Leo Lehmann
He visto el catolicismo romano funcionando en tres continentes. He viajado con cardenales en sus lujosas limosinas mientras pasábamos la Guardia Suiza que saludaba y por el portón de Damasco del Vaticano, hacia los departamentos privados del pontífice. He visto morir a un papa y lo he visto enterrar; he participado de la elección de su sucesor y de su coronación. Estuve al lado del último papa Pío XI mientras el papa Benedicto XV lo hacía cardenal poniéndole el típico sombrero plano en la cabeza, yo mismo sostuve la larga cauda carmesí de otro recién ordenado cardenal. He ministrado como sacerdote no solamente en magníficas catedrales de Europa, sino también en granjas holandesas en la gran planicie africana y en destartaladas ruinas de iglesias en los profundos bosques de Florida.
Nací en 1895 en Dublín. No tengo ningún recuerdo feliz de mi niñez. Un sentimiento permanente de temor lo ensombrece todo. El temor estaba ligado a todo acto religioso con el sacerdote—ya sea la confesión, la asistencia a la misa del domingo, qué comer los días de ayuno y de abstinencia, el infierno, el cielo, el purgatorio o la muerte y el juicio de un Dios airado.
La Biblia era un libro cerrado para nosotros en el aula, en la iglesia, y en el hogar. No teníamos dinero como para comprar una versión católica, que era generalmente costosa, y no teníamos el valor de aceptar una Biblia gratis de la Sociedad Bíblica protestante. Fue principalmente el temor vinculado con todo en la religión católica romana lo que me ayudó en mi decisión de hacerme sacerdote. Solicité la admisión y fui aceptado en el colegio misionero de Mungret, cerca de Limerick.
Dudas
Fue durante mis años de seminario en Roma que la duda y la desconfianza en la práctica papal del cristianismo me asaltaron por primera vez. Algunos de mis pensamientos en aquel tiempo eran: si Roma es el único centro de la verdadera fe, ¿cómo es que la verdadera religión está tan ausente en sus propios ciudadanos? ¿Por qué tanto ateísmo, indecencia e impunidad? El populacho de Roma nos negaba hasta la cortesía elemental cuando pasábamos por las calles; nos gritaban insultos obscenos, incluso los niños de Roma. Además, ¿por qué había tantos pedidos por parte de los sacerdotes de Irlanda y otras partes para exilarse en China, India y Africa como misioneros de la propaganda papal, cuando Roma misma estaba atestada por diez mil sacerdotes recostados perezosamente en las oficinas del Vaticano y encontrando a duras penas algún altar en sus trescientas iglesias para decir misa? También me preguntaba por qué los cacareados trescientos millones de católicos en todo el mundo tenían que ser representados en Roma por un cuerpo de cardenales casi tres cuartas partes de los cuales son italianos. Los cuarenta millones de habitantes de Italia eran católicos de nombre solamente, pero carecían totalmente de mentalidad religiosa. Pero, por ejemplo, los veinte millones de católicos de los Estados Unidos no solamente eran fieles asistentes a la misa sino que también contribuían con mucho dinero a los cofres del Vaticano. Sin embargo, se permitían solamente tres cardenales norteamericanos—siervos mediocres pero leales a Roma, hombres que jamás se atreverían a expresar un desacuerdo con sus dictados. Llegué a conocer las intrigas entre los eclesiásticos en Roma para obtener el favor de quienes estaban en el poder en el Vaticano, por su codicia de los honores papales y la elevación a posiciones encumbradas, descubrimos que había enconadas facciones entre los altos dignatarios de la iglesia. Diariamente pasaba muchas señales de los hechos subversivos de papas guerreros, codiciosos y ambiciosos y sus viles procedimientos. Estaba el Castillo de Sant’Angelo, o el Muelle de Adriano con sus paredes marcadas por el cañón de un papa que desde la fortaleza del Vaticano había bombardeado al papa rival que defendía sus anatemas.
