Renato di Lorenzo

Jamás hubiera pensado que llegaría a dejar la Iglesia Católica Romana, mucho menos el sacerdocio. Si alguien lo hubiera predicho, lo hubiera creído imposible.

Entré en la Orden de los Salesianos a los quince años, y a su debido tiempo fui ordenado en el sacerdocio. Trabajé mayormente con gente joven y disfrutaba mucho ese trabajo. Luego, después de casi diez años como sacerdote, mi Padre Superior me impuso un castigo—me envió a Roma durante un mes para realizar ejercicios espirituales.

El motivo fue haberle revelado que experimentaba afecto por una joven mujer. Había cortado esa relación, en parte porque no estaba seguro de estar verdaderamente enamorado de ella, pero también porque había consagrado mi vida a Dios y no estaba preparado para retractarme de mi compromiso.

También había, por supuesto, mucho orgullo y egoísmo en mi decisión. Hubiera sido humillante para mí tener que confesar que había sido “infiel” a mi llamado sacerdotal.

La vida bajo la ley de la iglesia

Le había pedido a mi superior que me transfiriera a otro monasterio, pero en lugar de recibir un diálogo paternal, se me entregó debidamente una carta donde se me informaba de mi castigo. Sabía que por el resto de mi vida, ese borrón estaría en mi contra, y siempre se me miraría con sospecha.

Durante mi mes en Roma pensamientos desesperados y amargos afloraron a mi mente. A veces quería escapar, no importa dónde. Otras veces anhelaba volver a mi trabajo en Nápoles. Pasé por momentos de una depresión muy profunda. Clamé el Señor en oración, pero todo en mí y a mi alrededor seguía en silencio. Me sentí completamente solo, como si estuviera en la cárcel, constantemente agraviado y seguro de mi inocencia.

El monasterio estaba situado en el Monte Selie, cerca de la antigua Roma, y permitía una vista de todo Roma y del Coliseo. Desde allí podía observar la vida común como si corriera bajo mis pies. Veía cómo la gente disfrutaba de la mutua compañía y se querían unos a otros, y me preguntaba si realmente ofendían a Dios al hacerlo. Quería mezclarme entre esa gente. Anhelaba quitarme la sotana negra—que me hacía sentir como una persona irreal—y ansiaba enormemente ser una verdadera persona como cualquier otra.

Me confié a un viejo sacerdote y le expliqué mis sentimientos. Me sugirió que escribiera a mi superior, pidiéndole permiso para volver a mi trabajo anterior. Mi superior respondió que debía soportar todas estas experiencias desagradables como penitencia por mi pecado y mi infidelidad. Pero me dio permiso para salir de día.

Así es que salí. No viajé por Roma como un peregrino, como él claramente pretendía, sino como turista. Compré periódicos y revistas llamativas, pero no me sentí satisfecho. Aproveché la oportunidad para conversar con otros sacerdotes. Su razonamiento siempre terminaba en el mismo punto: nunca debiera haber hablado de mi problema con mi superior, sino debí haberme callado. Mi superior había actuado de acuerdo con la ley de la iglesia, aunque la había interpretado de la manera más estricta.

Volví a Nápoles, no para seguir con mi trabajo allí, sino para volver con mis padres.

Las enseñanzas de Roma contrarias a las Escrituras

Durante mi estadía en Roma había pasado tiempo rastreando mis pasos por las enseñanzas de la iglesia católica y comparándolas con las enseñanzas de la Biblia. Comencé a comprender que se citaba la Biblia en forma errónea y simplemente para sustentar la enseñanza de la Iglesia.

Se me había enseñado a creer en la Iglesia Católica sobre la base de que solamente podría hallar a Cristo por medio de la Iglesia. La obediencia a Cristo, de acuerdo a la enseñanza católica, significaba sujeción al sustituto de Cristo en la tierra, es decir el papa. Sin embargo, mientras leía los Evangelios en mi “celda de castigo”, vi que esa enseñanza era contraria a los Evangelios.

Buscando la verdad

En Roma consulté con frecuencia la guía telefónica en busca de la dirección de una iglesia protestante, aunque en ese momento el protestantismo no me inspiraba mucha confianza. El único motivo de mi inclinación a contactar con protestantes era en busca de ayuda para dejar mi iglesia y comenzar una nueva vida. Nunca pensé que podrían ayudarme en mis conflictos de fe.

Durante mi estadía con mi familia en Nápoles me volvió la idea de contactarme con protestantes, y comencé a preguntarme si después de todo no estarían en lo cierto. Durante este período se me permitió cumplir con todas mis funciones sacerdotales, pero durante un lapso de siete meses solamente oficié misa veinte veces, escuché confesiones en menos oportunidades todavía, y nunca quería predicar.

Un domingo, evité la misa y fui a caminar. Durante ese paseo observé un local que exhibía literatura acerca de la Biblia. Era la entrada de una iglesia “evangélica”. No me atreví a entrar y pensé que provocaría una conmoción si entraba con mi atuendo religioso católico romano, de modo que telefoneé al ministro y lo visité en privado para explicarle mi problema.

Me puso en contacto con varios ex sacerdotes católicos quienes me ayudaron muchísimo, pero todavía no estaba dispuesto a dejar mi iglesia. Tenía miedo de tomar una decisión que pudiera estar influida por mi reciente castigo. Así fue que reasumí mis obligaciones de sacerdote y de líder espiritual entre la gente joven, y aunque me aboqué a toda clase de trabajo religioso con gran energía, descubrí que iba sintiendo un creciente rechazo hacia el mismo.

Ya no creía en la misa, ni en la confesión auricular al sacerdote. Tuve varias conversaciones con mi nuevo superior, que estaba muy alarmado de lo cerca del protestantismo que me había dejado arrastrar. Me aconsejó orar mucho a María, diciéndome que ella me ayudaría a volver a encontrar el camino.

“Os es necesario nacer de nuevo”

Mi partida del sacerdocio se hizo inevitable, y en poco tiempo dejé Nápoles y me abrí paso al bien conocido “refugio” para ex sacerdotes, en Velp, Holanda. En este hogar, como resultado de la lectura de la Biblia y de orar a Dios pidiendo perdón y ayuda, llegué a conocer a Cristo en forma personal. Pasé por esa experiencia de conversión que Cristo declara

necesaria: “Os es necesario nacer de nuevo” (Juan 3:7). “Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna. Porque de tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, más tenga vida eterna” (Juan 3:14-16).

Todo nacimiento implica esfuerzo y dolor. Veinte años de vida monástica, unido a mi formación teológica católica y a mi carácter obstinado, significaron grandes impedimentos en mi búsqueda y hallazgo de Dios. Pero finalmente me rendí al Señor en una entrega infantil y simplemente dije: “Señor, creo”.

Desde entonces, el Señor nunca me ha dejado solo. Ha fortalecido mi fe por medio del gozo tanto como de la tristeza, y se me ha dado a conocer verdaderamente como un Amigo y Salvador vivo y personal.

Renato Di Lorenzo está jubilado como pastor de una iglesia en Sondrio, Italia, donde todavía es activo en el ministerio.

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