José Borrás

“Padre, usted debe comenzar una campaña contra los Protestantes. Están aumentando cada vez más”, dijo la Hermana Dolores, una monja en un claustro donde yo iba los domingos para decir misa y predicar.

Yo era un joven sacerdote y maestro en una escuela en España donde la iglesia me pedía domingo tras domingo que hiciera algo contra los Protestantes.

“Están engañando a la gente simple, y con regalos materiales están ganando a muchas personas buenas a su grupo herético”, dijo la monja.

Queriendo defender el Evangelio de Cristo, decidí luchar contra los Protestantes. Lo único que yo sabía acerca de ellos era que eran malos y sus doctrinas estaban llenas de errores y herejías.

Días después un alumno vino a mi clase trayendo un libro grueso en sus manos. “Padre”, me dijo, “Esto es una Biblia. Una mujer se la dio a mi madre. Ella la ha leído y dice que es un libro bueno. Pero ahora tiene miedo de tenerlo en casa porque alguien le ha dicho que es un pecado tener una Biblia Protestante en el hogar y no sabe qué hacer con ella”. “¿Que no sabe qué hacer con ella?” le contesté ‐ “Pues, romperla inmediatamente. Es necesario que acabemos con toda esta propaganda Protestante en esta ciudad”, dije a mis alumnos. Y en presencia de todos empecé a romper las páginas de aquella Biblia.

Luego de haber roto algunas de las primeras páginas cambié de idea, pensando que, como necesitaba predicar contra los Protestantes y no conocía sus errores, podía leer esa Biblia y descubrir sus principales herejías.

Leí algunas porciones del Nuevo Testamento y comparé el texto con mi Biblia católica. Cuando descubrí que ambas Biblias decían prácticamente lo mismo, quedé sorprendido y confuso. Me pregunté, “¿Por qué esas diferencias entre Católicos y Protestantes si ambos aparentemente poseen la misma Palabra de Dios?” Y saqué la conclusión de que los Protestantes no leían su Biblia, o si lo hacían, seguramente no practicaban sus enseñanzas.

Una familia y un pastor

Pensando que la mejor manera de saber quiénes eran los Protestantes sería observar sus vidas y costumbres, fui a visitar a una familia Protestante. Les expliqué que además de sacerdote era profesor en un colegio, y que quería saber de sus doctrinas para poder enseñar mejor a mis alumnos lo que era el Protestantismo.

Me sorprendió que me recibieran con mucha cortesía. Me quedé asombrado al descubrir de que conocían la Biblia mejor que yo. Me avergoncé cuando les oí hablándome de Cristo con una convicción que yo, que era sacerdote, nunca había sentido.

Me explicaron algunas preguntas y me invitaron a hablar con el pastor Bautista de ellos. Lo conocí al día siguiente, pero mis primeras palabras fueron: “No trate de convencerme, por favor, pues perderá su tiempo si lo intenta. Yo creo que la Iglesia Católica es la única iglesia verdadera. Sólo quisiera saber por qué usted no es católico”.

Me invitó a que nos reuniéramos cada semana para estudiar el Nuevo Testamento, discutir de forma amigable nuestros puntos de vista diferentes. Y así lo hicimos.

El pastor contestó todas mis preguntas con textos del Nuevo Testamento. Mis argumentos siempre eran los dichos de los papas y las definiciones de los concilios. A pesar de que externamente no aceptaba sus argumentos, en mi propia mente me daba cuenta de que las palabras de los evangelios tenían más valor que las decisiones de los concilios, y que lo que Pedro y Pablo decían era de más autoridad que las enseñanzas de los papas.

Como resultado de nuestras conversaciones comencé a leer asiduamente el Nuevo Testamento a fin de encontrar algunos argumentos contra la doctrina Protestante. No sólo quería mostrarle al pastor de que estaba equivocado, sino hasta ganarlo para la Iglesia Católica. Pero después de cada una de nuestras entrevistas, yo volvía a mi colegio sintiendo que él me había derrotado en el argumento.

Por mucho tiempo estuve muy preocupado, leyendo el Nuevo Testamento y orando a Dios pidiéndole que aumentara mi fe y disipara mis dudas de forma que no cometiera una equivocación. Pero cuanto más leía y oraba, tanto más confuso me quedaba. ¿Sería posible que la Iglesia Católica no sea la Iglesia de Cristo? ¿Podría yo estar equivocado en mi fe? Y si así fuera, ¿qué tenía que hacer?

