Carmen Da Mota
Durante la depresión en Brazil en el año 1934 mi padre se fue de mi casa y mi madre se vió con toda la responsabilidad de la familia sobre ella. Eramos bastante pobres, mis padres habían luchado para sobreponerse a las dificultades y tiempos malos, pero nuestra familia estaba unida. Esto es, hasta que mi padre se decidió a frecuentar los “centros espiritistas” lo cual causó muchos argumentos y comenzaron las fricciones entre mis padres.
Yo tenía seis años cuando llamó a mi hermano menor y a mí para decirnos, “Yo me voy, y nunca más volveré” Cuando oí a mi padre hablar de esa manera, me dolió profundamente. Nunca más lo ví.
Nosotros maduramos rápidamente tratando de ayudar a nuestra madre en sus luchas criando cuatro niños mientras trabajaba en diferentes labores, Dios siempre la guiaba en su camino. Al principio sufrimos, no teníamos lo necesario para vivir una vida agradable. Mientras los años pasaron, mis dos hermanas mayores y yo pudimos ayudar más. Mientras que mis hermanas trabajaban en trabajos simples, yo cuidaba mi hermano mas pequeño y a mi abuelita que estaba entrada en años, y al mismo tiempo hacía mi trabajo escolar. Cuando crecimos todo comenzó a cambiar. Ahora, nuestras responsabilidades en el hogar tenían que girar de acuerdo a nuestros trabajos permanentes. Nuestros salarios no tan sólo permitían sobrevivir, sino que podíamos ayudar a personas más necesitadas que nosotros. Mi madre, constantemente enfatizaba lo siguiente:
“Si luchamos, ganaremos” Ella era muy entusiasta, enfrentaba la vida como si en el pasado nada hubiera cambiado nuestras circunstancias.
Siendo una devota al catolicismo romano, nuestra madre se esmeró en enseñarnos su religión. Es sorprendente lo mucho que nos comunicó en el corto tiempo que pasamos juntos. Yo me esmeré en ser fiel a todo lo que aprendí. Mi primera comunión fue a la edad de once años, en la Iglesia San Antonio, localizada en la sima de la montaña en Petrópolis, cerca de Río de Jaineiro. Esta conmemoración me conmovió, mi corazón ardía por servirle a Dios. Mientras tanto, tenía un problema serio, ¿Cómo podría servirle a Dios con mi gagueo? Un dia, me encerré en mi cuarto para orar. Para mi sorpresa, no repetí el Ave María; ni la bendige; una oración que estaba muy profundo en mi corazón, pero alabé a Dios. Le pedí que me dejara hablar como otros niños, que usara mi voz y mi vida para amarlo para siempre. Dios me oyó, pronto puede hablar normalmente.
Inmediatamente, para servir a mi maestro mejor, comencé a enseñar Catecísmo, la doctrina de la Iglesia Católica, a los niños de la vecindad y a los trabajadores de la factoría que lo desearan. Me reunía con ellos en la hora del almuerzo, usando el catecísmo le enseñaba como mantenerse
fuerte en su fe, y hacer lo mejor para Dios. También tenía la responsabilidad de cuidar del altar de la Iglesia, limpiándolo, poniéndo flores y decorándolo.
Pensando que podía hacer algo más, me uní a las “Hijas de María”. Fue un gozo recibir la cinta azul pequeña la cual se le daba a las principiantes. Luego me dieron la más grande, y finalmente la que yo estaba esperando; la que me daba el derecho para llamarme “Hija de María”. Ahora me sentía que estaba preparada para servirle al Señor.
No se me hizo muy tarde para realizar que la paz me eludía. Lo más que me preocupaba era el pensamiento de que en cualquier momento tendría que presentarme ante el Señor para dar cuentas sobre mi alma. Por esta razón nunca me cansé de trabajar para Dios. Meditando sobre la muerte del Señor Jesucristo, pensando en Su gran amor, demostrado en su muerte en la cruz, pensé “¿Qué puedo hacer para pagar todo lo que Cristo hizo?” Continué pensando que mis obras no eran nada delante de Dios. (ahora comprendo plenamente) “Como está escrito, no hay quien entienda. No hay quién busque de Dios. Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; no hay quién haga lo bueno, no hay ni siquiera uno.” (Rom 3: 10-12) Constantemente, había una voz acusándome, diciendo, “Tu eres una pecadora terrible”. (Como sé ahora, “no hay justo sobre la tierra, que haga el bien y que no peque”. (Eclesiastés 7:20)
Un domingo, después de la misa, me detuve a hablar con algunos amigos. Uno de ellos dijo : “la mejor manera de servirle a Dios es entrando al convento”. Los otros lo aceptaron, yo no dije una palabra; sin embargo, creí que ellos tenían la razón, inmediatamente vinieron a mi mente una multitud de problemas los cuales evitarían mi entrada al convento. Yo venía de una familia pobre y la dote consistía de una gran suma de dinero. También se esperaba que tuviera un ajuar grande y sobre todo ésto, estaba mi color. ¡Yo era negra! La Orden Franciscana no me daría a mi el hábito, aún aceptándome. ¡Había tantos obstáculos! Aunque consiguiera el dinero, aún estaría presente mi color. ¡Yo no lo podía cambiar, a pesar de todas estas imposibilidades, esto comenzó a ser mi sueño, y me dio la oportunidad de alguna esperanza, sacándome de la desilución. Dos años más tarde, yo caminaba por la entrada del Convento Franciscano.
Para lograr mi meta, rezaba el rosario constantemente y me sometí a muchas penitencias. Estaba en el convento, no para recibir el hábito (el cual no era posible debido a mi color), pero para aprender muchas cosas hasta que fuera mayor. Cuando alcance la edad para ser aceptada en otro convento, mi deseo sería cumplido; yo sería una monja y así podría servirle a Dios mejor. Para llegar a este punto, tuve que sufrir mucho. Dejé a mi madre a la cual amaba profundamente, mis hermanas y hermanos, mis amigos y los vecinos quienes jugaban constantemente en mi hogar, fue el precio mayor que podía pagar. De todos modos, yo estaba satisfecha. Por el momento, todo parecía precioso, estaba logrando el deseo de mi corazón. Un nuevo horizonte se ponía frente a mi: problemas de mi vida…. O mejor dicho, de mi alma.
“Hay camino que al hombre le parece derecho; pero su fin es camino de muerte”. (Proverbios 14:12)
Poco antes, una observación sorpresiva comenzó a despertar en mi. Mi deseo era servir al Señor, pero me encontré sirviendo a las criaturas más que al Creador. La disciplina en el convento era rigurosa. Todos tenían que levantarse a las 4:30 A.M. para poner todo en orden. Las tareas eran divididas, dos cogian los quehaceres de la cocina, mientras que las otras se iban a orar a la capilla. Una hora más tarde, se celebraba la misa, incluyendo la Comunión, con todos los presentes. A las 8:00 A.M. nosotras concluíamos nuestras tareas en un silencio absoluto, pues estaba prohibido hablar. Alrededor de las 5:00 P.M. la Madre Superiora dirigía un corto tiempo de descanso. Todo era controlado por ella; nadie podía hacer nada sin que ella lo ordenara. Las campanas resonaban a las 8:00 P.M. llamándonos para la oración de la tarde. Ahora, en una hora, las luces se apagaban y no había nada más que esperar por el dia siguiente y hacer lo mismo que el dia anterior. Según los dias, “monótonos”, pasaban en el convento, me convencí que mis sueños de estudiar y prepararme para el servicio nunca serían una realidad. Tan solo había tiempo para trabajar y orar. Aunque la Superiora nos permitió un tiempo para estudiar, nos sentíamos tan cansadas que no podíamos retener lo que se nos enseñaba.
Mi desilución aumentó cuando algunas monjas se mostraron celosas y envidiosas. Resentían que la Madre Superiora pusiera su atención en mí. Usualmente, ella me escogía para que yo fuera la que la recibiera en la estación, cuando regresaba de algún viaje. Muchas sorpresas estaban escondidas. Dos de las monjas se hicieron mis amigas: la Hna. Sebastian y la Hna. Josefina. La última era muy culta y había estado en el Convento por 12 años. Estas dos fueron las únicas que confiaban en mi lo suficiente para compartir sus sentimientos. Excepto una o dos, las otras monjas eran un misterio para mi. La Hna. Josefina, quien era mi mejor amiga, me explicó lo que ocurría en el corazón del convento y en la Iglesia Romana. Endurecida por todas las experiencias allí, su desilución crecía a medida que pasaban los dias. La Hna. Sebastian compartía sus sentimientos: “Yo no soporto esta clase de vida, estoy fuera de si”, ella murmuraba. Yo le preguntaba: “¿Qué te pasa?” Ella rehusaba a responder.