Por fin llegó el día de mi ordenación. Fue una ceremonia larga. Yo estaba asombrado por los incontables rituales, por las muchas oraciones y cantos interminables. Mis dedos fueron consagrados para decir misa y luego envueltos en delicados géneros de lino. Me ungieron la cabeza y también la envolvieron en bandas de lino. Me hicieron tocar el cáliz de oro. Se me dio el poder de escuchar confesiones y perdonar pecados, de ungir a los moribundos, y enterrar a los muertos. Por primera vez saboreé el vino del cáliz de la misa, el cual, según la creencia católica, yo mismo había ayudado a transubstanciar en la sangre de Cristo por la fórmula de la consagración. El prelado que ordenaba era el cardenal Basilio Pompilj, y la ceremonia se hizo en la iglesia de San Juan de Letrán.
Oraciones repetitivas
Cualquier gozo que hubiera experimentado aquel día fue opacado por un incidente triste que presencié tarde esa noche. Uno de mis compañeros se vio mentalmente afectado; la presión de la rutina mecánica, las innumerables restricciones sin sentido, las incontables oraciones y fórmulas repetidas con frecuencia desequilibran la mente y traen una especie de locura religiosa denominada “escrupulosidad”.
Recuerdo otro incidente similar a eso. En Florida, como sacerdote, solía visitar una institución para niños con retardo mental a las afueras de Gainesville. El médico a cargo me trajo una niña católica de alrededor de catorce años cuya demencia consistía en repetir y contar febrilmente el “Yo te saludo María” como un penitente en la confesión.
Después de tres años y medio de trabajar como sacerdote en Sudáfrica, me llamaron a Roma para trabajar en el Vaticano. A medida que pasaba el tiempo seguían asaltándome dudas en relación a los orígenes del papado. El aumento de mi desconfianza en la práctica católica como verdaderamente cristiana, el conocimiento íntimo de las vidas torcidas de mis compañeros sacerdotes, y la pérdida de esperanza en alguna posibilidad de mejora de la iglesia cristiana bajo la supremacía papal, ya me habían causado una grave inquietud. Desde lo espiritual, lo doctrinal, lo jurídico y lo personal, el papado romano, como guardián divinamente señalado de la cristiandad se estaba desmoronando rápidamente a mis pies. Me enfrentaba a la amarga realidad de que debía romper completamente con el mismo si quería mantener mi fe en el cristianismo.
Desde Roma me transfirieron a Norteamérica. Nuevo como era en ese desconocido país, pensé librarme de la desilusión total interesándome profundamente en el humilde trabajo de ministrar para las necesidades espirituales de la gente común.
Un muchacho condenado a muerte
Un incidente servirá de ejemplo al sentido de fracaso que experimenté. En una oportunidad tuve la triste prueba de asistir a un joven condenado a morir en la silla eléctrica en la Prisión del Estado de Florida en Rainford, que caía dentro de los límites de mi parroquia en Gainesville. Era de una ciudad del este, nacido y bautizado católico romano y producto de una escuela parroquial católica. En su niñez le habían enseñado toda la práctica católica romana considerada esencial para una vida temerosa de Dios. Había sido condenado en Tampa como cómplice de asesinato en primer grado durante el asalto a un restaurante en el que fue asesinado el propietario. Hice todo lo que pude para preparar a este joven para la “última milla”. Le administré a pleno todos los ritos que ha ordenado la iglesia Católica y por los cuales se considera que llevan al alma necesitada la gracia y la fuerza divina. Incluso, mientras yacía tieso y muerto en la silla eléctrica al instante después que la fatal corriente había hecho su trabajo, ungí su frente con aceite como está prescrito para la administración del sacramento de la “extremaunción”. Sin embargo, yo sabía que había fracasado en llevar algún consuelo real al alma marcada por el pecado de ese pobre muchacho.
