Robert V. Julien

Elegí ser no solamente un sacerdote católico romano sino más todavía, un sacerdote misionero católico romano. El motivo era que quería realizar grandes hazañas para Dios. Pensaba que ser misionero en alguna tierra lejana y aprender un idioma y costumbres extranjeras sería verdaderamente una gran aventura, incluso llegué a cultivar la idea de que tal vez sería elegido por Dios para sufrir y morir como mártir por la causa de Cristo. Tales eran mis pensamientos durante los largos años de estudio en el seminario mientras me preparaba para ser un padre misionero de la Sociedad Católica de Misiones Extranjeras de Norteamérica.

Buscaba un puntaje alto frente Dios

Mirando atrás hacia aquellos años, ahora puedo reconocer el verdadero motivo detrás de todo. Lo que realmente estaba buscando era la aprobación de Dios y la seguridad en mi corazón de que alcanzaría la marca y sería digno de entrar al cielo de Dios al morir. No tuve verdadera paz en mi alma en todos esos años, incluso durante los diez años como sacerdote misionero en Tanzania, al este de Africa. Tal como Adán escondía su desnudez detrás de unas hojas de higuera (Génesis 3:7), yo me esforzaba constantemente por esconder mi desnudez espiritual detrás de las hojas de higuera de las actividades religiosas y misioneras.

Misionero pero perdido

No me causa ningún placer recordar los años de mi pasado. Es muy vergonzoso. Yo era una persona pecadora, y por eso hipócrita. Algunos dirán que hice mucho bien a esa gente africana, construyendo escuelas para sus hijos, proveyendo medicamentos para sus enfermedades, y enseñándoles religión; pero hoy sé que todas esas llamadas “buenas obras” no eran otra cosa que “trapos de inmundicia” a la vista de Dios (Isaías 64:6). Yo era un pobre y perdido pecador necesitado de la salvación de Dios, y no me daba cuenta. Todo cuanto sabía entonces era que de alguna manera ya era salvo por el hecho de ser católico, porque realmente creía que todos los católicos eran salvos desde el momento en que recibían el sacramento del bautismo.

Pensaba que mis buenas obras me darían el cielo

Cómo lamento esos años perdidos, años en que no conocía al verdadero Dios, ni a su Hijo, ¡el verdadero Señor y Salvador Jesucristo! ¡Qué engañado estaba al creer que podía ganarme el cielo por mis buenas obras y mis tareas sacerdotales y misioneras! Tenía treinta y siete años cuando el Dios de la Biblia se me reveló. ¡Qué libre y abundante fue su gracia y su misericordia para conmigo! Me perdonó todos mis pecados, y me dio una paz en el corazón que satisfizo verdaderamente mi ansia permanente. En un momento fui cambiado, radicalmente cambiado, en mi ser interior. En realidad había nacido de nuevo, nacido del Dios mismo del cielo. “De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de nuevo, no puede ver  el reino de Dios” (Juan 3:3).

El plan de Dios

Desde la eternidad Dios me había escogido para ser Suyo. Fue por eso que intervino en mi vida y puso término a mi precipitada caída al infierno. Sí, allí era exactamente hacia donde mi dirigía, incluso como sacerdote misionero. Estaba en camino al infierno ardiente, a estar separado para siempre de un Dios cariñoso. El puso al descubierto y me mostró lo que estaba bajo mi piadosa apariencia: ¡era un vil pecador! “Por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23).

“Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó” me salvó por su gracia. “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe” (Efesios 2:4, 8-9). Estaba tan contento de descubrir que la salvación de Dios es un regalo. Doy gracias a Dios todos los días por “. . . su don inefable” (2 Corintios 9:15).

Fue en noviembre de 1966 que dejé la Iglesia Católica Romana y su sacerdocio para siempre. Algunos dicen que dejé porque quería casarme, pero eso es absolutamente falso. No quería casarme. Era demasiado orgulloso para pensar en el matrimonio. Por alguna razón tenía en muy baja estima al matrimonio, como algo que estaba por debajo de mi dignidad. Sin embargo, el Dios que me salvó por su gracia, a su tiempo me hizo ver que era su voluntad que me casara. Su Palabra es suficientemente clara: “Honroso sea en todos el matrimonio, y el lecho sin mancilla; pero a los fornicarios y a los adúlteros los juzgará Dios” (Hebreos 13:4). También: “Pero a causa de las fornicaciones, cada uno tenga su propia mujer, y cada una tenga su propio marido”. Y “. . . pero si no tienen don de continencia, cásense, pues mejor es casarse que estarse quemando” (1 Corintios 7:2, 9). Dios efectivamente me proveyó una esposa cristiana, que conoce y ama al mismo Señor Jesucristo que yo, y recientemente hemos celebrado nuestro vigésimoquinto aniversario de casamiento.