Caminando, una mañana, descubrí que mis dos amigas se habían ido. ¡Se habían escapado del convento! Yo me sentí muy desilucionada. Ahora estaba sola. Lo peor ocurrió, cuando la Superiora sospechó que yo las había ayudado a escapar. Mis protestas de inocencia cayeron en oidos sordos. Ella insistía que yo me sentía culpable cuando las circumstancias me señalaban. Cuando me levanté temprano para encender el fuego, cual era mi obligación, descubrí que los fósforos los cuales siempre los encontraba en la gaveta de la mesa de la cocina, no estaban allí. Tuve que ir a la enfermería para buscar algunos fósforos. Estaba prohibido para las monjas, entrar al area de trabajo de otras monjas. Mientras buscaba ligeramente los fósforos, fui sorprendida por una monja la cual me acusaba de haber ayudado a las dos que se escaparon. A causa de ésto, fui separada de las otras, y me suspendieron los estudios por un año. Como castigo, se me prohibió hablar con las demás y me dieron los trabajos más difíciles como la cocina, el laundry y el cuidado de las aves. Muchas veces trabajé hasta el amanecer para cumplir con mis responsabilidades. Hubo tiempos cuando la campana sonaba llamando a los que estaban en cama para comenzar un nuevo dia, y yo todavía no me había acostado. Durante esos terribles dias, mientras trabajaba en la lavandería, me arrodillé frente al crucifijo, y lloré: “Señor, estoy buscando el camino pero no lo puedo encontrar”. En mi desesperación lloré mucho buscando aliento y consuelo, pero nunca llegó.
Fue en esos dias terribles cuando mi madre cayó enferma y fue hospitalizada. Me mandó a llamar, pero no me permitieron ir. La Superiora me dijo que hiciera una oración a Dios, ya que mi vida tan sólo le pertenecía a El, y no debía volver atrás. Todo lo que pude hacer fue orar fervientemente por la salud de mi madre. Un dia, una de mis hermanas se presentó en el convento. Me dijo que tenía que ir inmediatamente si quería ver a mi madre viva. La Superiora me concedió dos horas. El viaje a través del pueblo se hizo interminable. Cuando entré al cuarto de mi madre, ella abrió sus ojos, y me miró por varios segundos. Me susurró que no creía que yo iba a estar en sus últimos momentos de vida, sus ojos se cerraron. Fue en los dias cuando estaba castigada en el convento, pero no dije nada. Mi sufrimiento era mayor de lo que yo podía soportar. En ese momento la amargura arropó mi alma. Aquí estaba la persona que yo más amaba en mi vida. Ella dejó este mundo, yendose a la eternidad, y yo no podía hacer nada por ella. Con mi corazón destrozado, regresé al convento para continuar una vida llena de trabajos y penitencia. Fue después de ésto que la Madre Superiora decidió separar algunas de las hermanas, mandándolas a diferentes conventos. A mi también me mandaron a otro convento. A pesar de la severidad que había allí; fui tratada como un ser humano. Se ocupaban de mi salud y me ayudaron en muchas formas. Pero la práctica de la penitencia era muy cruel. Muchas veces me tenía que levantar a la una de la mañana, ir a la capilla y pasar por una penitencia tan severa que las monjas se les prohibía hablar sobre ello bajo castigo de pecado mortal, aún saliéndose del convento. Este castigo comenzaba orando, seguida por las palabras de la Madre Superiora: “¡Jesús fue bateado en la cara, por eso todas debemos ser bateadas en la cara!” “Jesús fue flagelado, ella diría, por eso todas nosotras debemos ser flageladas.” “Jesús se arrastró sobre sus rodillas, por eso nosotras debemos arrastrarnos sobre nuestras rodillas de un lado de la capilla al otro lado, hasta que nuestras rodillas esten malamente heridas o sangrando. Por seis hora, Jesús estuvo en la cruz con sus brazos abiertos. Nosotras también, debemos mantener nuestros brazos abiertos y sin moverlos por una hora, rezando el rosario. Recuerda, ésto fue a la 1:00 A.M. Esta penitencia tenía como propósito conseguir pecadores para la salvación, liberar las almas del purgatorio y la salvación de nuestras almas. Haciendo este ritual, podíamos imaginar que las almas en el purgatorio necesitaban de nuestro sufrimiento, para que ellos puedieran salvarse.
Después de algún tiempo cuando yo había probado mi obediencia a mis superiores, la Madre Superiora me dijo que me podía quedar en el convento para recibir el hábito y hacer mis votos. Pero, primeramente, yo tenía que visitar mi familia por última vez. Cuando regresara, no podía dejar el convento. Me concedieron un mes para esta visita, era lo usual.
Hice buen uso del tiempo, enseñando Catecísmo a algunos niños quienes eran mis amigos. También los llevé a la ciudad real, Petrópolis, y les enseñé la capilla de Nuestra Señora de Fátima que fue construída cuando yo era una niña. Allí conocí al fraile Joseph Pereira de Castro el cual me había guiado en mi vida espiritual por muchos años. Después de saludarnos, le dije que estaba en un convento de aislamiento, donde si volvía, estaría el resto de mi vida intercediendo por la salvación de pecadores y la libertad de las almas en el purgatorio. Este fraile era bastante anciano, dedicado a la religión y tenía una petición. El me preguntó si yo quería ayudarlo a abrir un convento para monjas aquí en Petrópolis. Rehusé su oferta. El continuó explicando la necesidad que tenía la ciudad de jóvenes dedicados que le ayudaron a contrarrestar a los protestantes, los cuales estaban visitando y haciendo campañas en el area. Esto me interesó grandemente. Y por eso soy la misionera, de la Fundación de Monjas Misioneras. Mi trabajo era subir por las aldeas e ir donde multitudes habían construído casuchas e ir a lugares más lejanos enseñando el Catecísmo, trabajando con más fervor aquellos lugares donde los Protestantes habían comenzado a trabajar. Nosotras ayudábamos a los pobres, le llevábamos comida y ropa. Dondequiera que se necesitaba ayuda, íbamos y sacábamos a los Protestantes. Debido a mi esfuerzo en contra de éstos evangélicos, me sentaba al lado de alguién que estuviera bien enfermo y no me iba hasta que moría. De esta manera ellos nunca podían oir la Palabra explicada de labios de un creyente. Actue de acuerdo a mi ignorancia, pues no conocía la Biblia.
En dos meses, logramos rodear la ciudad con 42 centros de Catecísmo, donde niños, jóvenes y adultos eran enseñados. La Iglesia Católica llevó a cabo una campaña muy exitosa en ese tiempo, evitando que los evangélicos crecieran en la ciudad. Otro ejemplo de mi entusiasmo fue lo siguiente. Yo era amiga de una familia pobre de 6 niños. Un dia, el padre oyó a unos creyentes cantando en un parque. Su corazón fue tocado y luego entregó su vida al Señor. Yo estaba muy triste de que esto ocurriera. Fui donde el jefe de él, quien era católico, y le conté lo que había ocurrido. El jefe lo despidió. Mas tarde, supe que la familia estaba en necesidad. Desafortunadamente, estaba disgustada con él, tenía coraje. Yo no sentía ninguna pena. Pensé, “deja que los Protestantes se ocupen de ellos” Mas tarde supe que los evangélicos estaban visitando los presos en las cárceles. Entonces pensé, “vamos a las cárceles también”. Esa semana, llevamos cigarrillos y emparedados para cancelar el efecto que los creyentes habían hecho en sus visitas. El domingo siguiente, cuando repartía estampas de los santos, observé los tratados que los creyentes habían dejado sobre las mesas, en las celdas. También un libro con la cubierta negra. Sabiendo lo que estaba ocurriendo, pregunté, “¿Qué libro es éste?” Ellos me contestaron, “este es el libro que los creyentes nos dejaron”. Yo protesté, “¿por qué?; este libro es diabólico!” “El que tenga este libro tendrá mala muerte y la maldición de Dios vendrá sobre el” “Denme estos libros y les daré la medalla de Nuestra Señora. Ella les ayudará” Nosotras nos fuimos con todas las Biblias y tratados. Me sentía muy satisfecha quemando y rompiendo las Biblias. Pero, cuando íbamos por la última, noté que la portada estaba ilustrada. Había algo escrito debajo de la ilustración. Miré bien de cerca y leí: “Venid a mi todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar”. (Mateo 11:28) En ese momento, Dios me habló. Sentí algo extraño e incomprensible. Las palabras decían, “Ven a mi”; ¿Pero, yo no había hecho éso? Yo me había dado toda a Dios. ¿Qué más quería Él que hiciera? Entonces un pensamiento vino a mi, “soy una católica muy fuerte”, conozco mi fe. Por supuesto, puedo leer algo de este libro. De todos modos, mi curiosidad había surgido. ¿Qué predicaban estos creyentes a los prisioneros? Y por lo tanto, por primera vez, comencé a leer la Biblia. Después de algunas páginas me senti tan bendecida que me olvidé que era el libro temido de los Protestantes. De momento, recordando el origen Divino de esa Biblia, mi corazón casi se detuvo del asombro. Yo no tenía el valor para destruirlo, preferí ponerlo en un sitio seguro.
