de exposición por radio y televisión y estamos agradecidos de que mi autobiografía Pilgrimage From Rome (Peregrinaje desde Roma) haya sido publicado y esté recibiendo excelente aceptación tanto en inglés como en español. Hemos tenido reuniones y llevado literatura a muchos otros países y se envían pedidos por correo cada cinco días desde nuestra oficina central en San Diego.

Las reuniones nos mantienen ocupados, con frecuencia hasta por trece semanas cuando viajamos por los Estados Unidos y otros países. Un curso para el evangelismo entre católicos romanos provee una semana o más de intensa preparación para pastores y obreros clave que desean establecer ministerios especializados para alcanzar eficientemente a la comunidad católica romana por medio de sus iglesias. También se estimula a los misioneros y a los ex católicos a asistir (especialmente ex sacerdotes y ex monjas para que estén preparados para ministrar desde el fundamentalismo bíblico).

En Misión Internacional para Católicos estamos convencidos que no es amor retener la verdad a quienes están en la oscuridad. Los católicos romanos necesitan ser desafiados a pensar en lo que creen y a estudiar la Biblia, comparando su religión con la verdad de las Escrituras. Sólo entonces podrán experimentar la libertad y la luz de la verdad de Dios. “Y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Juan 8:32).

Traducido por Dante Rosso

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