Guido Scalzi

Nuestra pequeña casa en Mesoraca se hallaba en una aldea llamada “Filippa”, que no estaba lejos del monasterio de los frailes franciscanos, ubicado en la cumbre de una hermosa montaña. Allí era donde, de niño, iba con mi familia a escuchar misa.

Majestad y monasterio

Recuerdo una mañana en particular en que me sentí conmovido al escuchar las cuerdas del órgano de la iglesia, y con la primavera que despertaba, sentí por primera vez algo nuevo y diferente. Aquello produjo en mi mente una atracción única, una emoción que se agitaba en todo mi ser. Sentí que sería maravilloso vivir el resto de mis días en un monasterio en íntima comunión con Dios y con la naturaleza. Cuando mi madre salió de la iglesia, la encontré camino a casa y exclamé: “Mamá, qué maravilloso sería si pudiera ser sacerdote”. Decir que mi madre estaba contenta con mi intención sería poco. Estuvo más contenta todavía cuando pudo comprobar con el paso de los días que yo estaba cada vez más determinado en lo que había considerado sinceramente un llamado de Dios para mi vida.

Un día convencí a mi madre de ir conmigo al monasterio para hablar con el padre superior. Después de la entrevista se mostró satisfecho con la seriedad de mis intenciones y le dijo a mi madre que con toda seguridad yo sería sacerdote algún día. Finalmente fui aceptado por el director del seminario franciscano llamado “Colegio seráfico”. El 28 de septiembre de 1928 dejé mi familia y acompañado por el padre Carlo, viajamos en tren hasta el seminario en la provincia de Cosenza.

Hielo en lugar de jabón y religión en lugar de relación

Durante el viaje, mis pensamientos volvían atrás a los que había dejado. Con frecuencia, sin permitir que mis compañeros me vieran, me limpiaba las lágrimas que caían silenciosamente por mis mejillas. Los primeros días del seminario se caracterizaron por una actividad agitada debido a la llegada de los nuevos estudiantes y por la confusión, ya que muchos de los niños no se adaptaban rápidamente al nuevo estilo de vida, muy diferente a la libertad que habían disfrutado antes. A medida que se avecinaba el invierno, sufrí de congelamientos, gripe y otras enfermedades. No había calefacción en la escuela. Por la mañana cuando nos levantábamos al sonido de la alarma, teníamos que atravesar un patio abierto para lavarnos la cara, porque no había agua corriente. El agua se congelaba en las palanganas de manera que teníamos que romper la capa de hielo, y utilizábamos los trozos de hielo como jabón. A veces pasaban dos o tres días sin que la mayoría de nosotros nos atreviéramos a lavarnos la cara.

Era una vida dura. El frío tenía un efecto debilitador en mi moral que se hundía cada día más. Aunque yo trataba de superar todas esas cosas, me fui encerrando en mí mismo cada vez más. Me sorprendía encontrarme llorando. En esos tiempos nadie podía consolarme. Recuerdo una oportunidad en que el padre Carlo, fastidiado por el problema que yo estaba produciendo, dio un paso hacia mí y comenzó a darme cachetadas, puñetazos y hasta patadas. Debo decir que esos implacables golpes lograron el efecto deseado. Desde ese momento en adelante, decidí vivir esa vida de seminario aunque me resultara totalmente desagradable. Una cosa que aprendí pronto era que no podía confiar en nadie y que era imposible tener un amigo. Los espías parecían estar en todas partes. Conservo muy pocos recuerdos de esos cuatro primeros años del seminario.

Hermano alegre

En septiembre de 1932, partí para el monasterio, donde pasé los años de novicio. De acuerdo con las reglas del noviciado de la orden de los frailes menores de San Francisco, el día que uno se inicia se le da un nuevo nombre. Desde ese momento se me conocía como “Hermano Felice” (Hermano Alegre). Recuerdo el terrible aburrimiento que atormentaba a los novicios, un aburrimiento que viene de una ociosidad forzada producto de una falsa soledad. Aunque se supone que los novicios son un grupo que está creciendo en los caminos de Dios, en realidad sospechan unos de otros, hay celos por menudencias, lo que conduce a la envidia, las peleas y la vulgaridad.

El sacerdocio irrumpe en mi pecho y sangro

El primer año del noviciado terminó con la ceremonia de “profesión sencilla” el 4 de octubre de 1933. El 7 de junio de 1940 fui ordenado en el sacerdocio. Recibí las felicitaciones del obispo, de mis superiores y de los sacerdotes que estaban presentes. Yo estaba muy contento y emocionado. Por fin era sacerdote. Sin embargo, para mí, mi primera misa fue una decepción. Me pareció estar simplemente actuando el rol que se me había ordenado cumplir. No había gozo, ni satisfacción espiritual. ¿Dónde estaba la presencia de Dios que se me había prometido que disfrutaría de una manera muy real? No había otra cosa que mera formalidad; había solamente vacío.