Una prioridad a la que nunca renunciaría, sería el enseñar Catecísmo a los niños. Cada vez que miraba por la ventana de mi salón de clases, veía a un niño de pelo rubio y ojos azules, que pasaba. Su nombre era Helio. Tendría por lo menos 10 años de edad. Yo sabía que sus padres eran evangélicos. Observándolo, siempre pensé que sería un gran sacerdote, tan inteligente y tan respetuoso. ¿Imagínese, si los padres aceptaran la doctrina de la Iglesia Católica, y se hicieran católicos, y su hijo decidiera prepararse para el sacerdocio? Un dia cuando el pasaba por mi salón de clases, lo llamé, “¿Helio te gustaría estudiar Catecísmo con los otros niños?”. Su respuesta fue, “yo se lo preguntaré a mi mamá y si ella me deja, vendré”. El se fue a su casa, y, para mi sorpresa, volvió, entró y se sentó. La lección era sobre María, y el poder que ella tiene. Le expliqué: “Todo lo que querramos, debemos pedirlo a María, ella tiene mucha influencia. Nosotros vamos a Cristo a través de ella.” El niño se levantó su mano, y preguntó: “¿Maestra, dónde está escrito en la Biblia que vamos a Cristo a través de María?” Yo me sentí muy abochornada, porque no conocía la Biblia. Hoy en dia la Biblia es leída en los conventos, pero en aquellos dias no sabíamos nada sobre la Biblia. Cuando el niño me hizo esa pregunta, para mi fue muy humillante. Yo le contesté que la respuesta estaba en el Catecísmo, más tarde, después de la clase, yo hablaría con él más tiempo. Continué mi clase enseñando el valor que tiene el pedir a los santos cosas; que los santos nos pueden ayudar llevándole a Dios nuestras peticiones. El niño me interrumpió otra vez. “¿Maestra, ha leído usted Éxodo 20 en la Biblia?”
Este jovencito tenía un conocimiento extenso de las Escrituras. ¡Si tan solo los padres pudieran enseñarle a los hijos las Escrituras, para que pudieran entender la Biblia como este niño hace! “Oirá el sabio, y aumentará el saber, y el entendido adquirirá consejo”. (Proverbios 1:5)
Después que siguió asistiendo a mis clases, nunca más, di las lecciones en paz. El tenía preguntas tras preguntas, pero todo lo hacía con respeto y sabiduría. Helio estudió y memorizó el Catecísmo, y continuó asistiendo a su iglesia. Si yo me sentía molesta de tenerlo en mi clase, más confundida me sentí después que se fue. No estaba preparada para creer en las imágenes. No podía creer que pidiéndole a los santos por algo quería decir que ellos podían interceder ante Dios por mi. De la manera en que el niño lo había explicado, yo tenía que ir directamente a Dios, en vez de pedirle a María o los santos. El era tan sólo un niño, pero sabía lo que estaba haciendo. Cuando la madre de Helio lo dejó ir a mi clase, estaba mandando a un misionero, porque esta madre había preparado a su hijo para que hablara de Jesús. Aunque él era tan joven, fue el primer misionero en mi vida. Le di gracias a Dios por este niño. (Diez años antes de mi conversión, volví a visitar la iglesia de Helio. Ahora él estaba casado, y participando activamente en la iglesia. Tuvimos un tiempo de compañerismo muy grato.)
Regresé a las clases de Catecísmo, pero no había paz en mi corazón para continuar. Parecía una buena oportunidad para hablar con el Obispo de Petrópolis, para ver si me podía ayudar. Me sentía tan pecadora que no podía tomar la comunión. Explicándole mi situación al Obispo, él me dio un rosario especial, diciéndome que rezara constantemente sobre el rosario, para que Dios me fortaleciera y me bendigera. El Papa había bendecido éste rosario en el año 1950, no conocía a nadie tan afortunado como para poseer uno igual. Le hice promesas a todos los santos, pidiéndoles que quitaran de mi la carga tan pesada, que había dentro de mi. Terminé el rosario, haciendo tantas promesas, que no recuerdo. Sin embargo, cuando me arrodillo frente a las imágenes de los santos, me parecen frios y muertos. No importa lo mucho que yo ruegue ante ellos, sé que no me estan oyendo.
Una vez más le pedí ayuda al Obispo y a algunas religiosas, pero no había nada que ellos pudieran hacer. Debido a la intensidad de mi desesperación, no tenía paz o descanso para mi alma. Decidí seguir el ejemplo de mis dos amigas, dejé el convento. Había una gran indecisión personal en mí y un sufrimiento terrible antes de realizar que tenía que irme.
Cuando llegué cerca de Río de Janeiro, nadie me quería dar trabajo, ellos no me conocían. Cuando me preguntaron por mi última dirección, no se la pude dar, por el miedo de que en el Convento se enteraran donde estaba. Un dia, pasando frente a la iglesia de Santa Teresa, decidí entrar. Siempre pensé que era una Santa poderosa. Me arrodillé, pero en vez de orar pidiéndole, mi oración fue directamente a Dios. Le pedí que me mostrara el camino, y que me proveyera un lugar donde quedarme. Salí de la iglesia, estaba sedienta y con hambre, recordé que tan solo tenía dinero para el autobus. Me paré frente a una cafetería donde la gente comía y bebía. Tan solo mirando era lo que satisfacía por el momento. El gerente de la cafetería vino hasta mi y me preguntó si tenía hambre, o si quería tomar algo frio. Sabiendo que no tenía dinero, no le contesté. No estaba acostumbrada hablar con hombres en la calle. En el convento nos habían advertido no acercarnos, hablar o mirar a los hombres. Pero como si él hubiese percibido mi situación, este caballero se fue, entró al edificio, cuando volvió traía un emparedado con un vaso de jugo. Tan pronto se fue, me lo comí todo.
Caminé un rato, me detuve frente a una casa y pedí agua. La señora que salió a la puerta era anciana y fue muy amable conmigo. Me dijo que me protegiera del sol, lo cual agradecí. Me trajo el agua y también una taza de café. ¡Que banquete! Ya comenzaba a oscurecer cuando me preparaba para irme, ella me preguntó, que a dónde yo iba. Me detuve por un instante sin saber que contestar. Realizando mi problema, le conté a la señora toda mi historia, ya que ella me inspiraba confianza. Me invitó a quedarme en su casa con ella y su nieto de 17 años, hasta que consiguiera un trabajo. Estaba muy agradecida a Dios por oir mis oraciones y dirigir mis pasos. Al otro dia, comencé a buscar trabajo. Por un momento supe que algo malo pasaba. La gente se quedaba mirando mi ropa, pensé que tal vez esa era la razón de no conseguir trabajo. Regresé a mi hogar temporero, vi un grupo de jovencitas hablando en la acera. Me acerqué a ellas y le pregunté si ellas sabían un lugar donde yo pudiera encontrar trabajo. Ellas me respondieron, “¿Por qué?” “Compre un periódico y busque en los clasificados.” ¿Cómo puedo encontrar los clasificados? “Yo no sabía de lo que ellas hablaban”. Cuando ellas se dieron cuenta de mi ignorancia en la ciudad, comenzaron a reir hasta más no poder. Pero mientras se mofaban de mí, me ayudaron a cortar un artículo donde se necesitaba ayuda.
Inmediatamente fui al lugar pero ya habían llenado la vacante. Muy desilucionada, me fui a casa. Alguien me sugirió que yo debía usar otro estilo de ropa, enfatizando que la que usaba me parecía como alguien que había huído de un convento. ¡Yo acepté el reto! Estaba esperanzada que usando ropa diferente tendría más suerte para conseguir trabajo. Pasando frente a un cementerio, entendí que esas ropas no eran las mejores aún. Dos jóvenes hablaban mientras yo pasaba y oí que decían que yo parecía una muerta caminando. Fuera como fuera, ese día me dieron trabajo como ayudante en una escuela privada de niños. Lo curioso del caso es que aunque no tenía los requisitos necesarios para el trabajo, me aceptaron. Necesitaban a alguien que hablara inglés y yo no sabía nada de inglés. Fui muy bien recibida por la escuela, me pagaban un buen salario con las comidas incluídas, y la principal me proveyó un lugar para dormir. A pesar de que me gustaba el trabajo, la moral en el lugar no era aceptable. La principal era “espiritista”. Pensando en lo que le pasó a mi padre, no quería saber nada de ésta secta.
En mi dia libre, mientras esperaba el autobus, se me acercó una señora, me preguntó si yo conocía a alguien que quisiera trabajar como institutríz de su sobrina. Le contesté, “lo siento, no conozco a nadie que pueda ayudarle”. Luego, me miró fijamente y me dijo; “¿podría usted ayudarla por tan sólo 15 dias? Mi sobrina se está mudando, tiene cinco niños y en realidad es mucho para ella sola.” Acepté la oferta y me fui a conocer mi nueva jefa. Si hubiese deseado ser de ayuda, éste era el lugar correcto. Uno de los niños se había ido a visitar a sus abuelos a Itajubá. Allá había caído de un caballo y había muerto. La familia pospuso la mudanza. Los padres se fueron inmediatamente a la ciudad de sus padres y la casa quedó a mi cuidado, junto al resto de los niños. Una vez que regresaron, no tuve el valor de dejarlos, me quedé en Río por algún tiempo.
