Mariano Rughi

Creo que es la voluntad de Dios que aquellos que hemos encontrado la salud espiritual por medio de Cristo hablemos y testifiquemos acerca de esto a otros, siendo el propósito de Dios el de tocar a otros por medio de aquellos a quienes ya ha tocado.

El grito de herejía

Mi conversión del romanismo a Cristo no ocurrió en un momento, sino que fue el resultado de un proceso largo y yo diría penoso que me llevó varios años. Comenzó en mis días de estudiante en Asisi, Italia. Un día mi profesor estaba dando una clase sobre historia de la iglesia y estaba hablando sobre el papa Honorio (626‐638), uno de los muchos papas que, según la iglesia, enseñaban el error. El papa Honorio I se había involucrado en la controversia en relación a la herejía monotelista, con la que él estaba de acuerdo. Esta doctrina enseñaba que Cristo tenía una voluntad, su propia voluntad personal. Estaba en oposición a la enseñanza bíblica de que tenía dos voluntades, una voluntad humana y una voluntad divina. El Tercer Concilio de Constantinopla (680‐681) condenó a quienes apoyaban la herejía monotelista y eso incluyó al papa Honorio I.

Me sentí fuertemente impresionado por el hecho de que incluso la iglesia de Roma reconociera que el papa Honorio I aceptaba las enseñanzas heréticas cuando en 1870 el Concilio del Vaticano definió el Dogma de la Infalibilidad papal que declaraba que el papa de Roma no podía equivocarse en absoluto en sus solemnes definiciones y decretos ex cátedra, en materia de fe y moral. También había aprendido que los Padres del Concilio afirmaban explícitamente que, aunque el Dogma de 1870 recién había sido definido, su verdad siempre había existido, eso significaba que todos los papas desde San Pedro hasta el papa Pío IX, quien todavía vivía en ese momento, eran todos infalibles. Se afirmaba que todos estaban inspirados por Dios y que su sucesión venía de la misma fuente divina. Me sentí impelido a preguntar a mi profesor cómo podía reconciliar el hecho de que la creencia del papa Honorio era contraria a la enseñanza oficial de la iglesia. Mi profesor respondió que el papa Honorio sí había enseñado el error pero que cuando lo hacía, no estaba hablando ex cátedra como papa, sino como un teólogo privado.

La falta de seguridad de parte de Roma

En el seminario donde yo vivía no seguíamos una estricta vida monástica, aunque teníamos que realizar ciertas penitencias y sacrificios que incluían ayuno y abstinencia y teníamos que ir al confesionario y practicar meditación además de participar de las fiestas religiosas. Se nos enseñaba que a pesar de todo eso no podíamos estar seguros de nuestra salvación ya que uno de los Dogmas de la iglesia es que cualquiera que afirma estar seguro de su salvación con seguridad está perdido.

Castillo de dudas

Nuevamente me daba cuenta de que la iglesia se contradecía a sí misma, pero no me atrevía a decírselo a nadie en esa época, de modo que seguí luchando con mis dudas sin ayuda. Luego, un día, estando profundamente preocupado, sentí que debía hablar con mi confesor. Su respuesta fue rápida y abrupta: “Muchacho, esos pensamientos son sólo tentaciones del diablo”. Me pareció claro que la iglesia romana estaba tratando de pervertir la verdad al decir que las convicciones del Espíritu Santo eran obra del diablo.

Estaba lejos de estar convencido. Conocía Juan 3:16, lo que cité para demostrar que mi preocupación tenía base sólida, pero mi atrevimiento sólo produjo una terrible lección sobre humildad y obediencia ciega a la iglesia. Como notarán, se me pedía obediencia ciega a la iglesia y no al Señor Jesucristo.

El confesionario

Por esa época había dejado de ir regularmente al confesionario. Nunca me había gustado la confesión oral y cuando iba lo hacía más por compulsión externa que por convicción interior. A veces la confesión me resultaba una verdadera carga y una cruel tortura de la conciencia.

