Juan T. Sanz
Nací el 28 de abril de 1930, en Somosiera (Madrid), España, el octavo hijo de una familia Católica Romana.
Sentí el llamado para ser sacerdote a los trece años, mientras escuchaba un sermón durante la misa (el 19 de marzo de 1943). Por razones económicas no entré al seminario menor de la diócesis de Madrid hasta el año académico de 1945-1946.
Durante los cinco primeros años del curso, estudié latín y humanidades. Los siguientes tres años estudié filosofía, teología y ética. En septiembre de 1953 comencé a estudiar teología y ética como materias básicas.
Aquí me detengo para señalar que ningún seminarista podía poseer ni leer la Biblia durante los ocho primeros años. En relación con esto, cuando cumplí veintiún años, una mujer, que luego sería madrina de mi primera misa, me regaló una Biblia que, para su sorpresa, tuvo que llevarse de vuelta a casa hasta que yo cumpliera los veinticuatro, cuando comencé los estudios teológicos. De manera que mi interés en saber más de la Biblia era más por curiosidad que por necesidad.
Mi primera misa
Fui ordenado sacerdote el 14 de julio de 1957 y el 18 del mismo mes celebré mi “primera misa” en mi propia ciudad.
Mi primera iglesia parroquial fue la de La Neriuela, en Madrid. Tomé posesión el 23 de agosto de 1957 y seguí allí hasta 1959 cuando, debido a la salud de mis padres, renuncié y fui designado auxiliar de la iglesia parroquial en la circunscripción de Canillejas, Madrid.
Llevé a mis padres y a mi hermana conmigo a este nuevo lugar, donde tanto el sacerdote de la parroquia como los parroquianos nos recibieron con los brazos abiertos. Pero no había transcurrido medio año cuando mi relación con el sacerdote de la parroquia comenzó a deteriorarse debido a su actitud fundamentalista y conservadora en relación a la predicación, la administración de los sacramentos, la liturgia de la misa, y la devoción a la Virgen María y a los santos.
¿Por qué tenía que predicar lo que el sacerdote de la parroquia quería y como él quería?, ¿por qué tenía que escuchar la confesión de los penitentes antes de celebrar la misa, como si todo esto fuera la expiación, aunque absurda, de sus pecados? ¿Por qué se permitía durante la celebración de la misa la devoción específica a María y a los santos? ¿Por qué usar el latín en la misa y en la administración de los sacramentos si los parroquianos no podían entenderlo?
Volviendo a mi ministerio en la primera parroquia, después de un año comencé a usar el español en varias partes de la misa, en los funerales y bautismos. Esto agradaba tanto a la gran mayoría de los asistentes que su atención y participación en la adoración creció gradualmente.
Reformas en la parroquia
Pero lo que no les gustó tanto fue que pusiera algunas de las imágenes en el depósito mientras se hacían algunas reparaciones en la iglesia. Esta repentina mudanza de las imágenes y el uso del español en la liturgia eran reformas para las que no había consultado al obispo. Pero algunas de estas cosas ya estaban recibiendo comentarios favorables .
Vuelvo ahora a comentar sobre mi ministerio sacerdotal como auxiliar en la parroquia de Canillejas (Madrid). Allí comprendí que debía tener cuidado con mis acciones y afirmaciones. Pero después de dos años, hablé con el sacerdote de mi parroquia sobre mi anterior trabajo pastoral. Durante la conversación yo me preguntaba por qué no podía hablarle acerca de mi experiencia pasada en relación al uso del español en buena parte de la liturgia, acerca del lugar y el uso de la Biblia en la predicación y sobre el uso y abuso de la devoción a las imágenes.
Unos meses después el sacerdote de la parroquia me informó que, con el permiso del obispo, usaríamos el español durante gran parte de la liturgia y los sacramentos y que muchas de las imágenes y altares tendrían que desaparecer tan pronto se iniciara la instalación de los calefactores en la iglesia. Y eso fue exactamente lo que ocurrió, para el gran disgusto de muchas mujeres “piadosas”.
Pero la predicación del domingo y la trimestral tendrían que mantenerse sin cambios, aun cuando yo pensaba que eran muy moralizantes y en consecuencia resultaban poco bíblicas. El hecho era que los temas y la estructura de la predicación los elegían y elaboraban un grupo de sacerdotes conservadores con la idea de que todos los clérigos diocesanos predicaran el mismo tema en las misas del domingo correspondiente.
Batalla interior
Tanto este sistema como el contenido de la predicación chocaban de frente con mi criterio y esta era, sin duda, la base de mi batalla interior contra la autoridad eclesiástica. Era una batalla interior, ya que no podía oponerme abiertamente porque uno de los encargados de preparar los temas era mi propio sacerdote parroquial y porque mi reputación y el bienestar de mis padres y mi hermana dependían de esa amistad.