Un domingo, en el camino hacia la iglesia, me encontré cara a cara con un conocido religioso de mi pueblo Petrópolis. Me criticó severamente, me dijo que yo había hecho algo muy estúpido cuando abandoné mis votos y había dejado la ciudad sin decirlo. Le contesté que no había hecho nada estúpido, pero que me había ido porque lo creí necesario. Ella cogió mi dirección, y unos dias más tarde, el sacerdote me visitó. Me trajo un mensaje de paz, recomendando que volviera al convento donde sería recibida con los brazos abiertos. Le expliqué al sacerdote que sería un error dejar la familia (donde trabajaba) cuando más lo necesitaban, pero que volvería al convento lo más pronto posible, porque estaba convencida de que había cometido un gran error. Sin embargo, Dios tiene otros planes para mi.
Dias más tarde, una señora evangélica llamó para darme un regalo: una Biblia. Cautelosamente cogí la Biblia, bien segura de que éste era uno de los libros que el sacerdote tenía en la lista de los que no debíamos leer. Lo puse en mi dormitorio, pero no la toqué hasta 8 dias después. Oré para que Dios me perdonara por haber aceptado esa Biblia. Después de 8 dias, la señora regresó, y me preguntó si había comenzado a leerlo. Le rogué que se la llevara. Siendo una católica romana, no podía tener una Biblia. Después que le dije todo ésto, ella insistió para que fuera a su iglesia. “Solamente , si usted me viene a buscar y luego me trae a la casa”, esa fue mi contestación. Si yo creía que esto la iba a disgustar, estaba equivocada. Noté que en su iglesia, cantaban himnos, y la atmósfera era muy diferente a la cual estaba acostumbrada. Después del mensaje el Pastor hizo una invitación diciendo que si las personas no aceptaban a Jesucristo esa noche, irían al infierno. Me reí de lo que el Pastor dijo, y pensé, nunca aceptaré una invitación como esa. Este Pastor no entendía que yo era católica romana; y que nunca dejaría mi fe, ni me cambiaría a otra religión. Como lo había prometido, la señora me llevó a mi casa. Cuando insistió de que volviera a su iglesia en otra ocasión, le dije claramente que no estaba interesada; porque era católica romana, y que nunca me convertiría a otra religión.
Un joven, vendiendo libros, llamaba a las puertas en mi calle. Comencé a ser una de sus clientes. Un dia, tan sólo vendía Biblias católicas. De esa manera fue que adquirí la primera Biblia católica. Mi idea era que leyéndola cuidadosamente me ayudaría a combatir a los protestantes, que de acuerdo a mi opinión, estaban invadiendo el mundo entero. Aquella noche, con todas las labores del dia delante de mi, comencé a leer la Biblia que había comprado. Leí, hasta el amanecer. Me sentía como si estuviera comiendo un gran banquete, estaba hambrienta de la Palabra de Dios. ¡Por vez primera descubrí el verdadero gozo! Dias después, el sacerdote volvió a visitarme, y me comentó que mi apariencia había cambiado para bien. No estuve de acuerdo más, y entusiasmada le compartí que la fuente de mi gozo venía de leer las Sagradas Escrituras. Su tono cambió, porque él había dicho que no se podía leer la Biblia sin tener un sacerdote que la interpretara. “Hay un peligro de confusión mental cuando se lee la Biblia por uno mismo”, él enfatizó sobriamente. Le argumenté que no había encontrado nada difícil, me aconsejó que dejara de leerla, ya que no la podía interpretar. Él sabía que me iba para Itajubá con la familia. Tampoco ésto le gustó, pero sabiendo que regresaría a Petrópolis en dos meses, pensó que todo saldría bién. ¡Si él tan sólo hubiera sabido! Dios estaba guiando mis pasos, gentilmente me llevaba para que conociera al Señor Jesucristo.
Pueda o no leer la Biblia, me ha dejado perpleja. Una noche la depresión me cubrió. Me fui de la casa, visité algunas iglesias y hablé con algunos amigos. Cuando regresé, sentí la urgencia de leer el libro olvidado, que por algún tiempo había estado guardado. ¿Qué importa si leo esta Biblia? Es la Biblia católica, la de mi religión. “¡La debo leer para ver lo que dice!”
Eran las tres de la madrugada cuando terminé de leerla. Una vez más mi espíritu estaba rebosante de alegría. Después de este dia, ¡no dejé de leer la Palabra de Dios! Leí hasta el capítulo 20 de Exodo, donde habla de las imágenes. ¡Que sorpresa! Siempre estaba en contra de los Protestantes por lo que decían sobre las imágenes, pero ahora estaba leyendo lo mismo en mi Biblia católica. “No te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No te inclinarás a ellas, ni las honrarás; porque yo soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen.” (Exodo 20: 4-5). A la próxima misa que asistí, le enseñé el pasaje al sacerdote de la capilla, me dijo que la Biblia que tenía en mis manos no era la verdadera. Le enseñé la página donde decía quienes eran los que la habían publicado mi Biblia católica. Me argumentó que esa era tan solo en el Viejo Testamento, pero en el Nuevo Testamento tú puedes tener imágenes. El sacerdote me dejó con algunas dudas. No tenía ningún conocimiento sobre este tema, entonces debía estudiar con más ahínco, para aprender más.
Llegando a Itajubá, me comuniqué con personas las cuales eran parte de la iglesia católica. Eran “Hijas de María”, las damas que participaron en el grupo de oración, y las jóvenes solteras del grupo trabajador. Tengo que hacer algo. No tan solo debo de ser idealista, entonces comencé a enseñar Catecísmo a los niños. Una vez, le pregunté a las Hijas de María “¿Hay muchos protestantes en esta ciudad de Itajubá?”. Me contestaron afirmativamente. “¿Sabe usted que tenemos muchos protestantes en mi ciudad de Petrópolis?” Pero, en dos meses fundamos 42 centros de Catecísmo e invadimos el lugar y los sacamos de los lugares de adoración.” Añadí, que los perseguimos hasta en las cárceles, dando estampillas pequeñas de los santos, más comida a los prisioneros”.
Comenzamos a organizar un teatro para los jóvenes. Había una costurera católica quien hacía las vestimentas para las presentaciones. Un dia cuando revisaba lo que hacía, comenté sobre una fiesta que tenía que organizar ese mes, y otras responsabilidades que no sabía si las podía lograr todas. Allí estaban dos jóvenes que se ofrecieron a ayudarme en todo lo que yo deseara. Cuando se fueron, le pregunté a la costurera quienes eran. Ella contestó “¿Por qué?, las dos son evangélicas”. Al principio me horroricé. ¡Imagínese, recibiendo ayuda de las evangélicas! Pero después me convencí que podía ser más fácil para que se convirtieran a la fe católica romana. Las jóvenes eran miembros de la Iglesia Presbiteriana de Itajubá. ¡Como trabajaban! Me ayudaron con pancartas y en la limpieza. Mi sorpresa fue que se ofrecieron a ayudar en la fiesta en todo lo que se necesitara. Cuando la fiesta terminó, fui donde ellas y las felicité y les manifesté lo impresionada que estaba con su trabajo y actitud. Les dije: “por favor, vengan a mi cuando necesiten algo”. Dos meses después, corrí donde una de ellas que estaba en el mercado. “¡Señorita Carmen, usted es la persona que yo quería ver!” dijo Daya. “Nosotras vamos a tener una fiesta para las jóvenes en nuestra iglesia”. Mientras hablaba, me miraba buscando ver en mi rostro si yo iba a rehusarlas. “¡Marcia y yo queremos que usted venga!” ¿Podrá usted, por favor? Le pregunté si la fiesta iba a ser dentro de la iglesia. Daya me dijo que sería en un salón que usaban para esas actividades. Mi próxima parada fue ver a mi sacerdote; le pregunté si sería correcto ir a la fiesta. Él me dijo que fuera. “Sin embargo”, ¡ten mucho cuidado! “esos protestantes son como un techo colándose: gota, gota, gota, hasta que todo está mojado. No te quedes más de diez o quince minutos, y luego te despides.”