Lo había visitado en su celda durante la semana de atemorizada espera y había repasado con él la fórmula de absolución muchas veces. Esa última mañana estaba a las puertas de la prisión al amanecer, llevando conmigo todos los incómodos instrumentos necesarios para celebrar la misa. Los acomodé sobre una mesa cerca de las rejas dobles de su celda. Lucía todos mis lustrosos vestidos de misa, y procedí, con toda la dignidad que la atmósfera ominosa de la celda de un condenado lo permitía, a ofrecer el “sacrificio” de la misa en pleno.
El pobre muchacho en su aterrada y febril espera, iba y venía detrás de las rejas fumando un cigarrillo tras otro. Arrojó un cigarrillo para recibir la hostia de la santa comunión que le alcancé por entre las barras de la reja. No surtió ningún efecto. La inyección de morfina que le administró el médico diez minutos antes de que lo condujeran a la silla lo calmó algo. Repentinamente caí en la cuenta de que la simple inyección de morfina había traído al muchacho más alivio externo que todas mis administraciones de los sacramentos católico romanos, que se supone deben aliviar tanto al cuerpo como al alma. Lo seguimos hasta la silla.
La silla eléctrica
Cuando pasó por el cuerpo del muchacho toda la fuerza de la corriente destructiva, haciéndolo saltar violentamente y poniéndolo tenso y rígido casi en el aire mismo, mi mano subió y bajó en repetidas señales de la cruz, acompañadas de las palabras de absolución en latín, como si yo también pudiera enviar una corriente de gracia perdonadora a su alma en partida. Su cuerpo cayó fláccido y muerto al cesar la corriente, y yo me acerqué con mi frasco de aceite suspendido entre los dedos. Pedí al guardia que quitara la cofia de hierro de la cabeza del joven muerto y le rocié la frente, húmeda de muerte, con el aceite utilizado para el rito final en la iglesia romana. Como ninguno de sus parientes estaban presentes, yo retiré su cuerpo y lo hice enterrar con todos los ritos de la iglesia en la parte católica romana del cementerio –no sin la protesta de algunos de los piadosos católicos de mi congregación quienes objetaron de que un asesino convicto descansara entre sus familiares fallecidos. Tuve que recordarles que Jesucristo murió entre dos ladrones y asesinos.
Sin embargo, confieso que a pesar de todo este elaborado esfuerzo del poder de los ritos sacramentales católicos romanos obrando a través de mis manos consagradas, sentí que le había fallado al pobre muchacho en su hora de mayor necesidad. Es probable que todo hubiera sido mi culpa, no tenía nada de verdadero valor para ofrecerle, todo parecía vacío y patético. Aun así tuve que aceptar los elogios de la gente católica por haber tenido éxito aparentemente en hacer un verdadero trabajo sacerdotal con el pobre muchacho condenado.
Toda esta maniobra ritual ha sido inventada por los teólogos romanos para acomodarse a su enseñanza básica de que la salvación solamente se puede ganar con “las obras hechas” por un sacerdote. Se enseña que la gracia es algo que puede ser “derramado” en el alma por los medios especialmente diseñados de los siete sacramentos. Estos a su vez se supone que actúan como conductos del gran reservorio de gracia sobre el que el papa de Roma tiene el monopolio. Esta ingeniería de irrealidades externas, que actúa con mágica fuerza para producir efectos espirituales, corre por todo el sistema de la teología católica romana. Las obras de las manos de un sacerdote deben ser aceptadas tanto por una cuestión de fe como de organización y práctica. Pero allí no tiene cabida el poder del reino de los cielos. El apóstol Pablo declara cuál es el verdadero poder del evangelio: “Porque no me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree, al judío primeramente, y también al griego. Porque en el evangelio la justicia de Dios se revela por fe y para fe, como está escrito: Mas el justo por la fe vivirá” (Romanos 1:16-17).