Me enteré de que otros sacerdotes y monjes se habían vuelto Protestantes por leer la Biblia, pero no pude imaginarme de que yo haría lo mismo. ¿Ser Protestante?

¿Ser un hereje? ¿Ser un apóstata de mi fe? ¡Jamás! ¿Qué dirían mis padres, mis alumnos, y mis amigos? Mis once años de estudio quedarían sin valor. ¿Qué haría para ganarme la vida?

Estos pensamientos me perturbaron muchísimo. Preferí no cambiar mi fe. Deseaba nunca haber hablado con aquel pastor. Traté de convencerme a mí mismo de que él estaba equivocado. Continué leyendo el Nuevo Testamento cada vez más, buscando una respuesta que confirmara mi posición como sacerdote Católico. A medida que leía más, veía más claramente mi errada situación, pero estaba tan temeroso de dejar la Iglesia Católica que decidí continuar como sacerdote a pesar de que ya no podía continuar creyendo en la doctrina Católica.

Luz en la oscuridad

Un domingo, la hermana Dolores me dijo: “Padre, usted no ha predicado contra los Protestantes como me prometió que lo haría. Ellos continúan aumentando todos los días y están ganando mucha gente para su iglesia”.

“Hermana”, le dije, “He estado estudiando la doctrina Protestante durante todo este tiempo, pero he descubierto que ellos no son tan malos como nosotros pensamos. Ellos basan su doctrina en la Biblia y nosotros no podemos predicar contra la Palabra de Dios”.

“Usted está equivocado, Padre”, respondió la monja. “Son muy malos. Son como lobos vestidos de oveja. Son enemigos de nuestro país. Odian a María. Están socavando nuestra fe en el papa. Debemos comenzar una campaña contra ellos”.

Le conté de cómo algunos sacerdotes que quisieron predicar contra los Protestantes se habían convertido y se habían hecho Protestantes cuando estudiaron sus doctrinas sin prejuicio y a la luz de las Escrituras.

La monja me interrumpió, “No me diga esto, Padre; ellos no son convertidos, sino pervertidos. Se fueron al protestantismo porque estaban dementes o porque querían casarse. Puede estudiar sus doctrinas sin temor”, continuó diciendo, “Y estoy segura de que usted jamás se iría al protestantismo, porque usted no está demente, ni vendería a Cristo por una mujer”.

“Pienso lo mismo, hermana”, le respondí. “Le prometo estudiar seriamente esta cuestión. Si llego a convencerme de que los Protestantes están equivocados, haré una campaña contra ellos. Si descubro que tienen razón, me volveré uno de ellos”.

“No se preocupe, Padre” dijo la monja, sonriendo, y muy satisfecha con mi decisión. “Usted jamás se hará Protestante”.

Leí mi Nuevo Testamento una y otra vez, y oré a Dios con todo mi corazón, pidiéndole sabiduría y guía a fin de llegar a una decisión clara y correcta. Sabía que jamás podría ser feliz de otra manera.

La gracia de Dios

Tres meses después dejé la Iglesia Católica porque no podía continuar haciendo cosas y pretendiendo creer doctrinas que en lo profundo de mi corazón sabía que estaban equivocadas. Pensé en todas las dificultades posibles, pero decidí seguir a Jesús a pesar de ellas.

La cosa más importante que me pudo haber sucedido fue mi encuentro personal con Jesucristo, y cuando llegué a conocerle como Salvador personal.

No es suficiente ser un buen Católico; la cosa que es importante y necesaria es nacer de nuevo en Cristo. Esta ha sido mi experiencia. Cuando Cristo entró en mi vida, experimenté que él no sólo me libró de mis pecados, sino también de la pesada carga que yo había llevado por estar en una orden monástica. “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo… en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia” (Efesios 1:3, 7).

Gracias a Dios por lo muchos que han buscado y encontrado ese descanso. El mismo Dios que transformó la vida de Saulo el perseguidor en el camino a Damasco,

y transformó la vida del padre Borrás en la celda de un monasterio, puede también transformar su vida dondequiera que esté.

“En gran manera me gozaré en Jehová, mi alma se alegrará en mi Dios; porque me vistió con vestiduras de salvación, me rodeó de manto de justicia” (Isaías 61:10).

José Borrás nació, y también se convirtió en España. Durante 30 años fue el principal y un profesor de la Spanish Baptist Theological Seminary en Alcobendas (Madrid). Durante ese tiempo su predicación también fue sumamente evangélica en sus visitas a 27 países.

Traducido por Dante Rosso

Similar Posts