Dios habla por medio de su Palabra

Pero ¿por qué dejé la Iglesia Católica Romana y su sacerdocio? La gente me hace esa pregunta y yo respondo de la siguiente manera: “Porque Dios me dijo que la dejara”. No miento. Dios no me habló con voz audible. Me habló por medio de su Palabra escrita en el libro del Apocalipsis donde dice claramente: “Salid de ella, pueblo mío. . .” (Apocalipsis 18:4). El Cristo verdadero está llamando a su gente a salir del catolicismo romano. Por supuesto, los que no son su pueblo, es decir, no son sus ovejas, no pueden recibir ese mandamiento. “Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen” (Juan 10:27). Antes de que Dios me salvara por su gracia, ningún hombre me hubiera podido persuadir a salir del romanismo. Pero cuando El me salvó y me reveló su gran amor por mí, y escuché su voz amable y suave por primera vez, me resultó fácil obedecer su mandato de salir y seguirlo. Yo lo amo así porque El me amó primero.

En una época realmente creía que la iglesia de Roma era la única iglesia verdadera de Cristo Jesús sobre la tierra. Cuando algún protestante me decía “Bueno, una religión es tan buena como la otra”, yo respondía, “Sí, es verdad, tal vez una religión sea tan buena como la otra, pero sólo una es verdadera, y esa es la religión católica”.

Una autoridad, un Señor

Doy gracias a mi Dios por abrirme los ojos. Ahora comprendo que una iglesia que se enorgullece de tener una cabeza visible (es decir el papa de Roma), signos visibles de la gracia (es decir los sacramentos), sucesores visibles de los apóstoles (obispos y sacerdotes) y requiere de figuras e imágenes para recordar a la gente de Dios, no puede ser de ninguna manera la Iglesia de Cristo Jesús. La verdadera Iglesia está edificada sobre la fe—fe en la infalible Palabra de Dios. Los cristianos verdaderos nacidos de nuevo, no necesitan un papa “visible” porque ya tienen un Señor “invisible”, única Cabeza de la verdadera Iglesia.

“Porque si estas cosas están en vosotros, y abundan, no os dejarán estar ociosos ni sin fruto en cuanto al conocimiento de nuestro Señor Jesucristo” (2 Pedro 1:8). Como Moisés, están “como viendo al Invisible” (Hebreos 11:27).

Directamente en Cristo

Tampoco necesitan signos visibles como la misa y los sacramentos porque su salvación ha sido forjada por el poder del Espíritu Santo cuando pusieron toda su confianza solamente en Cristo Jesús como Salvador personal. Ni necesitan sucesores visibles de los apóstoles porque saben por la Biblia que es Dios quien levanta los líderes espirituales que quiere, cuando quiere que alimenten Su iglesia con la preciosa Palabra de Dios. Finalmente, no necesitan imágenes ni íconos para recordarles de Dios porque ven la verdadera imagen de Cristo en la Palabra escrita en la Biblia. Además, Dios ha condenado como idolatría tanto la fabricación como la veneración de imágenes o estatuas (Exodo 20:3-5).

Dónde me tiene ahora el Señor

Actualmente estoy empleado, y lo he estado durante los últimos veintitrés años, en el rubro de la imprenta. Enseño Biblia a adultos en una iglesia evangélica local. En esta iglesia hay varios antiguos católicos romanos que, como yo, han sido salvados por la asombrosa gracia de Dios y conocen y aman al verdadero Jesucristo de la Santa Biblia.

“Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Juan 17:3).


Robert V. Julien

Nacido en los Estados Unidos, la verdad bíblica se abrió a él por primera vez cuando era un misionero para la Iglesia Católica en Tanzanía. Actualmente tiene un puesto secular y un ministerio cristiano de tiempo parcial en Florida. Todos los que hemos estado en contacto con él hemos sido tocados por su gran compasión por los perdidos y por su gentileza en presentar la verdad de la Biblia.

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