John Zanon

Nací en 1910 de padres católicos romanos pobres pero devotos, que vivían en el norte de Italia. Después de mi ordenación, realizada por el cardenal Rossi, el 29 de junio de 1935, me enviaron a los Estados Unidos.

Algunos años después de arribar a este país me regalaron para un cumpleaños un aparato de radio de mesa. Para mi sorpresa y alegría, encontré algunos programas protestantes, y me gustaron sus mensajes y canciones desde el comienzo. Lo que más me impresionaba era que ponían gran énfasis en la Biblia. Me parecía que aquellos predicadores realmente cumplían el mandato de Cristo: “. . . anunciaros el evangelio. . . porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree. . .” (Romanos 1:15-16). En un intento por demostrar lo acertado que estaba yo en pertenecer a la Iglesia Católica Romana, y lo equivocados que estaban quienes se mantenían afuera, comencé a leer la Biblia fervientemente y en oración. Cuanto más leía, más oraba a Dios, y más claramente comprendía lo equivocada que estaba la iglesia de Roma.

En el Evangelio de Juan leí: “Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” (Juan 1:12); “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16). La Biblia no podía ser más clara en este asunto tan importante de la salvación.

Enseñanzas que no estaban en la Biblia

Ni siquiera el ser un sacerdote católico romano aseguraba la salvación de mi alma. Llegué a comprender que mi celo y mis buenas obras como sacerdote no me podían salvar, porque había leído en la Biblia: “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe” (Efesios 2:8-9).

Esto sacudió mi fe en las enseñanzas Católica Romanas. Hasta ese momento había aceptado ciegamente todas las enseñanzas de Roma. Un católico no tiene alternativa: o acepta las doctrinas de Roma sin cuestionarlas, o queda excomulgado. Como yo estaba empezando a dudar de todo, comencé a investigar las escrituras con más diligencia que nunca. Descubrí que el sacrificio de Cristo Jesús en la cruz era totalmente suficiente, “En esa voluntad somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre” (Hebreos 10:10); “porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (Hebreos 10:14); “. . . no tiene necesidad cada día, como aquellos sumos sacerdotes, de ofrecer primero sacrificios por sus propios pecados, y luego por los del pueblo; porque esto lo hizo una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo” (Hebreos 7:27). Entonces no hay ninguna necesidad de la misa, la confesión y el purgatorio.

Acudan a Jesús, no a Roma

Comencé a comprender que todas esas doctrinas de la llamada única iglesia verdadera, no eran otra cosa que inventos de Roma. Profundizando mis estudios de la Biblia romana, aprendí que las devociones a María, la madre de nuestro Salvador, y a los santos, ni siquiera se mencionaban en la Biblia. María misma dirigió a los asistentes a la fiesta de bodas en Caná a ir a Jesús: “Y su madre dijo a los que servían: haced todo lo que él os dijere” (Juan 2:5). Cristo nos invita a venir directamente a El y no apelar por medio de los santos como enseña la iglesia romana: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré

descansar” (Mateo 11:28). “Jesús le dijo: Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí” (Juan 14:6). “Si algo pidiereis en mi nombre, yo lo haré” (Juan 14:14). Y Pablo, divinamente inspirado, escribió: “Porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre” (1 Timoteo 2.5).

Una vez más tuve que concluir a partir de mi estudio de la Biblia, que las mil y una devociones a los santos eran todos inventos de Roma. Por primera vez en mi vida se me hizo claro como el agua que las enseñanzas de la Iglesia Católica Romana estaban erradas. Agradecí al Señor por iluminar mi mente. No tuve otra alternativa que dejar la Iglesia Católica Romana. Comencé a formular mis planes, pero la decisión me atemorizaba. Sabía que mis padres y hermanos se sentirían dolidos y los católicos se sentirían deshonrados. También me costaría muchos amigos de toda la vida, seguridad, prestigio y una vida cómoda. Esperé y oré. La voz del Señor llegó clara y firme: “El que ama a padre o madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a hijo o hija más que a mí, no es digno de mí” (Mateo 10:37).

Para acallar esta advertencia divina, dejé a un lado la Biblia y comencé a trabajar más duro que nunca. Recordé los votos hechos en el seminario, particularmente el del día de mi ordenación: ser uno de los mejores sacerdotes. Esto me dio una relativa paz mental durante varios años.

La espada de la Palabra

En enero de 1955 tuve una agradable sorpresa. El reverendo Joseph Zachello, editor de la revista Convert Magazine, vino a visitarme cuando estaba en la ciudad de Kansas, Missouri. Me sorprendió que me preguntara si era salvo. Esta pregunta me perseguía y oré a Dios nuevamente para que me mostrara el camino de la salvación. La voz del Señor volvió como un claro reproche: “No penséis que he venido para traer paz a la tierra; no he venido para traer paz, sino espada” (Mateo 10:34). Usé esa espada para cortarme de todas las personas cercanas a mí y queridas.

Hoy, después de aceptar al Señor como mi Salvador personal, puedo experimentar cuán acertado estaba cuando dijo: “De cierto os digo, que no hay nadie que haya dejado casa, o padres, o hermanos, o mujer, o hijos, por el reino de Dios, que no haya de recibir mucho más en este tiempo y en el siglo venidero la vida eterna” (Lucas 18:29-30).

John Zanon

 Leo Lehmann y Joseph Zachello lo conocían bien a John Zanon, quien fue muy activo en el evangelio durante su época. Ahora está con el Señor.

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