A lo largo del difícil camino desde la iglesia de mi niñez y su sacerdocio, tuve que andar solo, sin ninguna guía ni apoyo humanos. Jesucristo fue mi única compañía y guía. Con determinación me tomé de su mano extendida y lo seguí hacia donde me condujera.
Después que me liberé del catolicismo romano, el Señor Jesucristo se me reveló como un Salvador personal por medio de la lectura de la Palabra de Dios. Vi los muchos errores del catolicismo romano. Desde mi eminencia sacerdotal tuve que caer a los tumbos hasta mis rodillas a confesar que, como todo otro hombre, yo mismo era un pecador necesitado de la salvación del Señor Jesucristo.
Dejando Roma
En mi camino de retirada de Roma me crucé con algunos hombres que se apresuraban hacia ella, otros que ya dentro de sus puertas pregonaban ruidosamente las falsas glorias del catolicismo romano. Enfrentaban aquello a lo que yo había vuelto la espalda. El sistema religioso que me había desilusionado, no solamente como miembro sino como agente del mismo, se estaba convirtiendo, o ya lo era, en su ilusión. Felizmente seguí convencido de que lo que para ellos era una cobarde retirada de mi parte, para mí era un avance. Tampoco tropecé en mi camino pensando que mientras ellos serían proclamados héroes espirituales por la poderosa propaganda de la iglesia de Roma, yo tendría que soportar los efectos de su amargo repudio y persecución.
A diferencia de los cardenales Newman, Chesterton y aquellos otros, mi conversión no era para escapar a la alternativa de un asilo de alienados, sino para lograr la sanidad espiritual. Sabía que hallaría la realidad de Cristo fuera del límite mental de la lógica de las especulaciones verbales de los dogmas de la iglesia romana, así como de todas las organizaciones religiosas librepensadoras. Vi, sin discusión, por qué Cristo había condenado en términos nada dudosos todos los sistemas religiosos como el papado romano poniendo en ridículo la iglesia judía de su propio tiempo.
Dejando la carga
Podía ver una diferencia sólo de nombre entre la iglesia del papado romano y aquella a la que Cristo golpeó tan duramente –la iglesia de los sumos sacerdotes pontificios, de los dignatarios pomposos que portaban largas filacterias, de los escribas ciegos y blanqueados fariseos, la iglesia que ata “cargas pesadas y difíciles de llevar, y las ponen sobre los hombros de los hombres”; que reglamenta mucho acerca de ayunos y lavados externos, que en determinados días vuelve pecaminosa la carne que va al estómago; pero presta poca atención a las cosas malas que salen del corazón todos los días. Si no se me daba la posibilidad de imitar a Cristo en su extrema condenación a una iglesia así, sentía que sería uno con El en la protesta silenciosa al renunciar a mi posición oficial como miembro de su sacerdocio.
Por encima de las atemorizantes condiciones dispuestas arrogantemente por el papado como esenciales para la salvación, yo pongo la sencilla y dulce invitación de Jesucristo en Mateo 11:28-30: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas; porque mi yugo es fácil y ligera mi carga”.
“Este es el mensaje que hemos oído de él, y os anunciamos: Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en él. Si decimos que tenemos comunión con él, y andamos en tinieblas, mentimos, y no practicamos la verdad; pero si andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión unos con otros, y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:5-7).
Leo Lehmann
Leo Lehmann nació en Irlanda, y fue salvo a principios de este siglo. En su propio día fue muy eficaz en la predicación, el evangelismo y en escribir libros. Gran parte de su ministerio se desarrolló en Nueva York con la “Christ’s Mission”, antes, durante y después de los años de la segunda guerra mundial. Sus obras más famosas son: Librado del laberinto (que compara al catolicismo con la Biblia), y su propia historia, El alma de un sacerdote. Por muchos años fue redactor de La revista del católico convertido. Muchos de sus artículos son aún pertinentes a nuestra época.