Después de algunos años en el convento de San Francisco de Asís, donde enseñé italiano, Historia, Geografía y Religión en los niveles intermedio y superior, fui al monasterio de Bisignane (Casenza) y luego a un monasterio en Reggio Calabria. Fue aquí donde tuve mi primer contacto directo con cristianos evangélicos.

Un manantial de agua para el sediento

El 15 de agosto de 1945, al pasar frente a la iglesia evangélica bautista de Reggio Calabria, repentinamente sentí un fuerte deseo de ver al ministro. Finalmente un día encontré el coraje para escribir una carta al ministro pidiendo verlo. “Venga cuando a usted le convenga, será muy bienvenido”, fue la respuesta del pastor Salvatore Tortorelli a mi nota. El pastor me recomendó que leyera la Biblia. “Léala con sencillez y sin ideas preconcebidas” dijo.

Volví al monasterio y comencé a leer la Santa Biblia en italiano. Esto fue para mi espíritu y para mi alma, como un manantial de agua para el sediento o la vista para el ciego. Cada página traía nuevas sorpresas y nueva luz, como ventanas abiertas en las paredes de una prisión. ¿Será posible? Me repetía vez tras vez. ¿Es posible que haya vivido tantos años sin saber jamás todas estas cosas maravillosas? Un día le dije al pastor Tortorelli cómo me sentía. “El Señor lo está llamando a salir de la falsedad. Deje todo y conviértase al Evangelio de Cristo Jesús”, fue su respuesta.

Mis verdaderos temores

Había dos obstáculos que me impedían dejar el convento. Primero, la vergüenza de ser despreciado como persona infame, como sacerdote degradado. La segunda cosa que me impedía dejar el monasterio era el temor a aventurarme a un mundo desconocido sin tener seguridad ni empleo de ningún tipo. Este último punto era crítico, ya que el quinto artículo del Concordato entre el gobierno italiano y el Vaticano prohibía dar empleo a cualquier ex sacerdote. Con tales condiciones, no lograba reunir el coraje para dejar el convento.

Jesús quiere salvarlo

No mucho después fui transferido al monasterio de Staletti. Un día mientras caminaba por una calle del pueblo de Staletti, oí que alguien me llamaba. Me volví y vi un campesino granjero indicándome que me detuviera, porque quería hablar conmigo. “Le traigo saludos del pastor de la iglesia bautista de Reggio Calabria. Estuve allí la semana pasada y me dijo que un sacerdote llamado Guido Scalzi, que simpatizaba con los evangélicos, estaba en mi ciudad”. Siguió explicándome que la comunidad cristiana a la que él pertenecía estaba en Gasperina, a unos seis kilómetros, y que su pastor, Domenico Fulginiti, quería conocerme. Le dije que iría con gusto a encontrarme con su pastor.

El encuentro ocurrió unos días después. Salí de noche y fui al lugar convenido para el encuentro. La casa era pequeña y con muebles muy sencillos, como la mayoría de las casas de los campesinos de Calabria. Una mesa con algunas sillas, un fogón, y cerca del mismo unas batea para amasar pan y dos cernidores para la harina. Cerca del hogar, en la pared, colgaban ollas y sartenes. Por una puerta entreabierta se podía ver otro cuarto que se utilizaba para dormir. El pastor no me dio una muy buena impresión al comienzo. Vestía un traje muy modesto, y sin corbata. Se podía ver que era un simple campesino. ¿Qué clase de pastor es éste? Pensé, cuando me presentaron a Domenico Fulginiti. Pensé que en cualquier momento sacaría su Biblia para comenzar a sermonearme. Pero en lugar de eso, mirándome con gran ternura, dijo: “Usted ya debe saber todo lo que hay para saber acerca de la Palabra de Dios.  Lo que ahora necesita es la salvación. Jesús quiere salvarlo. Murió en la cruz para salvar su alma.” Continuó hablándome, acerca del “nuevo nacimiento” que se acepta por fe en la sangre de Jesús. Me contó la historia de Nicodemo, que fue a ver a Jesús de noche, y luego repitió las palabras del Maestro: “¿Eres tú maestro de Israel, y no sabes esto?” Nacer de nuevo, nacer de nuevo, pensé, si solamente pudiera nacer de nuevo. Para borrar todo mi pasado penoso, todos mis errores, todos mis desengaños, todos mis pecados, todo el barro y la suciedad acumulada en mi alma, y comenzar una nueva vida, una vida pura delante de Dios y los hombres. Si solamente pudiera nacer de nuevo.