Insisto en este punto porque uno de los argumentos que sostienen los romanistas es que produce un sentimiento de consuelo al penitente el exteriorizar sus pecados al oído del sacerdote, cuya absolución quita la carga y la culpa del pecado. Es cierto que se puede experimentar cierto consuelo de esta manera, pero no tiene efecto duradero y no es otra cosa que una emoción pasajera. Más tarde serví cinco años como sacerdote en la iglesia romana. Puede parecer un período corto, pero fue suficiente para que aprendiera mucho acerca de la confesión y el confesionario. Escuché las confesiones de muchas personas, algunas de las cuales conocía personalmente. En algunas de ellas había una profunda sinceridad y un anhelo de obtener liberación de algún pecado o vicio obsesivo, y sin embargo estas personas, para su gran aflicción, tenían que volver semana tras semana, a confesar los mismos pecados que con frecuencia eran pecados vergonzosos y odiados. “¿Por qué no obtengo liberación?” era su ansiosa pregunta. Se suponía que mi deber como padre confesor era darles paz pero nunca podía darles una seguridad convincente y tampoco lo podía hacer ningún otro que estuviera en mi lugar.

El sacerdote puede decirle al penitente que le falta sinceridad o que no cumple las condiciones requeridas para que la confesión sea válida. A veces el sacerdote amenaza privar de la absolución sacramental por esos pecados persistentes. Uno puede imaginarse el terrible efecto que este método tiránico puede tener en la mente de estas almas sedientas y ciegas.

Agua viva

No puedo dejar de pensar en aquel hermoso incidente en la vida de Cristo cuando se encontró con la mujer samaritana en el pozo de Jacob. Allí tenemos la verdadera respuesta que necesitan las almas sedientas. Sin embargo, las personas que están

siendo engañadas por ser continuamente empujadas a ir al sacerdote para apagar su sed espiritual nunca encuentran la verdadera respuesta. “Respondió Jesús y le dijo: Cualquiera que bebiere de esta agua volverá a tener sed”. El confesionario romano es igual que el agua del pozo de Jacob. Es agua que puede satisfacer, pero sólo por un tiempo. Jesús continuó diciendo: ”Más el que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna” (Juan 4:13‐14).

Aquí vemos que la verdadera fuente de satisfacción duradera es el Señor Jesucristo mismo, que conoce la necesidad secreta de cada pecador y tiene el agua para cada uno. Jesús también dijo: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar” (Mateo 11:28). Este ofrecimiento viene del corazón mismo de Dios, pero ningún sacerdote, obispo o papa de la iglesia de Roma puede dar al alma, esta paz de la que ellos mismos carecen. Las personas siguen sedientas, cargadas e impotentes hasta que Dios mismo las satisface. Entonces, así como una corriente de agua llena aun pozo, el don de Dios provee bendición tras bendición con la promesa de vida eterna.

Confusa ordenación

En mi búsqueda, repentinamente me topé con un problema personal. Se me cruzó la idea de abandonar la vocación del sacerdocio, pero inmediatamente la rechacé como una atroz tentación. Estaba haciendo mi último año de estudios teológicos y estaba a punto de recibir la ordenación. También pensé en el honor de mi familia, ya que en un país católico se considera un gran privilegio y honor tener un sacerdote en la familia. Pensé en mis padres y amigos que estaban esperando verme celebrar misa como sacerdote. Ahora comprendo que esas eran consideraciones insignificantes, pero como entonces no conocía al Señor Jesucristo como mi Salvador y Señor, me sentía impotente para seguir mis convicciones.

Pasé por la ordenación y me convertí en sacerdote, después de lo cual me enviaron a una parroquia como cura encargado. Comencé mi ministerio con entusiasmo e incluso tuve cierto éxito, lo que borró algunas de mis viejas dudas. En el trabajo de mi parroquia sentí que estaba en un nuevo clima y un ambiente diferente y sentí que tenía cierta libertad de la que no gozaba en mi vida de estudiante. Comencé a tomarme la libertad de leer la Biblia y otros libros que estaban prohibidos por la iglesia. Más adelante, como sacerdote de parroquia, tenía contacto con muchas personas y entraba en discusiones espirituales con ellas.