Ella vino donde mi, me cogió de la mano y dijo, “bienvenida, bienvenida a nuestra reunión.” Espero que ésta no sea la última visita, espero que usted vuelva a estar con nosotros en muchas ocasiones más”. Noté el gozo en su rostro, lo cual, causó gran impresión en mi. Desde el principio me simpatizó esa señora. Pensé en no hacerle mucho caso a estos Protestantes. No será muy conveniente acercarse mucho a los creyentes evangélicos. Tan pronto se fue, le pregunté a las que me invitaron: “¿quién es esa señora?” respondieron, esa es la esposa de nuestro Pastor.” Yo no dije nada, pero pensé, pobrecita, “entre todos, ella es la peor pecadora”. Después de un rato, volvió con una invitación. “Señorita Carmen, ¿porque no me visita el próximo miércoles?” Podemos tomar café con galletitas. “Aprendí una nueva receta, y me gustaría que usted la probara”. No sabía que decir, murmuré sobre el mucho trabajo que tenía que hacer, pero ella insistió. “Usted sabe que algunas veces debemos dejar el trabajo y visitar nuestras amistades. ¡Venga! Me sentí amiga de esta señora. Ella había roto mi resistencia, y me había conquistado con su amabilidad. El poder de sus palabras estaban sobre mi entendimiento. Esto no me había ocurrido antes. Pero, pensé, “Si me hago amiga de esta señora, puede ser que llegue el dia, en que ella se convierta a la fe católica romana y traeré parte de su iglesia con ella. El miércoles me encaminé para la casa Blanche Licio. En el camino medité sobre lo que iba a decir y lo que no debía decir. Sin el conocimiento en las Escrituras, es difícil sentirse segura al expresar sus pensamientos religiosos.
Llegando al hogar de la esposa del Pastor, que quedaba al lado del templo, tuve la realización de que, ¡era la primera vez, que visitaba el hogar de un Pastor evangélico! El café y las galletitas eran deliciosas, pero ella en ningún momento habló de religión. Hablamos de muchas cosas. Ella me habló sobre sus hijas, y sus estudios, su trabajo en la iglesia, sobre el tiempo, de todo; menos de religión. Después de ese dia, continué visitando el hogar pastoral para café y galletitas. Hubo ocasiones en que no comíamos nada, tan sólo conversamos. Nuestra conversación era variada, nunca hacía referencia a la religión. Sorpresivamente, yo fui la que introduje el tema diciendo que quería leer la Biblia, y que apreciaría diferentes citas bíblicas. Blanche me dijo, “bien, ahora vamos a leer la Biblia”. No esperé en decir que yo no había traido mi Biblia y que tan sólo leía de mi Biblia. “Sugerí, que la próxima vez traería mi Biblia y compararíamos los textos y leeríamos juntas”. “¡Esto suena como una buena idea!”
La semana próxima volví con mi Biblia. Lo primero que leímos fue el Evangelio de Lucas. ¡Me encantó esa lectura! Ella tenía mucha paciencia, nunca criticaba, no insultaba, siempre me trataba con respeto. Como nunca argumentaba sobre las preguntas, comencé a pensar, “¿por qué se mantiene tan callada?” Debe ser que los Protestantes saben lo bien preparada que estoy en mi religión, y que tengo todas las contestaciones. ¡Debe ser que está temerosa de mi! ¡Yo soy la que haré todas las preguntas! la pondré contra la pared”.
El sacerdote de mi capilla sabía que yo iba al hogar del Pastor protestante. Le dije que hablabamos de la Biblia y que estaba tratando de convertir la esposa de ese Pastor para nuestra fe. El se mostró muy preocupado y comenzó a dar cursos bíblicos todos los martes en el templo. Muchas marianas “Hijas de María” vinieron. Le hicimos preguntas bien difíciles sobre Éxodo 20, y Juan 14. En un instante, le pregunté al sacerdote si en la Biblia dice, que Jesús dijo: “que era el Camino, la Verdad y la Vida que ningún hombre viene al Padre sino por Mi,” ¿por qué entonces nosotros vamos al Padre a través de los santos? ¿Por qué no a través de Jesús? En muchas ocasiones nos quedábamos en debate con el sacerdote hasta la media noche, él no tenía las contestaciones para nosotros, pero Blanche sí. Ella era la esposa del Pastor Mario Lucio de la Primera Iglesia Presbiteriana, sabía qué decir porque conocía la Biblia. Las contestaciones de ella eran directamente de la Palabra de Dios.
La próxima vez que nos reunímos, le dije con bastante firmeza, Blanche, hoy he venido, no tan sólo por el café y las galletitas, “¡quiero hacerte algunas preguntas!” Ella me miró sorprendida y me contestó, “está bien, comienza. Si no sé la contestación, la buscaremos en la Biblia, o mi esposo nos ayudará”. Tu no tienes que apurarte, le dije inmediatamente. Estas son preguntas fáciles. Yo me reía en mi interior, pensando: “¡Esta vez se le hará difícil contestar las preguntas!”. Mi primera pregunta la estudié antes de preguntar “¿Cuál es la diferencia entre la Iglesia Católica y la Protestante?” Ella contestó, actualmente es una pequeña diferencia. (¿Una pequeña diferencia? Pensé). ¿Usted tiene alguien a cargo, no es así? “Oh si, contesté. Nosotros tenemos un líder maravilloso. ¡Nuestro líder es el Papa! El vive en el palacio más majestuoso que este mundo pueda ofrecer, lleva una corona de oro sobre su cabeza, y él es la cabeza de la Iglesia Católica. Yo estoy lista para pelear, y si es necesario, morir por él, así el podrá ser mejor conocido en el mundo y su poder crecer más y más.” Después de oir lo que yo decía, ella me dijo lo siguiente. “Es como le dije, la diferencia es muy pequeña”, y noté lágrimas en sus ojos. “Nosotros los que creemos en el Señor Jesucristo, también tenemos alguien a cargo. Nuestro líder no tiene una corona de oro sobre su cabeza, porque la corona que el hombre le ofreció a Él fue hecha de espinas”. El silencio llenó el cuarto. No había nada que decir. Desde aquel momento, comencé a envidiar a los creyentes. “Entonces, pensé,: la cabeza de los cristianos es Jesucristo, el que murió en la cruz por nosotros”. Pero Él es al que yo siempre he deseado servir. Entonces, no puedo estar enojada con la señora Blanche, porque yo, Carmen da Mota es la que digo que ¡el Papa es mi líder! Ese dia, no quise hablar más con la esposa del Pastor. ¡Me sentía vencida! Regresando a casa, esas palabras rezonaban en mis oidos, “Mi líder es Cristo, mi líder no tiene una corona de oro, pero de espinas”. No importa donde fuera, esas palabras quemaban mi corazón. Vi muy claramente la diferencia entre el líder de la señora Blanche y el mío. No era una pequeña diferencia.
Otro miércoles, regresé con más preguntas. ¿Blanche, por qué a los Protestantes no les gusta la virgen María? Ellos dicen no es una virgen, y también dicen que tuvo más hijos. Su contestación vino directa a mi. “Antes de contestar esa pregunta, yo quiero hacerte una. ¿Una mujer casada, pierde su santidad si tiene muchos hijos? ¡La contestación debe ser “¡si o no!”
Comencé a pensar ésta nuevamente. En el principio, yo creía que podía contestar a toda pregunta que los creyentes me hicieran sobre mi religión, pero no es tan fácil como parece. Si digo que una mujer casada pierde santidad al tener muchos hijos, estaré equivocada. Si digo que no, entonces estoy de acuerdo con los creyentes. Finalmente, contesté negativamente. Ella continuó, “mira, tu tienes una Biblia en tus manos y no la conoces muy bien. Abre tu Biblia en Marcos, capítulo 6, verso 3, donde encontraremos la contestación a tu pregunta. “¿No es éste el carpintero, hijo de María el hermano de Santiago, de José, y de Judas, y Simón? ¿Y no están sus hermanos aquí con nosotros?” Yo estaba sorprendida al leer nombre tras nombre, y al final decía, ¿no están sus hermanos aquí con nosotros? Yo estaba desilusionada, ella continuó, “te quiero hacer otra pregunta, ¿tú conoces el mandamiento de María?” La señora Blanche nunca me había hecho ninguna pregunta, y no quería fallar en la siguiente. “Vamos a ver, ah sí, sé los diez mandamientos, conozco los siete sacra-mentos y los obedezco todos.” Ella volvió a su pregunta, y dijo, “no es ninguno de esos. Yo te pregunto por el mandamiento de María. Usted que es devota de ella debe conocer su mandamiento, ¿no cree usted?. No tenía una idea de que contestar. Era lo más humillante para mi, tenerle que contestar a la esposa del Pastor que no conocía el mandamiento de María. Ella abrió la Biblia en el libro de Juan, capítulo 2, verso 5, y me mostró lo que María había dicho: “Todo lo que Él te pida que hagas, hazlo”. Carmen, nosotros los cristianos obedecemos ese mandamiento. María nos dijo que hicieramos todo lo que Jesús nos mandaba a hacer. Entonces, nosotros tratamos de hacer todo lo que Jesús nos mande a hacer.
Estaba tremendamente impresionada por estos últimos hechos. Para evitar una total derrota, me arriesgué a otra pregunta: ¿Dígame, un católico sincero, puede salvarse?, estoy hablando del católico quien asiste a la misa, obedece todas las reglas de la Iglesia, sufre muchas penitencias; cuando ésta persona muere, esa persona va directamente al cielo?” Blanche cerró sus ojos por un instante, miró fijamente a los mios y me dijo firmemente. “Ten cuidado, Carmen, la religión no salva a nadie. ¡Cristo es el único que salva!”