Una verdadera oración de fe

“Debe nacer de nuevo” me repetía bondadosamente el campesino. Yo no sabía qué decir, pero estaba contento de estar de acuerdo con él, que seguía diciendo las mismas cosas con gran convicción. Hablaba con sencillez. No había rastro de superioridad en sus palabras. No usaba un florido estilo profesional. Después de una corto tiempo se puso de pie y me dijo, “Si no le molesta, ¿podemos orar antes de separarnos?” “Claro que sí”, le contesté. Se arrodilló y elevó las manos al cielo y cerró los ojos en oración. Yo tenía los ojos completamente abiertos. Comenzó dando gracias a Dios por la oportunidad que me había dado de escuchar las palabras de salvación. Siguió pidiendo a Dios que purificara mi corazón de todo pecado y lavara mi alma en la preciosa sangre de Jesús, su Hijo unigénito, que murió en la cruz para pagar el precio para redimir mi alma. Siguió así un rato. Yo también me había arrodillado pero, por supuesto, con cierta reticencia, y seguía su oración con escepticismo, sonriendo interiormente cuando hacía alusión a mis pecados. ¿Qué podía él saber? Lo miraba todo el tiempo, él mantenía sus ojos cerrados, mientras sus manos se extendían hacia el cielo suplicantes. La intensidad de su oración emanaba de todo su cuerpo. Era realmente una oración de fe. Nunca antes había yo escuchado orar así en toda mi vida. Sin embargo, esa oración parecía ser la verdadera oración, totalmente de acuerdo con las enseñanzas de Jesús, quien advertía contra

las repeticiones mecánicas y más bien estimulaba las oraciones en relación con la necesidad del momento. ¿Qué podría haber sido más urgente que la salvación de mi alma?

La vida eterna está en su Hijo

Repentinamente, cerré mis ojos y toda mi vida pasada cruzó delante de mí. Todos mis pecados, mis mentiras, y muchas otras cosas. Me vi cubierto con todo tipo de pecados, como un leproso cubierto de su terrible enfermedad. Mi condición me asustó. Con angustia, me pregunté cómo podría librarme de esa situación opresiva. En ese instante recordé ciertas palabras mencionadas antes en la oración: “La sangre de Jesús nos limpia de todo pecado”. Fue entonces que comprendí lo que significaba ser verdaderamente libre. Fue entonces que me abandoné completamente en las manos de Jesús, mi Salvador, buscando desesperadamente su ayuda. Estaba pasando por una gran crisis. Por un lado veía mi vida actual, los placeres y comodidades que ofrecía; vi mis parientes, amigos y todos los que me respetaban por lo que era. Por el otro lado, veía lo desconocido, una vida de trabajo y sacrificio; pero también veía a Jesús con los brazos abiertos, dispuesto a recibirme con El, a darme un nuevo corazón, una nueva alma, una nueva vida, lleno de Su gracia, Su amor y Su paz. Por las palabras de las Escrituras, yo sabía que: “. . . este es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo” (1 Juan 5:11).

Confiando plenamente en Jesús

Sentí que la paz inundaba mi corazón. Por primera vez en mi vida sentí verdaderamente la presencia de Jesús. Estaba allí con nosotros en esa sencilla habitación, había aceptado mi arrepentimiento; me había recibido en El y me hablaba. Su voz era dulce a mis oídos. Calmó la ansiedad de mi corazón. La oscuridad se disipó en mi mente. Su presencia era tan viva que yo tenía la impresión de que si extendía la mano, podría tocar su manto. Era El, mi Señor, mi Maestro, Jesús.

El hermano Fulginiti se dio cuenta de que algo muy importante había ocurrido en mí y que el Señor había contestado su oración. Me abrazó y dijo: “El Señor tocó su corazón, crea en El solamente, no lo posponga. ¿Quién sabe si tendrá otra oportunidad de escuchar la invitación de Jesús? El enemigo siempre tratará de impedir que entre al camino de la salvación”. Con los ojos llenos de lágrimas le respondí: “Hermano, he decidido servir al Señor para vida o para muerte”. “Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros  maldición (porque está escrito: Maldito todo el que es colgado en un madero)” (Gálatas 3:13).

Desde mi conversión y salida del catolicismo romano, he tenido el privilegio de trabajar como pastor misionero, como evangelista, como fundador y director de “La Voce Della Speranza” [La voz de la Esperanza] que se difunde por varias estaciones radiales tanto en Estados Unidos como Europa. “A ordenar que a los afligidos de Sión se les dé gloria en  lugar de ceniza, óleo de gozo en lugar de luto, manto de alegría en lugar del espíritu angustiado; y serán llamados árboles de justicia, plantío de Jehová, para gloria suya” (Isaías 61:3).

Guido Scalzi

Italiano de nacimiento, hoy está muy anciano o con el Señor. Durante muchos años era un evangelista, o maestro, y fundador (director) de los programas de radio “La voz de la esperanza”.

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