Por la gracia de Dios

Un día, durante una conversación íntima con un monje franciscano, tuve una revelación que me sacudió. Descubrí que él estaba pasando por las mismas experiencias penosas que yo había pasado en relación a la seguridad de su salvación. Comencé a preguntarme: “Si la iglesia de Roma es la verdadera iglesia de Cristo, ¿cómo es que uno de sus mejores seguidores, un hombre de vida íntegra y disciplinada, no tiene seguridad de su salvación y sufre de intensa confusión espiritual?” Mis dudas se reavivaron y me encontré en otra crisis espiritual, pero una que esta vez me llevó más adelante a la liberación. La consecuencia inmediata de esta crisis fue que la misa, el confesionario y otras obligaciones sacerdotales se convirtieron en una gran carga para mí.

La luz de Dios por gracia

Entonces, por un tiempo, busqué alivio en los entretenimientos. Descubrí que estaba comenzando a perder mi sentido del deber, y para mi gran vergüenza, me encontré cayendo en modos de vida mundanos. Mi verdadera necesidad no eran los entretenimientos sino la limpieza, no los placeres sino la renovación espiritual. Lo que necesitaba era a Cristo Jesús. ¿Podía la iglesia llevarme a Aquel que podía liberarme de esa terrible situación? No, Roma sólo podía aplicar su castigo canónico de manera que me enviaron por una semana a un monasterio. Pero el tratamiento no era adecuado para la enfermedad. Seguía peleando solo una batalla aparentemente perdida. Pero entonces un día un rayo de luz divina me reveló la oscuridad de mi corazón. ¿Qué debía hacer? Decidí dejar mi parroquia y mis parientes e ir a Roma. No tenía ningún plan definido en mente y no tenía ningún amigo en Roma a quien pedir ayuda. Sin embargo, en mi primer día de búsqueda en Roma, fui recompensado con el descubrimiento fortuito de una iglesia Metodista episcopal. Pude contactar al ministro, a quien le abrí mi corazón y le conté de mi desesperada situación. Sin embargo, pronto descubrí que dejar la iglesia de Roma no era tan fácil como pensaba.

El trato de Roma hacia los sacerdotes convertidos

El Tratado de Letrán de 1929 fue un gran obstáculo. Su quinto artículo, párrafo 2, dice: “Bajo ninguna circunstancia los sacerdotes apóstatas o aquellos sujetos a censura pueden ser designados maestros ni seguir en esa condición, ni pueden ejercer un cargo, o ser empleados en oficinas donde estén en contacto directo con el público”. Esto significaba que tenía que escoger entre retirarme de cualquier forma de vida pública o dejar mi país, mis parientes y todo lo que era querido para mí. Esto último era un terrible sacrificio, pero recibí la fuerza para hacerlo y Dios me abrió las puertas de una manera sorprendente. El ministro metodista que había conocido me presentó al profesor E. Buonaiuti, un ex sacerdote católico romano quien, como resultado del Tratado de Letrán, había tenido que renunciar a su posición de profesor de religiones comparadas y que estaba él mismo bajo censura canónica. Este hombre se puso en contacto con sociedades protestantes en Suiza, Francia y Alemania para encontrar un lugar para mí donde pudiera refugiarme de Roma.