Nuevamente, no tenía nada que decir. Pensé que ella me iba a decir que tan sólo su religión puede salvar, pero ella presentó a Cristo como la única solución para mis pecados. No pude contradecirla tampoco. Sin embargo, no deseándo ella tener la victoria final, tan pronto me paré para irme, declaré firmemente, como sabía hacerlo, “¡continuaré siendo católica romana!” y me fui. Tan sólo yo sabía el estado de mi corazón en ese momento. Mientras me dirigía a la casa, pensé, “la religión no salva a nadie, ¡Cristo es el único que salva!” Esas palabras se repetían una y otra vez en mi mente, dondequiera que iba. Estaba comprometida en una lucha activa con Dios.
Una presentación teatral fue planificada en la ciudad católica de Aparecida del Norte, la meca de Brazil. Venticinco jóvenes y niños tomarían parte. Nuestra meta era traerle dinero a los pobres. Pensé que ésto era lo que necesitaba para calmar mis nervios y quitar de mi mente mis problemas. Rentamos un autobus especial, pero aún allí, mi Biblia estaba abierta y yo la leía en todo momento libre. Un joven muy cortés que pertenecía a nuestro grupo, pensó que era extraño verme leyendo la Biblia. Hablamos acerca de la Biblia por un rato, y él llegó a la conclusión que era buena idea que la leyera. “Usted sabe algo, él admitió, ¡debo leer la Biblia también!” Después de arribar a nuestro destino, el joven parecía que había desaparecido. Algunas semanas más tarde, alguien comentó que recientemente se había convertido. Desconocido para mí, yo también estuve muy cerca de creer a Cristo como mi Salvador – Dios estaba preparándolo todo para este fin. “Porque Dios es el que en nosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad”. (Fil. 2:13).
El próximo paso fue cuando visité el hogar de Blanche Licio. Le compartí que estaba pensando mudarme para otra ciudad. “No me voy a quedar aquí en Itajubá; no tengo paz en este lugar”. Ella me miró y habían lágrimas en sus ojos, “¡Carmen, ten cuidado!” Dios puede bendecir grandemente a los que estudian su Palabra y la obedecen, pero Él también puede bregar firmemente con los que lo rehusan. En ese momento, le pregunté, “¿Qué es lo que quiere decir ese texto bíblico que dice, “A todo aquel que dijere alguna Palabra contra el Hijo del Hombre, le será perdonado; pero al que blasfemare contra el Espíritu Santo, no le será perdonado”. (Lucas 12:10; Mateo 12:31,32) Ella contestó, ese verso es para los que conocen la verdad y la rehusan. “Quiere decir que ellos resisten el Espíritu Santo. Para la gente que actúa así no puede haber salvación” una vez más, ella habló a mi corazón.
Esa noche, cuando llegué a casa, Zilah, la madre de los niños que cuido me pidió un favor. Su esposo se había ido a un viaje, ella esperaba un bebé pronto, me preguntó si podía dormir en su casa. De esa manera sería de compañía para ella, y también socorrerla si necesitaba ayuda. Primeramente, fui a mi apartamento para ver si todo estaba en órden. Mirando alrededor ví todo lo que consideraba importante en este mundo. Los vestuarios de colores usados en el teatro por los jóvenes y niños estaban enganchados en su sitio. Allí había un librero muy grande, lleno de libros sobre la vida de varios santos que yo amaba, más todas la imágenes de los santos de la Iglesia Católica. Pensé, si algún dia me convierto en creyente, tendré que abandonar todo ésto. “Mi perrito, de sólo 4 meses, le dí comida y agua, y me fui a acompañar a Zilah durante la noche.
Como a la una de la mañana me levanté, Zilah me estaba llamando. “¡Carmen, Carmen, ven rápido! ¡Mira!” Corrí hacia la ventana. Las llamas llegaban hasta el cielo negro, y lo que pasaba era que mi apartamento rápidamente se convertía en columnas abrazadas por el fuego. Mis libros, rosarios, vestuarios y las imágenes de mis amados santos fueron todos devorados por el fuego. Una sola cosa escapó – mi Biblia, la cual había retenido para leerla. No tenía nada, excepto la Biblia y mi vida, la cual había sido protegida por Su divino plan, el cual había ignorado hasta ese momento.
Fue entonces, cuando reconocí el gran amor del Señor Jesucristo, el cual me había llamado por tantos años. Finalmente, mis ojos se abrieron a la luz… ¡Su luz! Ahora entiendo que Cristo murió por mis pecados en la cruz, y necesitaba confiar en Él para mi salvación. “Quién llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia; y por cuya herida fuisteis sanados”. (1 Pedro 2:24) Mientras miraba la destrucción de esos objetos que me mantenían en el pasado, nuevamente oí la invitación que me hicieran muchos años atrás: “Vengan a mi todos los que estén trabajados y cansados, y yo les daré descanso”. Fue frente a las llamas, que mi corazón perteneció al Señor Jesucristo, quién me dio una nueva vida en Él. “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios, no por obras, para que nadie se gloríe”. (Efesios 2:8-9) Es mi deseo servirle a Él completamente hasta que me llame a morar con Él, ahora es posible por Su suficiente e inmerecida gracia.
Había olvidado todo lo que me rodeaba, mi contacto con Dios era íntimo y real. Olvidé hasta el fuego. ¡Podía hablar con Dios! ¡Podía reconocer Su presencia! Meditaba en ésto cuando Zilah interrumpió mis pensamientos. “¡Carmen, vamos a apagar el fuego! ¡Oh, sí, el fuego!” Después que estaba todo bajo control, regresé a mi cama, pero no a dormir. Mi corazón estaba lleno de amor, gozo, y paz. ¡Sí, tenía la paz que había buscado por tantos años, y que nunca encontré, hasta ahora! “Porque Él es nuestra paz…” (Efesios 2:14)
Al día siguiente, Blanche y yo estábamos juntas. Sin embargo, mi orgullo era tanto, que aunque le había contado todo sobre el fuego, ella no sabía nada sobre mi salvación en Cristo Jesús. Era muy humillante confesar mi fe en Cristo solamente. En la tarde pasada, había declarado fidelidad a mi religión; añadiendo que nunca olvidaría mi religión católica. A medida que pasábamos más tiempo juntas, fue imposible ocultar la verdad a la amada esposa del Pastor. Luego dije, “¡anoche, algo especial ocurrió. Yo confié para salvación en el Señor Jesucristo solamente. Soy una creyente, lista para mantenerme junta a ti para el Evangelio!”
¡Qué glorioso fue para Blanche oir esas palabras! Pero tenía que humillarme aún más, pidiéndole a que no se lo dijera a nadie!. El día que los católicos lo supieran, argumenté; será el principio de persecusión y problemas.
Continué dando clases de Catecísmo, asistiendo a la misa y trabajando con las “Hijas de María”. Pero la Biblia era mi compañera constante.
Un dia, un hermano Mariano me preguntó el por qué yo no llevaba el misal para acompañar la misa. Fue en ese momento que realicé, que no podía caminar entre Jesucristo y la Iglesia Católica. ¡Yo sabía lo que la Biblia enseñaba! Entonces, comencé a asistir a las reuniones evangélicas en la casa del Pastor. Me sentaba en un cuarto interior donde no podía ser vista, pero podía oir todo el Servicio. Si alguien me hubiese visto, hubiese provocado agitación innecesaria entre mis amigos y conocidos. Aunque pensé que debía declarar abiertamente que era una creyente, estaba lejos de mí hacerlo, en ese momento.
Estando en el pueblo, mis amigas corrieron a mí e inevitablemente la conversación fue así: “¡Carmen, estás tan diferente!”. “¡Todos dicen que eres una cristiana!”. Fue entonces, cuando perdí todo el valor, y contesté: “no, no soy cristiana. Soy católica romana” a esto le siguió una profunda pena. ¿Por qué no tuve el valor de confesar que era una creyente en el Señor Jesucristo?
Dio la casualidad, que dos amigas cristianas iban a enseñar a un grupo de niños, historias bíblicas y me fui con ellas. Casi estábamos a la vista de los niños, cuando vinieron corriendo hacia nosotras, vinieron sobre mí y
me abrazaron. Me dí cuenta que era el grupo de niños a los cuales había enseñado Catecísmo. Lo peor del caso fue, que una de las madres me reconoció y me dijo, “¡entonces es verdad lo que se está diciendo en el pueblo! ¡Usted se ha convertido al protestantismo! Frente a mis ojos la veo con estas dos damas evangélicas. ¡Entonces es verdad! ¡Usted es una creyente!”
Casi no pude hablar. Mi corazón estaba en mi garganta. Débilmente dije, “¡claro que no, soy amiga de estas damas, porque he comprendido que no son tan malas como pensaba! ¡Pero en ninguna manera soy cristiana!” “Y a cualquiera que me niegue delante de los hombres, yo también le negaré delante de mi Padre que está en los cielos.” (Mateo 10:33) Esas palabras casi estaban en mi boca, cuando me sobrevino angustia y remordimiento. Una vez más, yo había negado el nombre del Señor Jesucristo. Volviendo a mis dos compañeras, les rogué, “por favor, sigan sin mí. Debo regresar al hogar de la señora que acaba de hablarme”.
