Qué gran alivio y paz celestial vino a mi alma cuando Cristo me halló, siendo un pecador perdido. Esta es mi historia:

Salvación por medio del monasterio

Nací de padres católicos romanos en Wolseley, Saskatchewan, Canadá y fui criado estrictamente en la fe Católica Romana. Desde mi temprana juventud intentaba ser bueno, pero caía cada vez más en pecado. Con el resto de la multitud, me encaminaba a la perdición. Se me dijo que convirtiéndome en monje y sacerdote, podría evitar el pecado y tener mayor seguridad de mi salvación. Como buscaba sinceramente la salvación, entré a la Orden de Monjes Bacillines, recibí la sotana negra y adopté el nombre monástico de “San Hilario el Grande” e hice mis votos. Como estudiante monje me llamaban “Hermano Hilario” y después de mi ordenación “Padre Hilario”.

Me auto castigo

Estaba ansioso por servir al Señor Jesucristo. Pensaba que estaba haciendo precisamente eso al llevar una vida monástica. Realizaba todos mis deberes monásticos hasta el mínimo detalle. Me castigaba todos los miércoles y viernes por la tarde hasta que a veces me hacía sangrar la espalda; a veces besaba el piso en penitencia; con frecuencia tomaba mi pobre almuerzo de rodillas en el piso, o me privaba completamente de alimentos. Hice muchas clases de penitencias, porque realmente buscaba la salvación. Se me había enseñado que finalmente podría llegar a merecer el cielo. No sabía que la Palabra de Dios dice: “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe: y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe” (Efesios 2:8 y 9).

Sacerdote al fin

Después de años de estudio y trabajo manual en el monasterio, fui ordenado sacerdote. Serví en cinco parroquias en la región de Lamont, Alberta, daba misa todos los días, escuchaba las confesiones, recitaba el rosario a María, hacía devoción a muchos santos, recitaba el breviario de oraciones cada día, y como monje, realizaba mis penitencias con más fervor que nunca. Pero nada de eso satisfacía mi alma cansada. Mi alma se encaminaba a un desasosiego más profundo que cuando era un muchacho, pero Cristo fue fiel en su cuidado de mí.

El Libro de Dios y mi iglesia

Entre los estudios para el sacerdocio, teníamos tres libros de texto sobre la Biblia, pero no la Biblia misma. Después de ser ordenado sacerdote, me familiaricé con la versión católica de la Biblia y en ella encontré versículos asombrosos que contradecían mis propias creencias y prácticas. El Libro de Dios decía una cosa, mi iglesia otra. ¿Quién tenía razón? ¿La iglesia romana o Dios? Finalmente creí en la Palabra de Dios.

La vida monástica y los sacramentos prescritos por la Iglesia Católica Romana no me ayudaron a llegar a conocer personalmente a Cristo y a encontrar la salvación. Después de doce largos años y medio escapé del monasterio, como un pecador perdido, sin paz en mi alma. En mí persistía la vieja naturaleza del “viejo hombre”. Necesitaba una nueva naturaleza, un nuevo corazón. “. . . la verdad que está en Jesús.

. . . del viejo hombre, que está viciado conforme a los deseos engañosos; y renováos en el espíritu de vuestra mente, y vestíos del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad” (Efesios 4:21‐24). Eso solo puede ocurrir naciendo de nuevo del Espíritu de Dios por la sola fe en Jesucristo, y no por la monótona repetición de oraciones, penitencias, sacrificios y buenas obras. “El que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios” (Juan 3:3). “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa” (Hechos 16:31).

Confío sólo en Cristo

Comprendí que los sacramentos hechos por los hombres de mi iglesia y mis buenas obras eran inútiles para la salvación. Sólo conducían a una falsa seguridad. Poco después, creí que Jesús murió por mí porque yo mismo no podía salvar mi alma y confié solamente en él para mi salvación. Cuando me arrepentí de mis pecados y lo recibí en mi corazón, creyendo que en la cruz él había pagado toda la culpa por mi condena, supe que mis pecados no solamente estaban perdonados sino también olvidados y que yo estaba justificado delante de Dios. “Por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23). “Porque la paga del pecado es muerte, más la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 6:23). La sangre de Cristo me limpió de todos mis pecados. “La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (1Juan 1:7). Y ahora tengo la paz de Dios. “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Romanos 5:1).

Mis palabras para usted

Amigo, si usted también está tratando de alcanzar el cielo por su cuenta, quisiera insistirle en que “No por obras, para que nadie se gloríe”. El cielo es infinito y jamás se lo puede ganar; nosotros somos finitos y pecadores. Sólo Cristo es el camino y la respuesta. “Porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo Hombre, el cual se dio a sí mismo en rescate por todos, de lo cual se dio testimonio a su debido tiempo” (1Timonteo 2:5‐6). Venga a él tal como es, admitiendo sus pecados. Pídale perdón y acéptelo como su Salvador y Señor. Comience a descansar en él para su bienestar eterno porque él compró la salvación para usted. El lo llama ahora: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar” (Mateo 11:28).

Entonces usted también podrá gozarse conmigo en su nuevo Amigo y Salvador: El Cristo viviente.

Traducido por Dante Rosso

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