Aun así, me las arreglé para “cambiar de estilo” los temas propuestos, dándoles una nueva orientación dirigida a Cristo. Mi sacerdote parroquial vino a escuchar mis predicaciones y, para mi gran sorpresa, me dijo que, aunque yo fuera el oficiante de la misa, él me sustituiría en el púlpito cada vez que pudiera. Y así lo hizo en muchas ocasiones desde ese día en adelante.
En esos difíciles días de mi ministerio sacerdotal, usaba la Biblia como libro de cabecera y buscaba más y más de su verdadero, profundo y eterno mensaje de salvación, para mí y para el resto del mundo.
El Señor responde
Cierto día, el Señor respondió todas mis preguntas cuando me llevó a la lectura y comprensión del capítulo 3 del Evangelio de Juan. El amor y las promesas de Dios eran y serían para mí la única regla, poder, autoridad y espejo en el futuro. Pero, ¿acaso no lo habían sido siempre? ¡Claro que sí! Pero ahora lo eran de otra forma, porque Dios me había regenerado por su Palabra y su Espíritu: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16). Entonces Dios era mi Padre y su Hijo Jesucristo era mi único y perfecto Salvador. Esto era algo completamente nuevo para mí. Un gran cambio había tenido lugar en mi corazón; me sentí como si hubiera estado actuando delante de los hombres, como un ciego guiando a otros ciegos.
El verano de 1964 le pedí al Señor que me dijera qué debía hacer con mi vida, ya que no podía continuar en la Iglesia Católica Romana porque su jerarquía me forzaba a predicar “otro evangelio” diferente del menaje de salvación por gracia y por fe solamente en Cristo.
Pero ¿cómo y cuándo podría dejar el sacerdocio católico? ¿Quién sostendría económicamente a mis padres y mi hermana? ¿Encontraría entendimiento y apoyo en el obispo el día que dejara mi puesto por motivos de fe y de conciencia? ¿Cómo me recibirían los protestantes, a quienes pensaba ir a pedir consejo?
La primavera de 1965 supe de la “deserción” de un sacerdote –también de Madrid y superior del seminario—quien, con la ayuda del pastor de una iglesia evangélica, había dejado la Iglesia Católica Romana y se había ido al exterior a estudiar el protestantismo en una universidad protestante de Europa. De manera que la actitud y la determinación de mi colega fueron la respuesta a cómo podría dejar el sacerdocio para conocer de una manera más profunda el Evangelio de Libertad de los hijos de Dios.
Con este propósito me contacté con la Iglesia de los Alemanes (Paseo de la Castellana, 6 Madrid) y me dieron el número de teléfono de Luis Ruiz Poveda. No bien le dije que era un sacerdote católico con problemas de conciencia y de fe, me aconsejó que interrumpiera la conversación y arreglara un encuentro con él en un lugar y horario determinados, ya que su teléfono frecuentemente estaba intervenido por la policía. Eso fue lo que hicimos.
¿Pecado mortal o nueva vida?
Mientras tanto sentía que mi vida espiritual y psicológica estaba en colapso. Bajo los términos de la doctrina Católica Romana, yo vivía constantemente en estado de “pecado mortal” porque dudaba formalmente de mi fe; por no buscar el perdón de éste y otros pecados en el sacramento y las penitencias; porque buscaba la verdad bíblica en los protestantes y no en el obispo y los profesores de teología; porque rechazaba la jerarquía y la autoridad eclesiástica Católica Romanas; porque rechazaba la autoridad doctrinal de mi iglesia en relación a la Biblia; porque me parecía que la confesión auricular de pecados privaba a Dios del derecho y el poder que sólo El tiene en su persona y en las acciones de su Hijo Jesucristo; porque me parecía que la celebración de la misa trataba de suplantar los méritos de Cristo en la cruz.
¿Significaban todos estos motivos un punto final a mi ministerio pastoral? El Señor me dijo por medio de su Palabra que no. Pero eso me forzaba más todavía a luchar con El, contra la mentalidad Católica Romana y contra mi obstinado orgullo. Esta batalla interior me afectó la salud y el sueño y me produjo temores. También me hizo renunciar a todo por amor a Cristo y por mi propia salvación eterna.
Respondo a la gracia del Señor
Al final del túnel de angustia y temores, el Señor Jesús me invitó a responder a El como el apóstol Pedro lo había hecho por tercera vez cerca del lago. Eran las palabras que yo había elegido como lema de mi vida antes de ser ordenado sacerdote: “Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo. . .” (Juan 21:17).
Estoy muy contento de poder dar mi testimonio para este libro, de mostrar cómo el Señor me ha sacado de las sombras del catolicismo romano a la luz del Evangelio de la gracia.
“Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe” (Efesios 2:8-9).
Juan T. Sanz
Durante muchos años, Juan T. Sanz trabajó con “The Editorial Foundation for Reformed Literature”. Es el director de Banner of Truth y trabaja desde Madrid, España. Su celo por la verdad y su compasión por explicarla claramente puede verse en su aparición con José Borrás en la versión en español de “Catolicismo: Una fe en crisis”. Su trabajo actual es traducir libros basados en la Biblia del holandés al castellano.