Todavía estaba en el patio, y corrí hacia ella. “Quiero pedirte perdón por haberte mentido.” Ella, boquiabierta dijo, “¿tu mentiste?” “Sí”, le contesté, el pueblo entero comenta sobre mi conversión al Evangelio. Bien, hasta ahora, les he mentido a todos ustedes diciendo que no soy cristiana. Pero, la verdad es que pertenezco al Señor Jesucristo, Él es mí Salvador. Es mi deseo proclamar Su nombre a toda criatura en la tierra”.
Nadie podía ser mejor medio para regar la noticia que esa señora. Era la chismosa del pueblo. Pero, que relajada me sentía al haber hecho esa confesión. Mi gozo no tenía barreras ese dia, ya que fue la primera vez que pude compartir mi testimonio, hablando del Señor Jesucristo.
La noticia se regó por el pueblo como llama de fuego. Mis amigas las “Hijas de María” vinieron a visitarme. Muchas de ellas me abrazaron llorando, prometieron orar por mí para que volviera a la Iglesia Católica. Pero, mi única respuesta fue, “Jesús dijo, Yo soy el camino, la verdad y la vida; ningún hombre viene al Padre, si no es por Mí”. Bien, si Jesús es el Camino, ¿a quién iré, sino a Él? Me siento feliz de ser de Cristo. Repetía ese verso una y otra vez, para demostrarle a ellas que realmente era una creyente en Cristo Jesús.
Comenzaron los problemas que sabía iban a surgir. Hubo personas que me rechazaron cuando se encontraban conmigo en la calle. La Iglesia Católica llamó a una reunión a las 8:00 P.M. y yo era su razón. No fue fácil, pero asistí. Mi plan era llegar temprano. Tenía la esperanza de sentarme en un lugar lejos de la reunión, pero no pude lograrlo. Me tuve que sentar al frente, pues había mucha gente. Todos se quedaban perplejos mirándome. Finalmente me llamaron a la plataforma donde me hicieron varias preguntas. Mi respuesta fue, Juan 14:6 “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. Allí no habia nadie a quien seguir, para mí era Jesucristo solamente. Esa fue una gran oportunidad para dar mi testimonio, enfrente de todos los amigos que había dejado atrás.
Quizás parece fácil dejar todo por Cristo, pero humanamente hablando, no es así. La mayoría de mis amigos eran católicos romanos. Eran los jóvenes, las niñas “Hijas de María”, los que pertenecían al grupo de teatro, el grupo que preparaba las vestimentas, los niños de mi clase de Catesísmo; las damas que oraban, y otros, los cuales pertenecían a la iglesia. Siempre he sido una persona social; amo a esas personas. Pero ahora, es necesario dejarlos, porque Cristo me ha llamado. Él es el importante para mí. Él ha comenzado a ser el dueño de mi vida. Ahora, mi vida no me pertenece, es de Él. “Sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra manera de vivir la cual recibisteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo”. (1Pedro 1:18-19a) Era necesario confesarlo para que Cristo fuera glorificado. En medio de luchas, sufrimiento y desprecio, Dios usó Su Palabra para tocar la vida de los hermanos Marianistas quienes habían estudiado la Biblia conmigo. Ellos también aceptaron a Cristo como su Salvador y comenzaron a ser fieles creyentes de Cristo Jesús. Yo alabo al Señor por todo lo que ha hecho para Su honor y gloria.
Una cosa maravillosa que Dios hizo ocurrió con una señora que yo cuidaba, la cual era paralítica. Ella no había podido dejar la cama por muchos años. Siempre estaba a su lado para ayudarla, y evitar que aceptara la Palabra. Pero después de haberme convertido, volví a su casa junto a otros creyentes. Y les dije, “no sé como explicar la Palabra de Dios todavía, por favor, hablen ustedes con ella.” Luego, le dije a la señora, “yo acepté al Señor Jesucristo como mi Salvador, y lo seguiré con todo mi corazón.” La dama abrió sus ojos, oyó la Palabra de Dios con gozo, y aceptó a Cristo también. No pasó mucho tiempo cuando entró a la eternidad. Gracias a nuestro Dios, fue salva antes de dejar esta tierra.
Al dia siguiente conocí la presidenta de las “Hijas de María”. Ella había administrado esa oficina por muchos años. Ahora estaba casada, era enfermera en el Hospital General Piedad en Itabujá, y fiel a la iglesia Católica. Hablando de las cosas espirituales en relación a las Escrituras, ella demostró interés, y dijo, “Carmen, en el momento no tengo tiempo, pero ven a mi casa esta noche a las 8:00 P.M. cuando podemos hablar con toda la familia presente; (tenía una hija y dos hijos, además de su esposo). Esa noche finalmente en mi camino. Era difícil mantener una agenda, porque dondequiera que iba, la gente me detenía en la calle, queriendo saber el por qué había dejado la Iglesia Católica y causando tantos problemas. Pero gracias a Dios, llegué a tiempo. Toda la familia estaba sentada alrededor de la mesa esperando por mí. Comenzamos a hablar sobre la Biblia. ¡En verdad que fue maravilloso! Hablamos desde las 8:00 P.M. hasta la media noche. Todas mis dudas y las de ellos fueron aclaradas con relación a la Palabra de Dios. Ellos comenzaron a ir a la Iglesia Evangélica y meses después fueron bautizados. Debido a lo que había pasado, la gente que pasaba por el lado mío, me despreciaban. Sin embargo, Dios una vez más intervino a mi favor.
Fui a hablar con el Pastor Mario, el esposo de Blanche, y le dije: “Pastor, usted un dia dijo, que estaría dispuesto a ayudar a una persona dedicada, alguien de su congregación, que decidiera ir a estudiar a un colegio bíblico. En aquella ocasión yo estaba resentida, cuando no había pensado dejar la Iglesia Católica. Pero ahora deseo que usted me envie a esa escuela.”
Y así fue que el Pastor Mario, Blanche y yo nos dirigimos camino a la escuela bíblica. Me presentaron al fundador y presidente, Paul Guiley y su esposa, Viola. Ellos me dieron una bienvenida. “Aquí no tendrá muchos problemas”. ¡El Señor le ayudará! Carmen, nosotros estamos preparados en cualquier cosa que desee. El Pastor Guiley me quitó el miedo.
Puedo admitir, que aún en la Escuela Evangélica, tengo luchas y problemas debido a la poca experiencia y porque soy una recién con- vertida al cristianismo. Pero levantada ante el Señor en oración por los creyentes de mi iglesia he vencido en Cristo, y terminé el curso. Paul y Viola Guiley fueron usados grandemente por Dios en la formación de mi vida espiritual.
En junio de 1962, el Pastor Paul y Viola dejaron la escuela, junto a otra pareja, Artemio y Neta Alexandrina y otros siete estudiantes además de mí. Nos fuimos al Estado de Paraná con el fin de construir una escuela bíblica. No puedo contarle todo, pero nosotros tuvimos que cavar nuestros propios pozos, buscar madera para el fuego, y hacer una estufa con rocas donde cocinamos afuera por un año. Cosechamos nuestro propio alimento, arroz, habichuelas, papas, vegetales, etc. Además, teníamos cuatro horas de estudios bíblicos en las mañanas, y trabajo en la casa después de venir del campo en las tardes. Hicimos todo esto gustosamente porque “Mi yugo es fácil, y ligera mi carga”. (Mateo 11:30)
La Escuela Evangélica aún sirve al Señor en su localidad original en
Eldorado, Paraná, y es llamada Maranatha. La formación que recibimos fue realmente maravillosa porque incluía no tan sólo estudios bíblicos, sino también, estudios para una vida cristiana práctica. Se le dio mucho énfasis al desarrollo íntimo con Dios y dedicamos tiempo para estar solamente con Él en oración. Todos aprendimos el principio de “vivir por fe”.
Una vez más tuve que dejar los amigos con quienes luché y trabajé, estudié y oré. Mis dos primeros años los pasé en Peniel, y los últimos dos en Paraná, donde me gradué de Maranatha. Esa vida de amistad y tropiezos dejaron una marca inborrable.
Ahora es tiempo de enfrentarme con el futuro, yendo al mundo para regar el mensaje de Dios para salvación en Cristo Jesús solamente. Viajé a
Sao Carlos donde di mi testimonio y ayudé en el programa del campamento. Fue allí donde conocí al Pastor John Stucky, su esposa Bea y sus dos hijas, Janet y Judy. Esta pareja me invitó a quedarme con ellos por seis meses para ayudar en el trabajo de la iglesia de evangelización.