Vemos con su luz

Pasaron las semanas y los meses sin ninguna posibilidad a la vista hasta que Dios puso en escena a otro ex sacerdote, el reverendo M. Casella, que estaba ahora trabajando en una parroquia en Irlanda del Norte. Esto fue realmente providencial. El doctor Casella estaba justamente escribiendo al profesor Buonaiuti en Roma sobre un libro. Este era el hombre que me había presentado el pastor metodista. En su carta, el reverendo Casella mencionaba que había podido dejar la iglesia de Roma por medio de una sociedad evangélica en Dublín llamada Sociedad de Protección al Sacerdote. En su respuesta, el profesor Bounaiutti se refirió a mi caso, y por medio de este contacto comenzó la última etapa de mi viaje.

La Sociedad de Protección al Sacerdote vino en mi auxilio y me permitió obtener una preparación completa en la doctrina evangélica reformada en el Trinity College de Dublín, subvencionada por la Irish Church Missions. Me gustaría expresar en este momento mi profunda gratitud a la Sociedad de Protección al Sacerdote por permitirme salir de la oscuridad de Roma a la luz del Evangelio.

Por supuesto me ha costado mucho dejar mis padres, mis amigos, y todo lo que amaba en Italia, pero cuando decidí obedecer la voz de Dios en lugar de la voz de la carne y del mundo, todos mis pesares se convirtieron en dulzura, especialmente desde que completé mi viaje espiritual desde la vida de pecado a un conocimiento personal del Cristo Vivo.

Me gustaría agregar unas palabras de gratitud a la Irish Church Missions en cuyo establecimiento en Dublín me enseñaron a leer la Palabra de Dios y donde mis ojos se abrieron a la luz del Evangelio. El profeta Isaías enseñó acerca de la verdadera justicia delante de Dios en quien se la encuentra: “Y se dirá de mí: Ciertamente en Jehová está la justicia y la fuerza…” (Isaías 45:24). El apóstol Pablo enseña en detalle que la justicia de Dios se da al creyente por medio de la fe: “Pero ahora, aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen en él. Porque no hay diferencia…” (Romanos 3:21‐22). La condición pecaminosa de todos también está explicada por el apóstol Pablo, junto con la enseñanza de que la gracia de Dios ha sido dada libremente sin mérito humano alguno: “Por cuanto todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios, siendo justificados gratuitamente por su gracia mediante la redención que es en Cristo Jesús” (Romanos 3:23‐24). Por gracia mediante la fe ocurrió una verdadera transacción entre Dios y yo. Como el apóstol Pablo, puedo decir confiadamente: “. . . estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo, y ser hallado en él. No teniendo mi propia justicia, que es por la ley, sino la que es por la fe de Cristo, la justicia que es de Dios por la fe” (Filipenses 3:8‐9).

Dios aborrece la idolatría

“Todo hombre se embrutece, y le falta ciencia; se avergüenza de su ídolo como fundidor, porque mentirosa es su obra de fundición, y no hay espíritu en ella. Vanidad son, obra vana; al tiempo de su castigo perecerán” (Jeremías 10:15).

En este punto me entristece referirme a lo que llamaría la gran revelación que recibí al llegar a Inglaterra. Pensé que había llegado a un país basado en la Biblia, sin embargo encontré que queda muy poca enseñanza bíblica en Inglaterra. Roma se está infiltrando por todas partes, y las llamadas iglesias bíblicas mantienen la puerta abierta a su influencia. Las prácticas romanas han entrado a las iglesias, y hay una ceguera respecto a su pecaminosidad que entristece a Dios.

Entristece al Espíritu Santo ver que la adoración de imágenes de Roma sea tan fácilmente aceptada en las iglesias bíblicas. ¡Qué grande es la necesidad de testimonios cristianos hoy, para mostrar lo pecaminoso de la adoración de ídolos! Creo que hasta que las iglesias no destruyan sus ídolos, no veremos el avivamiento bíblico.

“Y no participéis en las obras infructuosas de las tinieblas, sino más bien reprendedlas” (Efesios 5:11).

Mariano Rughi nació en Italia, y desde su conversión ha ministrado en Irlanda, Inglaterra, Estados Unidos, y últimamente ha estado trabajando en Canadá.

Traducido por Dante Rosso

Similar Posts