Como siempre, me encanta la evangelización. Acepté su invitación y me mudé a su hogar. Todos los dias me levantaba temprano, tomaba el desayuno, cogía mi saco de Biblias y tratados, y me iba a distribuír literatura alrededor de la ciudad y su vecindario. Hablé con personas interesadas en el Señor Jesucristo y la salvación. Usualmente, regresaba un poco tarde, algunas veces a las 8:00 P.M. Una mañana, mientras me preparaba a salir, el Pastor John me llamó a su oficina y me preguntó, “¿Carmen, está usted dedicando tiempo a la lectura de la Palabra y orando?” Pensé un momento, y luego le contesté sinceramente, “muy poco”. Él continuó, “será mejor que se quede en la casa por las mañanas leyendo la Biblia, orando, descansando, y luego use la tarde para evangelización”. Consideré la idea, fui a mi habitación, leí la Biblia hasta la hora del almuerzo.
Cuando me fui de la casa, eran las 2:00 P.M. “El dia de hoy está prácticamente perdido”, murmuré. ¡No tengo tiempo para estar ociosa! Mi fe, desde el punto de vista de Dios, era pequeña. Comencé a repartir tratados. Luego fui a un sitio donde no había ido antes y llevé más tratados. Toqué a la puerta de una casa. La señora que contestó, enseguida me dijo, “no quiero oir nada de lo que usted me quiera decir, “soy católica romana”. “Yo también fui católica romana, le contesté, tengo la Biblia de su iglesia aquí ¿le gustaría verla?” Ella abrió la puerta y me dejó entrar. Las próximas tres horas las pasamos hablando sobre la Palabra de Dios, ¡fue maravilloso! Me prometió que esa noche estaría en el Servicio de la iglesia, ella y su familia. ¡Y así fue! Nunca dejó de frecuentar la iglesia. Algunos meses más tarde, ella y su familia eran salvos, bautizados, y miembros fieles.
Es maravilloso como podemos aprender las lecciones que Dios tiene para nosotros. El dia que pensé había perdido, no teniendo el tiempo para trabajar para Cristo, fue el dia que el Señor me usó para guiar a otros a Él. Alabo a Dios por la vida de estos misioneros, que Él puso en mi vida . Su entusiasmo, me ha ayudado a crecer más fuerte espiritualmente, para así poder ser más útil en la causa de Cristo.
Los seis meses en Sao Carlos han volado. Ya era tiempo de irnos para otro lugar. Primeramente me decidí ser bautizada por inmersión. El Pastor John Stucky me bautizó junto a su hija Judy, en el campamento de Sao Carlos. Eso también fue un dia maravilloso. Ahora, con mis bultos listos, comencé a viajar a través de Brazil, dando mi testimonio y enseñando la Palabra de Dios. Después de tres años, el Señor preparó mi camino de acuerdo a Su voluntad, y me guió a la inmensa ciudad de
Sao Paulo en el Sur de Brazil.
Había dos razones definidas para yo estar allí. Una fue el continuar mi trabajo de evangelización; y cuidar de mi salud. Así fue como conocí la familia del Dr. Shedd. Ellos me llevaron a la librería cristiana de
Sao Paulo, “El Lector Cristiano”, dirigido por el Pastor Richard Denham. Este siervo de Dios me recibió, me enseñó a hacer el trabajo y me dio mucho entusiasmo. Una de las cosas que me impresionó grandemente del Pastor Richard fue la manera de él evangelizar. El siempre tenía una sonrisa en su rostro, y trataba la gente con compasión y respeto.
En el 1968, otra familia misionera vino a vivir a Sao Paulo: Earl Mets y su esposa Jo Ann y sus tres niños, Diane, Susan y Steven. Para ese tiempo, yo estaba viviendo en un apartamento con una amiga. Ellos me invitaron a vivir en su casa para que los ayudara en la evangelización. Querían comenzar una iglesia en su hogar. Me hice miembro de esta familia. Trabajamos juntos por muchos años, evangelizando y enseñando la Palabra de Dios.
Ellos volvieron a los Estados Unidos en el 1971 para reportar a su iglesia y fui también. Mi meta era compartir mi testimonio de cómo Cristo me sacó fuera de la “religión”, para que otros pudieran aprender sobre el poder de Dios.
Durante ese año en los Estados Unidos, viajamos mucho. Di mi testimonio el cual fue traducido en las iglesias y campamentos, donde siempre enseñábamos la Palabra de Dios. Frecuentemente oía decir que en los Estados Unidos había mucho racismo. Era la segunda vez que lo visitaba y siempre me habían tratado bien. En todo tiempo me aceptaban calurosamente y con respeto. Le doy gracias a Dios por cada americano que me hizo sentir como en mi casa mientras compartía la Palabra de Dios.
Regresamos a Brazil en el 1972 y continué enseñando la Palabra y preparando la gente para el servicio de Dios. Por 28 años ésta ha sido mi labor de amor. Una que otra vez viajo y he hablado en algunas iglesias y reuniones, pero la mayor parte del tiempo la paso en Sao Paulo.
Alguien habrá pensado. “¿Y dónde está su familia?” Le doy gracias a Dios que mi familia está bien. Cuando fui salva, y mi familia lo supo, estaban tristes y turbados. Me acusaron de haber abandonado su religión, olvidando a la Señora de Fátima. “¿Cómo lo hiciste, me preguntaban?” Pedí oración por ellos para que Dios tocara sus corazones. La primera que conoció al Señor fue mi hermana mayor, María, y mi sobrina Vera Lucía. La próxima fue mi hermana Sylvia quien estaba muy envuelta en el espiritismo. Creo que ella buscaba algo que satisfaciera su corazón. Una vez que oyó la Palabra de Dios, y pasó por dificultades y batallas espirituales, también aceptó al Señor Jesucristo como su Salvador. Sylvia fue bautizada y le sirvió al Señor por muchos años hasta que se enfermó malamente con cáncer. Hace 8 años el Señor la llamó a morar con Él.
Estoy tan agradecida porque mi sobrino y sobrina creen solamente en el Señor Jesucristo como su Salvador siendo jóvenes. Más tarde su madre, Aidae, mi cuañada, y mi hermano más pequeño, Sebastian, también han creído solamente en Cristo y han sido salvos. Toda mi familia está en el Señor, a los pies de la Cruz, sirviéndole a Cristo.
No sé si usted ha notado que en este corto testimonio, hay una aparente inseguridad en mi vida. Siempre preguntándole al sacerdote lo que debía hacer y lo que no. Esto es normal, después de haber pasado tantos años en el convento donde la Superiora siempre decía: “Yo soy la única que puedo pensar, la única que decido y nadie más; cállese que yo soy la única que hablo aquí.” Nosotras, literalmente, dejamos de pensar. Al pasar el tiempo, nuestra mente fue lavada y era imposible hacer nuestras propias decisiones.
Salir del convento al mundo no era fácil, porque generalmente había mucha maldad alrededor de nosotras. La gente nos engañaba y creíamos lo que nos decían. Había tanta inseguridad en nosotras que se nos hacía muy difícil enfrentarnos al mundo otra vez. Por eso es que muchas veces me encuentro pensando, “¿Debo volver atrás?… ¿Debo volver? Yo quería volar del mundo; el convento no era bueno, pero en el mundo, yo era como un pájaro con alas rotas, que no podía volar por mí misma. La inseguridad es muy común para las que dejan el convento.
Un dia fui al doctor y me senté al lado de un sicólogo. Empezamos a hablar, y le comencé a decir mi testimonio. Él estaba interesado, y me preguntó: “¿Ha tratado usted de encontrar un siquiatra o un sicólogo para que la ayude?” Le contesté, “No, no he tratado de encontrar ninguno de ellos”. Él preguntó: “¿Pero, cómo usted resuelve sus problemas?” Contesté, “Sólo Cristo y Su Palabra me hacen triunfar”. Él estaba verdaderamente impresionado.
Un dia, trabajabando en la librería “The Christian Reader” llegó una monja. Me dijo que había leído la historia de mi vida en un libro pequeño, “Searching”. Le tocó el corazón y me rogó que le ayudara a ella también a dejar el convento. Después de hablarlo con el misionero, Earl Mets, él abrió su hogar para que ella se quedara allí por un tiempo. Hice los planes necesarios y fui a socorrer a la monja. La situación no era fácil. Pero gracias a Dios, conseguí traerla a la casa. Usted no se puede imaginar la gran inseguridad que había en ella. Ruth había entrado al convento a la edad de 20 años, y lo dejó cuando tenía 57. Durante los 37 años en el convento enseñó siete asignaturas, pero no tenía la tolerancia necesaria. Su autoestima era frágil y sicológicamente estaba afectada. Tan sólo Dios podía ayudarla. Después de muchas batallas, Ruth aceptó a Jesús como su Salvador, por lo cual le damos gracias a Dios. Fuimos juntas a hablar del Señor Jesucristo a diferentes iglesias. Luego viajé a varios lugares al igual que ella, y perdimos contacto. Tan solo puedo darle gracias a Dios porque otra alma fue sacada de la oscuridad y elevada a la gloriosa luz de Cristo.
Aquí usted ha leído un resumen de las partes críticas de mi vida y de lo que el Señor hizo por mí. ¡Si usted verdaderamente lo busca, Él hará lo mismo para usted! Refúgiese en estas Palabras de Cristo: “Venga a mí, todo el que está cargado y cansado, y yo le daré descanso”.